Por Víctor Campos

La editorial de la Universidad de Valparaíso nos extiende una considerable oportunidad de reencontrarnos con una poeta que merece una urgente relectura, a través de una aguda selección realizada a dos manos por el editor Ernesto Pfeiffer y la joven poeta chilena Micaela Paredes Barraza[1]. Esta última, además, ha redactado para el caso un lúcido prólogo que permite adentrarnos en los principales puntos de la iquiqueña. En María Monvel, ciertamente, subyace un retorno a la llaneza de nuestra lengua, a una respiración que, en vez de batirse entre los dilemas que le son propios, ha pretendido descansar en las muestras más filiales y transparentes del idioma: “Mi hija juega en el jardín / y yo la miro quieta y triste, / triste de tanta dicha, triste / porque la dicha tiene fin”. He aquí la hermana de una desconocida Teresa Bórquez, y la necesaria antesala para poetas como Patricia Tejeda y Sara Vial.

Nuestras tierras son ricas en poesía; no lo olvidemos. En su albor ya el siglo pasado nos lo advertía: pienso en el gran ejercicio antologador que Molina y Araya ejecutarían con Selva lírica (1917). En aquella elocuente caravana de nombres, figuraría una joven poeta, una “muchacha de un fervor artístico saturado de cristiana sentimentalidad”, como la misma antología la definiera. Los autores, certeros, no han errado, puesto que la afección amorosa que atraviesa de manera vertebral los versos de nuestra poeta aparecerá vital desde su temprano inicio: “Incendiaré en mis llamas la juventud vencida / y seré entre tus manos una olorosa flor”, dictaban ya algunos versos cifrados en Remansos del ensueño (1918), que declaraban una vehemente inmolación pasional ‒en otros términos, un sacrificio‒.

Sin embargo, cabe recalcar que la condicionante del fervor emocional subyacente en las palabras de Monvel es la cruz cristiana. Y es que, desde la humanidad de la plegaria, la poeta se recoge y canta el amor hacia los suyos ‒a la hija, al amante, a la difunta, a la infancia y al viaje‒ en la ligereza de una sintaxis que pretende, ante todo, dar con una fina expresión aireada. Acaso la definición popular que comprende a la poesía como un acto expresivo aquí cobre un real sentido. Mas dicha condición aireada ya advertida no privará a la voz de los dotes complejos que toda poética que se precie de ser tal posee.

Y es que en la llanura que Monvel surca con sus versos no hay privación de las labores reflexivas. Gran lectora, no desconocerá la palabra justa de un Paul Verlaine, la consciencia pensante y simbolista de un Maurice Maeterlinck, y la musicalidad que, lograda radiante en el metro, gozara la lírica francesa y trascendiera a poetas como Rubén Darío. Caemos en cuenta, asombrados, que el tejido sutil y hasta cándido recitado por los hablantes de nuestra poeta es, en realidad, antecedido por una refinada labor de gabinete. El verso que logra decirse sin complejos ha de guarecer su más intrincada naturaleza.

María Monvel pareciera figurar una dualidad sugestiva: por un lado, se nos ofrecen versos de circunstancias ‒al decir de Mallarmé‒ pero, por otro lado, en el detenimiento de la lectura, notamos cómo una poética se desenvuelve grácil en la disputa vital del eros y thánatos: gravedad del desamor, homenaje mortuorio, paradoja motivada por la pasión, amor rendido a los goces de la infancia (el juego)… todo en Monvel adopta raudas dimensiones. Solo basta posarnos calladamente en los versos y respirar junto a ellos.

Así, terminamos anegados de una musicalidad vibrante por los acentos, las rimas, y las repeticiones ‒anáforas y, sobre todo, aliteraciones‒. Mas no es, en efecto, un mero ejercicio retórico. La vacuidad nuestra poeta no la conoce. Lo que logramos palpar, finalmente, es una voz padeciendo una inmensa humanidad: “Juega como los pájaros y el viento / y yo, como los pájaros y el viento / le traje a mí cuando me di al amor. / Juega como los pájaros y el viento / porque toda la tierra es su elemento / aunque le cerquen ya muerte y dolor”.

La convocatoria de la voz en su talante terrenal nos permite conocer otro cariz: la poesía de Monvel puede ser tan frágil como impetuosa. Y es que el eros es cándida ternura pero también violenta devastación: “Te odio. Lo digo con la unción enorme / con que dije te amo”. La paradoja que se figura en un a priori hace proclive ‒al abrazarla en la impresión‒ la profundidad: “Se matan cien palomas. Se rezan tiernas preces / pero el viejo que llora a su hijo abrazado, / sabe, que al otro día quizás se habrá marchado / sin mirar hacia atrás, como las otras veces”. En esa profundidad nos ungimos dichosos.

Portada de «La dicha tiene fin», antología de María Monvel editada por Ediciones UV (2021).

[1] La presente reseña fue publicada en la revista Anales de la literatura chilena, en su número 36, en diciembre del año 2021.

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