La historia del mundo in nuce, ad usum Delphini
Fragmento de Espejos negros

Arno Schmidt

¿Las razones?: «¡Lisa!»: «Recuerde tan solo el aspecto que tenía la humanidad! ¡¿Cultura?!: la tenía uno entre mil; ¡uno entre cien mil la producía!: ¿Moralidad?: ¡Jajaja!: ¡En el fondo de su conciencia cada uno de nosotros sabe que hace mucho tiempo que merece la horca!». Asintió con la cabeza, inmediatamente convencida. «Boxeo, fútbol, quiniela: ¡para eso sí que corrían! ¡En armas eran campeones!» «¿Cuáles eran los ideales de un muchacho: ser corredor de coches, general, campeón mundial en los cien metros. De una muchacha: ser estrella de cine, «creadora» de moda. De los hombres: ser dueño de un harén y gerente. De las mujeres: un coche, una cocina eléctrica y que la llamaran «Señora». De los ancianos: ser hombre de Estado —». Me quedé sin aire.

«Supongamos», retomé el mismo discurso, pero con más insistencia, «que existan —en el planeta que usted quiera— unos seres que vienen al mundo con una disposición tan mala que apenas uno entre mil, e incluso este solo gracias a un cultivo extremadamente cuidadoso y trabajoso, bajo la coincidencia de las circunstancias más favorables, de las cuales no puede fallar ni una, podría llegar a alcanzar un cierto grado de valor: ¡¡¿¿qué opinión tendría usted de esa especie en su totalidad??!!»

«La especie humana, por naturaleza, está dotada de todo lo necesario para percibir, observar, comparar y diferenciar las cosas. Para estas operaciones no solo tiene a su entera disposición las experiencias de épocas anteriores y las acotaciones de una cantidad de hombres sagaces que, en la mayoría de los casos, vieron correctamente. Gracias a estas experiencias y observaciones es evidente desde hace mucho tiempo bajo qué leyes naturales debe vivir y actuar el hombre  —sea lo que fuere la sociedad y la circunstancia actual que lo determine— para ser feliz según su especie. Gracias a ellas, todo lo que es útil o nocivo para la especie en su totalidad, en todos los tiempos y bajo todas las circunstancias, está irrefutablemente establecido; las reglas cuya aplicación puede ponernos a resguardo de errores y conclusiones erróneas ya se encontraron: con tranquilizadora certidumbre podemos distinguir lo que es bello de lo que es feo, lo que es justo de lo que es injusto, lo que es bueno de lo que es malo, podemos saber por qué las cosas son como son y en qué medida son así; no podemos inventar ninguna tontería, vicio o maldad cuya insensatez o carácter nocivo no hayan sido probados hace mucho tiempo con la misma rigurosidad que un teorema de Euclides. Y pese a todo esto, y pese a todo esto, los hombres, desde hace varios miles de años, vuelven a ese mismo círculo de tonterías, errores o abusos, y no devienen más inteligentes, ni por las experiencias ajenas ni por las propias; resumiendo, en el mejor de los casos un individuo puede volverse más gracioso, más sagaz, más erudito, pero nunca más sabio»

«Porque los hombres habitualmente no razonan obedeciendo las leyes de la razón. Al contrario: su manera innata y general de ser razonables es la siguiente: ir de lo particular a lo general, sacar conclusiones erróneas de acontecimientos percibidos de forma fugaz y unilateral, y confundir constantemente las palabras con los conceptos, y los conceptos con las cosas. En los acontecimientos más frecuentes y más importantes de la vida, la gran mayoría —digamos 999 sobre 1.000— basa sus juicios en las primeras impresiones sensoriales, en los prejuicios, pasiones, caprichos, fantasías, humores, combinaciones fortuitas de palabras y representaciones en sus cerebros, aparentes similitudes y sugestiones secretas producto de la toma de partido por ellos mismos, todo lo cual hace que a cada rato tomen por caballo al propio asno y por asno al caballo de otro hombre. De los mencionados 999 hay al menos 900 que para todo ello ni siquiera necesitan sus propios órganos, sino que, a causa de una inercia inconcebible, prefieren ver erróneamente a través de ojos ajenos, oír mal por medio de oídos ajenos, ponerse en ridículo sirviéndose de la ignorancia ajena, en vez de, a falta de algo mejor, hacer todo esto por sus propios medios. Para no hablar de ese porcentaje considerable de los 900 que se habituaron a hablar de mil cosas importantes en un tono importante sin tener siquiera noción de lo que dicen y sin preocuparles ni un segundo si lo que dicen tiene o no sentido».

«Una máquina, una simple herramienta, que está obligada a dejarse utilizar o maltratar por manos extrañas; un atado de paja, que puede llegar a encenderse en cualquier momento con una sola chispa; una pluma que se deja llevar por cada corriente de aire en una dirección distinta —probablemente, desde que el mundo existe, nunca se hayan considerado imágenes adecuadas para simbolizar las acciones de un ser razonable: en cambio, sí sirvieron para representar la forma en que los hombres suelen moverse y actuar, sobre todo cuando están aglutinados en grandes rebaños. Habitualmente, no solo la avidez y la repugnancia, el miedo y la esperanza —puestos en marcha por la sensibilidad y la imaginación— son las ruedas motrices de todas aquellas acciones cotidianas que no son obra de una rutina meramente instintiva: sino que en la mayoría de los casos más trascendentes —particularmente en aquellos donde se trata de la suerte o la mala suerte de la vida entera, el bienestar o la miseria de pueblos enteros: y más todavía donde se trata de lo mejor para el género humano en su totalidad— son pasiones o prejuicios ajenos, es la presión o el empuje de algunas pocas manos aisladas, la lengua bien afilada de un solo charlatán, el fuego salvaje de un solo temerario que toma la delantera —lo que pone en marcha a miles y centenares de miles que no consideran ni la justificación ni las consecuencias de ello: ¿con qué derecho una especie compuesta de criaturas tan irracionales podría…» (primero tomar aire).

Entonces: «Los hacedores de muecas, los charlatanes, los saltimbanquis, los prestidigitadores, los proxenetas, los despellejadores y los asesinos a sueldo se esparcieron por el mundo; —las ovejas alzaron sus tontas cabezas y se dejaron esquilar; —los tontos hicieron cabriolas y dieron vueltas de carnero. Y los inteligentes, si podían, se iban y se hacían ermitaños: la historia del mundo in nuce, ad usum Delphini».

«¿Quién tiene la culpa?» «Naturalmente, el Primo Motore de todo, el Creador, a quien yo denominé Leviatán, y de cuya existencia hice una tediosa demostración». Ella, durante mi bello discurso —probablemente el resultado de un exceso de concentración— había cerrado los ojos y volvió a abrirlos solo ahora, cuando el molino dejó de golpetear. «En fin», dijo lentamente: «también tengo un leve dolor de muelas». […]



Arno Schmidt
Schwarze Spiegel (Espejos negros)
1951

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