Rara avis, Arno Schmidt!

Benjamín Carrasco

Cuando comencé a leer a Arno Schmidt, me poseyó la tenebrosa necesidad de apartarle la mirada y, no contento con eso, también surgió un cierto llamado al reto que despierta una escritura tan erizada como inusual, una de la que mejor es darse por entendido antes que por burlado. De tales lecturas hubo surgido una curiosidad que no conseguiría aplacar; curiosidad que no tardó en convertirse, a su vez, en una intranquilidad por cierto tormentosa.

¿Por qué me fue imposible evadir, acaso con desdén —como pudo ser una salida cómoda—, esa fascinación temprana, pero al mismo tiempo lacerante que significaba la lectura de este autor? Sígueme pareciendo una pregunta abierta, pues creo que tal fascinación no se ha difuminado del todo. Nace, en cierta medida, de la reacción natural que la forma estilística de Arno Schmidt suscita: entre la seducción (como anotara Günter Grass) y la intimidación. Reacción cualquiera no es, ni fácil de conseguir tampoco. La intimidación, en literatura, no debe confundirse con el mero desconcierto. Este último suele ser pasajero y no precisa más que de artificios menores para ser conseguido, bastándose a sí mismo para darse por satisfecho. Es, por tanto, un recurso efectista que se diluye como una jugarreta carente de ironía. En cambio, el primero, es decir, la intimidación, incita y compromete de primeras a un duelo. Y tal es enfrentarse al duelista Arno Schmidt, esencialmente en cuanto el duelo, como la ironía, involucra inapelablemente nuestra complicidad.

Acepté, por tanto, la fascinación inicial, sin remordimientos, y dispuse mi autoestima como lector a los numerosos asaltos que Schmidt acomete en sus párrafos-escaramuzas: sobrecarga de referencias históricas y literarias, vuelcos lingüísticos, dislates narrativos y un enjundioso etcétera. No obstante estos recursos estilísticos, uno de los primeros y más aguzados embistes que ofrece la narrativa de Arno Schmidt se encuentra en sus protagonistas, alter-ego cuyas excentricidades son cuanto menos irritables. Estos personajes, narradores en primera persona, son seres, ciertamente, colmados de desprecio por la masa, por la idea de comunidad y de pueblo (amén de vilipendiar el hitlerismo), así como en general por el “otro”, si bien no se trate de mujeres que despierten en ellos la lascivia y el agridulce enamoramiento. Personajes que deambulan entre la misantropía y el elitismo que les provoca este mundo falto de razón y cuya única salida posible la encuentran en la lectura, en los archivos, en los manuales y enciclopedias. Repulsión por la humanidad que, paradójicamente, se repliega hacia su propia historia, hacia su virtud artística y su conocimiento científico. Me aventuro a afirmar que el ideal de humanidad de Arno Schmidt es el de una sin hombres. Para mejor que sobrevivan únicamente las obras de arte, las ciencias puras y, por supuesto, la belleza inmarcesible de la naturaleza, he ahí su “Santa Trinidad”. Hablamos de intelectuales que ocupan puestos de trabajo mediocres y que, en un ademán autodespreciativo, disimulan su “superioridad” debidamente adquirida por su calidad de ratones de biblioteca y por ser ellos unos auténticos detentadores del gusto, siempre en riesgo de ser corrompidos y cuya heroicidad puede ser siempre aún más rebajada. Schmidt en sí mismo es un creador ensoberbecido: “Ich finde Niemanden, der so häufig recht hätte, wie ich !” (“¡No encuentro a nadie que tenga tan frecuentemente la razón como yo!”). Al someternos a la conciencia de sus protagonistas, la provocación es irremediable. Para el resto del mundo, una palabra ambigua, poco comprometedora, un cínico silencio; mientras en su cabeza hiende su dedo en la cáscara de esos “muertos aparentes”, al decir de H.M. Enzensberger, para asir en la palma de su mano los fragmentos y divertirse, ante todo, tanteando las trizaduras con la curiosidad de un índice rabioso.

Arno Schmidt. Bargfeld
Arno Schmidt durante la composición de Zettel’s Traum, en la oficina de su casa en Bargfeld. Fotografía de Wilhelm Michels, ca. 1968.

Su principal conjunto de novelas es quizás la trilogía Los hijos de Nobodaddy, compuesta por Aus dem Leben eines Fauns [De la vida de un fauno] (1953), Brands Heide [El brezal de Brand] (1951) y Schwarze Spiegel [Espejos negros] (1951), un “tríptico de época con apocalipsis”, como lo hiciera notar Julián Ríos. Novelas en las que nos encontramos con escritores e investigadores venidos a menos, y con la obsesión literaria siempre reprimida por la vorágine de un mundo insensato (ante el auge del nacionalsocialismo y su burocracia retroactiva, el uno, por el cataclismo nuclear que ha atomizado la vida del último superviviente, el otro). Mismo perfil que encontramos en Die Gelehrtenrepublik [La república de los sabios] (1957), donde el protagonista, un periodista de ética dudosa, asimila cuanto menos de la realidad política, cuanto más de la escenografía que representa una isla utópica dividida en dos bandos (USA-URSS), hasta que esta se desgarra justo por el centro (¿DDR?). De lo que parece ser su obra mayor, en complejidad equiparable y tal vez más ambiciosa que el Finnegans Wake de James Joyce, a los lectores en español aún nos está vedada la lectura de Zettel’s Traum (1970) —ni basta la lengua materna para recalar en él—, esa obra descomunal que cuenta con su propio sistema de paralelismos narrativos, correspondencias fonéticas y, en general, con una osada reinvención de la manera de pensar la escritura (en sus aspectos lingüísticos y ortográficos). Existe una versión traducida al inglés (gracias a John Edwin Woods) que ha obtenido buenas referencias, y espero que en España haya un traductor secreto, con el coraje y la sesera debidamente susceptible para sorprendernos en el corto o mediano plazo. Hoy nos contentamos con pequeños fragmentos y páginas desperdigadas. Consultar con otros lectores sus experiencias y observaciones sobre Zettel’s Traum sigue siendo una tarea vedada para los asiduos a Arno Schmidt, sobre todo pensando en que para disfrutar de su virtuosismo e hipnosis con veneración —como señala Gabriela Adamo—, antes debe hacérselo con irritabilidad. Por el momento, me detendré únicamente en De la vida de un fauno, mencionado en un principio.

En el Fauno, seguimos la vida del funcionario Düring, «señor Jefe de Distrito» en Cordingen, un pueblo aún rudimentario en el municipio de Walsrode, su «roca de Prometeo», a inicios de 1939. En la pequeña oficina burocrática, los días discurren llenándose formularios, aprobando planillas, estampando docenas de cartillas con el sello legal y leyendo correspondencia con el consuetudinario “Heil, Hitler”, esperando tras cada diligente, o bien “¿Ha escuchado ayer el discurso de Goebbels?”. Düring dirá: “Tengo una casa, un trabajo tolerablemente tonto y un vocabulario más rico que el de todos los miembros del Partido reunidos; además tengo two separate sides to my head, en tanto que los camisas pardas solo tienen uno”. La vida de Düring transcurre bien por inercia, bien por ansiedad. El mundo se acumula en su cabeza con una celeridad vertiginosa que lo emparenta notablemente con el monólogo interior de Arthur Schnitzler, El teniente Gustl (1900). Düring es presa de una hipersensibilidad que aviva hasta los más menores estímulos, los de la masa más inerte. No agota el tacto ni el olfato, toca cuanto se pueda con los ojos, saliva los colores; ciertamente, Schmidt hace gala, como en cada una de sus narraciones, de su poética expresionista a la hora de representar el mundo: “Al terminar el día: masas de nubes sangrientas se amontonaban en el Occidente, fosa común de la luz. (Los bosques se extendían alrededor de mi horizonte cual azul y muda corona de duelo). La fúnebre luz de la luna también se consumiría muy pronto. Las casas mal delineadas mostraban sus siluetas a través de las iluminadas ventanas de luz amarillenta y parecían esfumadas imágenes (¡Mientras afuera morían las luces!)”. Fragmentos de este estilo remiten automáticamente a la moderna poesía alemana gestada en las primeras décadas del siglo XX, con voces como las de Stramm, Ehrenstein, van Hoddis: un lenguaje sobrecargado de imágenes, con el color fatalista y apocalíptico de la vida y lo que Walter Muschg denominó como: “captación intuitiva de la materia”. De Stramm leemos, por ejemplo: “La caída aterra en la noche profunda. / Súbitamente, amarillo, salta / y las manchas salpican. / Se desvanece / y / las nubes henchidas caracolean en los charcos” (“Sueño”).

Avanzamos en la narración y Düring se nos revela en un estado penoso. Arrastrado hacia el cinismo que le provoca el régimen, se fustiga a sí mismo por la cobardía y atadura de manos, mascullando sus reproches con repentina ira que delata su creciente misantropía (como hemos adelantado, Schmidt es en sí mismo un misántropo empedernido —pero tiene sus razones, diría él—):

«Heil Hitler! ¿qué desea usted?» (cumplir con sus deseos civiles, muy bien, y mantener la cohesión del país, perfecto; pero no deje que su mano derecha sepa lo que hace la izquierda. De manera que yo levantaba apenas mi mano derecha para hacer el saludo alemán y cerraba con fuerza la otra que tenía libre, la izquierda. Y así dividiré mi vida: una mitad, la derecha, que sirve públicamente al Estado y la otra mitad, la izquierda, cerrada en un puño).

Al tiempo que se entrega a un caprichoso interés amoroso (extramatrimonial, cabe decir), por la colegiala Käthe Evers —la ninfa a quien denomina “la Loba”—, nuestro quincuagenario protagonista dedica su tiempo libre a hojear, acaso desinteresada y azarosamente, entradas, artículos y numerosos fragmentos de libros. Gusta de aquellas vetustas enciclopedias científicas (la referencia a Alfred Brehm es elocuente en cuanto Schmidt es asimismo el orfebre de este faunilegio), diccionarios dialectales y sobre todo de sus autores predilectos: Swift, Tieck, Wieland, Fouqué y, por supuesto, a los expresionistas (que no los nombra bien por aprensión, bien por censura). El núcleo de la novela toma forma con el nuevo encuentro obsesivo de Heinrich Düring. Citado por el Consejero de Distrito Dr. Von der Decken, una especie de conocedor apocado y pusilánime de las humanidades, Düring se agencia un trabajo que responde, en gran parte, a la manía del nazismo por restituir las grandezas pasadas y, por supuesto, sepultarlas nuevamente bajo el manto burocrático de la papelería. Su nueva ocupación consiste en elaborar una “Sucinta recapitulación de la historia del reino de Hannover”, la fundación de un archivo histórico que reúna documentos, injertos periodísticos, notas legales, informes oficiales y lo que vaya apareciendo en la masa informe de papeles que conserva la comuna. Para Düring esto es alimento para su ufanía, aunque deba guardar una actitud más bien remilgada (como le correspondería a cualquier funcionario público que se precie). Además, bien le place que por orden oficial deba meter sus narices en los libros, y no desentona con él hacerlo con la mayor seriedad, aunque parezca una tarea tan abierta como incierta que haga parecer de él una caricatura, por el simple hecho de que Düring, al encontrarse con tanto material escrito, termina dedicándose casi exclusivamente a desenterrar actas delictuales de pueblo y libros contables.

Pero el buen Heinrich, tal si llevara a cabo una valiosísima empresa, encuentra en esto una nueva forma de distenderse de su familia (su hijo Paul es un ferviente —insulso— participante de las Juventudes y pronto está a enlistarse), de su trabajo (le cuesta no mostrarse presuntuoso con su nueva función oficial) y, por si hiciera falta otra, encuentra también una nueva tentación.

Düring descubre, entre los archivos, los datos y testimonios dispersos, el caso de un desertor del ejército en la época de la ocupación francesa, quien hubo escapado y encontrado refugio en una ciénaga, al tiempo que fungía de malhechor en el sector de Ebbingen (o bien entre Ebbingen y Ahrsen). Un hombre “pequeño y delgado” era la única constante. Düring estima, con su virtud de fisgón folívoro, que podría tratarse de un tal Thierry o bien de un Cattere (más adelante se confirmará que corresponde a Jacques Thierry). Como al autor, la historia de un desertor que se interna en la espesa marginalidad de un pantano, dotado de soledad y silencio, es causa de una completa admiración y enciende el apetito de Düring: darle la espalda a la estupidez humana por el desahogado Moor. Sembrada la idea en su conciencia, piensa: “¡El hombre sencillamente había desertado! ¡Se había largado de un salto! Había abandonado las filas para vivir libremente en los pantanos (¡y por lo visto había pasado años enteros oculto, sin pedirle permiso a nadie y hasta en medio del blanco invierno! ¿Era, pues, posible hacer una cosa semejante?)”. De aquí en más, esta idea no lo abandonará. Más aún, concentra sus esfuerzos por encontrar el refugio del desertor, deseo que Schmidt no tarda en conceder. Luego de un acontecimiento un tanto inverosímil (demuestra su gran agilidad escalando árboles), logra otear a la distancia una cabaña y se interna en el bosque hacia la casucha, bautizándola como su nuevo refugio.

Bien le placen los cortes abruptos, el fragmentarismo y el acopio de instantáneas a Schmidt. De forma inesperada, nos encontramos con un intenso trazo del furtivo encuentro sexual entre Düring y Käthe, la Loba; un momento que conserva en todo momento el velo de lo íntimo y el lenguaje sugerente del erotismo, un ejemplo más del dominio narrativo que colma la escritura del autor, pues logra insinuar y contener las imágenes sin llegar a malograrlas con formulaciones excesivas, valiéndose únicamente de los aromas, de las gestualidades y, en fin, del universo de metáforas que construye a partir de la naturaleza que lo rodea —para ejemplos semejantes, pienso en Paisaje lacustre con Pocahontas (1966) o bien en el cuento “Excursión escolar”. Mas, tan pronto como culmina esta escena de obnubilada pasión, nos arroja de improviso a la fecha del veintitrés de agosto de 1939, día del pacto de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética (también conocido como Pacto Molotov-Ribbentrop), firmado en Moscú, con el cual se anuncian los preparativos para la invasión a Polonia.

Düring no claudica en prever en esta señal la antesala del acabóse e, inmediatamente, comienza a guarecerse para lo que considera será una derrota segura e implacable: “(¿Voto de desconfianza contra el Estado?: Jawohl, mein Führer!!!)”. Antes de llevarse a cabo las órdenes de movilización, Heinrich Düring ya ha logrado abastecerse a sí mismo (en primer lugar), a su familia, a Käthe y, por supuesto, ha aprovisionado su guarida intelectual: la madriguera de Jacques Thierry, ya apropiada. Düring, participante de la Primera Guerra Mundial, como lo fue el propio padre de Arno Schmidt, debe ser parte, una vez más, de la vorágine irracional que hace a dos naciones tomarse de las astas: “Nada hay más horrible ni lamentable que dos pueblos que se lanzan el uno contra el otro cantando himnos nacionales. (Una definición de hombre: «Es el animal que grita hurra»)”.

Luego de una elipsis, la narración se sitúa entre agosto y septiembre de 1944, cuando las posibilidades de la victoria nacionalsocialista ha tiempo se habían descubierto como las meras apariencias propagandísticas que eran. En el ínterin, Paul Düring ha muerto en el frente, causándole al padre una apagada indiferencia: “(Yo… ¡No sentí nada! Estas son cosas que uno no debiera decir realmente a nadie; pero Paul era para mí más extraño que cualquier desconocido; aún hoy podría llorar por la muerte de Cooper, pero de «mi muchacho» yo conocía solo su vacuidad y su espantosa medianía […]”.

Como una consonancia con la realidad diegética, de forma sorpresiva emerge en el relato uno de los momentos de mayor intensidad. Sin previo aviso, la narración se encuentra atravesada por los bombardeos al triángulo de Bremen-Hamburgo-Hannover, en lo que por su magnitud parece asemejarse al bombardeo de Dresde (febrero de 1945), aunque tenga lugar un año antes (agosto-septiembre de 1944). La violencia masiva, el desmenuzamiento del poblado que abisma el discurrir del narrador, se apropia del último tercio de esta novela: “El cielo adquirió la forma de una gigantesca sierra y la tierra era un estanque rojo y agitado”; “Un cadáver en llamas cayó delante de mí para terminar de consumirse, de rodillas, como entonando su última serenata; uno de sus brazos aún continuaba ardiendo y las carnes crepitaban suavemente; había llegado del aire desde el «alto cielo», como una aparición de la Virgen María […]”. El Fauno culmina con un paisaje demoledor, un grotesco poblado de imágenes sonoras y conceptuales de una expresividad fulgurante que, no obstante, esconde la inclemencia del narrador en muchos aspectos, tan encandilado por las transfiguraciones de la realidad como por el perspectivismo lírico que adopta la narración. Es un momento climático vertiginoso y cabe preguntarse cómo el narrador logra quedar indemne ante la “juguetona mano de un dios vuelto a la infancia”. Al lector le cuesta transar, en estas páginas, que las imágenes apocalípticas y el ritmo de la escritura se traduzca en una perspectiva lírica tan conflictiva: que el lenguaje pueda perfilarse, borbotear, rugir y aun vibrar poéticamente y, al mismo tiempo, tornarse monstruoso, trasluciendo el quiebre moral y espiritual en el que está sumergida esa realidad y que el bombardeo viene a reflejar como un espejo vivo, inclinado hacia la asociación irónica del sufrimiento: mujeres revolcándose en sus propios miembros comparadas con pasos de jazz; imágenes religiosas venidas de la boca de un nihilista anticristiano convencido, voces gemebundas eclipsadas por una individualidad árida y egoísta.

El cuadro pictórico del Fauno se vacía de espíritu con el fulgor de una llama que no redime ni purifica, cauteriza. Convierte al narrador en un espectador encandilado. Düring, tan pronto como consigue librarse del desmoronamiento de la realidad junto a Käthe, busca absolverse en la rudimentaria guarida intelectual que le diera abrigo durante su deserción intermitente, a través de un encuentro carnal que acentúa el mitologema del fauno, dícese del himeneo conclusivo del rapto.

***

Arno Schmidt, a su propia usanza un montajista, lejos está de aquellos juegos vacuos que conciben el lenguaje como capaz de desmoldarse lógica y referencialmente, como los gestos inanes de la poesía de Helmut Heissenbüttel —con lo que se denominó “poesía concreta”— o de aquellos que a fuer de representar fotográfica u objetivamente la realidad, desencadenan verdaderos pastiches, imágenes gratuitas o bien traslucen un desprecio por la palabra. Schmidt irrumpe con un vuelco distintivo, opera con un pensamiento antes que nada matemático, en profundidad racional y sin olvidar que está escribiendo literatura. Cada palabra, cuadro y anotación aporta una unidad de sentido que se acopla a una mayor y la cual justifica los retazos, cerrándose hacia el final como una anudación ajustada (pienso en “La casa aulladora”), gracias a un giro irónico aliviador y, del mismo modo, abriéndose ante los estímulos que acucia el diálogo y las intervenciones, la imaginación y el prejuicio: movimiento visual y auditivo, gesto que posiciona al narrador como una conciencia excitada y como eje gravitacional. Es en sus cuentos donde esta suerte de apertura y cierre sobre sí mismo se ve mayormente reflejada. La manera en que ata los cabos hacia el final de sus narraciones da muestra del cálculo en el cual se empeña: incorporar lo efímero en sus diferentes matices temporales y espaciales, atrapar los jirones de realidad, los destellos auditivos, penetrar con ello a cabalidad escenarios que de otra manera yacerían como llanuras estériles. Esto lo emparenta, sin lugar a dudas, con su asiduo Döblin. En ambos, no se concibe narración sin movimiento, personaje sin estímulos —o no estimulados—, habitaciones no perfumadas por la elucubración; en general, no se concibe narración sin las tomaduras de pelo del narrador, que actúa como comentarista de su propia historia, y, de seguro lo más delirante, no se concibe sin vacilación ni sin entrecorte. Ya decía Karl Kraus: “Un guión [Gedankenstrich] en el texto suele ser un tropiezo del pensamiento”. Y la puntuación sui generis de Schmidt no se queda a la zaga del ingenio y la necesidad de encontrar salidas lúdicas al laberinto de ideas y referencias que pareciera poseerlo, nacidas de la reacción irreverente hacia el homo homini lupus. Único en su especie, supo hilar con las cenizas del idioma alemán que la posguerra dejó entre los escombros, esa lengua roída que es su escritura:

[…] Yo estaba cansado de todas las palabras, palabras gastadas, vomitadas por millones de lenguas, palabras dietricheckardtizadas, masticadas por millones de orificios bucales, palabras fritzgoebbelsizadas, lanzadas a todos los aires, proferidas por todos los labios, gangoseadas, escupidas, reducidas a papilla, barridas por escobas: ¡La lengua materna! ¿no? (¡Oh, es una expresión encantadora y llena de sentido!).

Páginas de la primera edición de Zettel’s Traum (1970)

Nadie asumió la prosa con tanto temperamento y vitalidad imaginativa como para hacer de la verbosidad el baluarte de la burla, en un siglo bárbaro, místico y, por supuesto, aburrido. Como anotara Friedrich Dürrenmatt: “A nosotros solo nos puede dar caza la comedia”; y Arno Schmidt, el mejor cazador, mondó a destajo con una prosa desmesuradamente cáustica a su presa, la estulticia que caracterizó al nacionalsocialismo y la aparición espontánea del “milagro hueco” que significó la reconstrucción económica y política liderada por Adanauer, pero por sobre todo a la intelectualidad pacotillera que no encontraba en la época sino otra forma de ponerse en ridículo. No de otra manera hubiese perfilado sus experimentos literarios, ni encontrado voz más certera para dejar bullir la misantropía y la verborrea expresionista, tan rica e incandescente en lo lingüístico y lo simbólico. De ahí que la capacidad de Otto Müller de reírse de todo le resulte tan atractiva. También en Jakob van Hoddis tenemos esta disposición corrosiva hacia el mundo, idea que condensa muy bien el concepto de Witz, que antes que chiste o broma fácil, significa “ingenio” o bien “esprit”, tal como se expresara en el siglo XVIII. Leemos de van Hoddis:

[…] Reconozco mi imperfección y la del mundo… Y si no puedo soportar el mundo, por eso Dios me dio la risa, y entonces me río de todo el mundo inclusive del monótono concepto del Absoluto… La inclinación al mal (imperfección) del mundo es naturalmente insoportable cuando no hay redención alguna. Ríase pues enérgica y vigorosamente.

El crítico mordaz muchas veces suele confundirse con el cómico, peor aún cuando es con el humorista. Esto es un error. Arno Schmidt, como crítico mordaz y como cómico, más rayano está a la comedia patética que podría haber desarrollado Karl Kraus en Los últimos días de la humanidad, es decir, con el componente de una ironía destructiva y no de una representación aleccionadora. Karl August Horst apostilló esta treta de “el novelista como minador”, refiriéndose a Jean Paul, pero sobre todo a von Doderer y a Hermann Kasack, narrativas que elaboran sobre las confusiones y los equívocos, lo malo y lo peor, la sociedad vertida sobre su propia locura. Esto Schmidt lo amplifica con su enorme desprecio por la sociedad y sus vocablos extraordinarios, sus neologismos, arcaísmos y palimpsestos idiomáticos (hasta cinco lenguas en una página), se corresponden con ese desdén elemental que comparten sus protagonistas y que resulta en la superioridad del genio malévolo de las letras por sobre la conciencia acomodaticia del mundo.

Habitualmente, no solo la avidez y la repugnancia, el miedo y la esperanza —puestos en marcha por la sensibilidad y la imaginación— son las ruedas motrices de todas aquellas acciones cotidianas que no son obra de una rutina meramente instintiva: sino que en la mayoría de los casos más trascendentes —particularmente en aquellos donde se trata de la suerte o la mala suerte de la vida entera, el bienestar o la miseria de pueblos enteros: y más todavía donde se trata de lo mejor para el género humano en su totalidad— son pasiones o prejuicios ajenos, es la presión o el empuje de algunas pocas manos aisladas, la lengua bien afilada de un solo charlatán, el fuego salvaje de un solo temerario que toma la delantera —lo que pone en marcha a miles y centenares de miles que no consideran ni la justificación ni las consecuencias de ello: ¿con qué derecho una especie compuesta de criaturas tan irracionales podría…» (primero tomar aire).

Entonces: «Los hacedores de muecas, los charlatanes, los saltimbanquis, los prestidigitadores, los proxenetas, los despellejadores y los asesinos a sueldo se esparcieron por el mundo; —las ovejas alzaron sus tontas cabezas y se dejaron esquilar; —los tontos hicieron cabriolas y dieron vueltas de carnero. Y los inteligentes, si podían, se iban y se hacían ermitaños: la historia del mundo in nuce, ad usum Delphini».

Carrasco, B.
Viña del Mar, XI-22

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