Intemperie, deshumanización y resistencia en la interzona.
Manejo integral de residuos (2019) de Nicolás Meneses

Por Ana María Riveros Soto

En el paradero 12 de Santa Rosa
Hay un perro muerto en la calle.
Sus ojos reflejan 
el anuncio de Copec

(Raúl Hernández)

los chiquillos juegan a la pelota
apatotados refriegan el maicillo
pasan como bólidos
con las caras deshechas por el sudor
en sentido contrario al de los autos
que lentamente toman la rotonda 
pateando basura – piedras –
manotazos al aire

(Elvira Hernández)

Mi recorrido podría ser el siguiente: por el norte, mi tope es la Interzona.
Quizás hasta dónde llega, no lo sé. (…) Pues bien, allí el país se acaba.
El país ya no existe. Santiago es un invento de mucho más lejos (…)
de la Interzona al sur está todo quemado y lleno de basura.
Y la carretera, al lado. Abajo. Como una lombriz solitaria,
como una araña de rincón. Por eso Santiago allí se acaba. 

(Juan Carreño)

Las acciones cotidianas del día a día, el prepararse cada mañana para el lavoro, tomar el desayuno, encender el vehículo, iniciar el periplo de rutina, maniobrar por las calles y pasajes de la urbe y echar a andar la vida –o la muerte– constituyen aconteceres de toda jornada que, en el poemario de Nicolás Meneses, Manejo Integral de Residuos (Overol, 2019), se tiñen de un vértigo, de un vacío y soledad asociados a la precariedad de la existencia humana desde el primer verso y verbo que lo inaugura: friega, en tanto este andar –y no andar– constituye para el sujeto una friega y refriega constante, un restregar con esfuerzo la vida para subsistir: por un lado, el dolor o padecimiento físico junto con la pesadumbre y desazón que conlleva esta acción; y, por otro, la necesidad permanente de purgar, de sanear la existencia y depurarla, frotarla, eliminando todas sus máculas. Una ocupación cotidiana, en medio de un paisaje cotidiano –la urbe, sus recovecos y vericuetos–, tarea conocida y requerida por todos, pero que a pesar de ello su presencia fluye siempre en el borde, detrás de escena, desplazándose en los límites de la visión, de aquello que no queremos ver ni oír ni oler, un cuerpo enorme que se moviliza lento por los entramados claros y oscuros de la ciudad. El “CAMIÓN RECOLECTOR” (Meneses, 2019: 60) de residuos, consignado como tal en el verso que encabeza el último poema de esta entrega, el camión de la basura como se enuncia en el buen chileno y el triste olor que expele a su paso, olor a desperdicio compacto, gris y chatarreado junto con la vociferación apresurada del trabajador que cuelga del camión anunciando su llegada, por las calles del barrio durante la mañana, a mediodía, a pleno día y a todo sol: “Entra en el minúsculo pasaje / con más autoridad que la yuta / más alboroto que el repartidor de gas / buscando el alma de los perros / la luz de quien barre su lugar en el mundo / el niño que juega con tierra / y sonríe mirando una nube” (9).

La luz de quien barre su lugar en el mundo y la tragedia dispuesta en desfavor del sujeto que bajo total desmedro ha ocupado este lugar, el espacio liminar de quien apenas se sostiene de las barras en el extremo trasero del camión mientras este está en movimiento; el sujeto al límite de todo precipicio, con un pie flotando sobre el vacío, su vida expuesta, a la deriva, intemperie que alcanza el cubil de la conducción, la cabina delantera y la ilusión/evasión de manejar un reino a cuestas, como lento y viscoso caracol, de dirigir una vida que a sus espaldas, como extensión y columna del mismo ser, ha sido situada en el lugar del desperdicio, del residuo, al margen –barrido por otro–. Es la comprensión de la existencia humana como un desecho, proyección de la misma basura que se transporta, su indigna ocupación: “Hacemos la limpieza / a la velocidad del hombre / en un mundo que va / a la velocidad del consumo” (10). Bajo este marco, en Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Bauman expone a propósito del dominio de la periferia –de la interzona en la narrativa de Juan Carreño, la transformación de su antecedente en Burroughs– y de las almas que pululan, subsisten y mueren en ella:

La producción de «residuos humanos» o, para ser más exactos, seres humanos residuales (los «excedentes» y «superfluos», es decir, la población de aquellos que o bien no querían ser reconocidos, o bien no se deseaba que lo fuesen o que se les permitiese la permanencia), es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden (cada orden asigna a ciertas partes de la población existente el papel de «fuera de lugar», «no aptas» o «indeseables») y del progreso económico (incapaz de proceder sin degradar y devaluar los modos de «ganarse la vida» antaño efectivos y que, por consiguiente, no puede sino privar de su sustento a quienes ejercen dichas ocupaciones) (2005: 16).

La dolorosa precariedad que conlleva y constituye el lugar al cual ha sido relegado el yo es evidenciada en los versos de Meneses por medio de múltiples acciones habituales, gestos y movimientos comunes que se realizan cada mañana, cada tarde, cada anochecer, actos de sobrevivencia de un sujeto común y corriente y que, como tal, adquieren el tono y el color amarillento de la vida quebradiza que intenta levantarse y sobreponerse bajo las claves de una estética horrorosa como recuerda Berbelagua –“el perfume aguado, la tina de loza saltada en el patio (…) la desolación del verano a las tres de la tarde” (2017: 31)–; una sucesión de imágenes cotidianas que evocan el vértigo, el mareo de un estómago que resiste y/o está próximo a sucumbir en medio de la fragilidad, la miseria y la desprotección de lo que significa simplemente vivir como se puede y haber crecido como se puede: “Friega un poco de jabón en su cara / y remoja la yilet. Aún no amanece. / La llave al lado del medidor gorgorea / hacia el balde. Se mira en el espejo / rescatado de un lote de escombros / El vello flota en la superficie / los implementos sobre la lavadora. / Con la parte baja de su camisa / seca los restos de sangre / y vuelve a la cocina / a apagar la tetera” (Meneses, 2017: 7). La escena reviste el dolor de un cuerpo cortado que transita por la casa, no producto de la resaca de la noche anterior, sino de aquella a la cual ha sido sometido producto del sistema; un cuerpo molido, apaleado –“por dentro / está todo machucado” (12)–, el cuerpo-muerto que pertenece a un sujeto desprovisto, cuyas necesidades y derechos básicos propios de todo ser humano han sido arrebatados, desplazados desde el espacio de la dignidad perdida hacia un terreno hondamente baldío, el abandono profundo generado por un sistema mezquino –capitalismo, neoliberalismo, modernidad–, condensado y representado por medio de la metáfora de la basura, su trayecto y destino en la interzona, paraje oculto y olvidado tras la ilusión del progreso y la mascarada de la limpieza, su expurgación: “Pensar brevemente en el destino / cuando ya no se pueda esconder / más basura detrás de los cerros” (33). Es la vida en la población y pasajes apilados en los márgenes de la metrópolis santiaguina –la punta del cerro en la geografía e imaginario porteño–; alegoría de la ciudad y del espacio de trabajo –el camión, reducto de la industria moderna– como un solo dominio bajo el cual el sujeto es dispuesto y expuesto a la completa deriva y desprotección: 

Aplanar la basura con los pies 
para que caiga en el compresor. 
Mear sobre ella 
por no tener un baño cerca. 
Meter el cuerpo entero 
en las fauces metálicas
y entender que la máquina
no es un animal manso
que se calma con un hueso (17)

cuerpos apiñados en la cabina (13)

Con el agua de la pileta 
empapa el jockey (30)

Con el frío y pese 
a la tibieza ganada en la carrera
tose a media tarde 
esforzando la garganta. 
Hacia el suelo los gargajos 
huellas en las bermas (32)

Tirarme en el pasto de alguna plaza
almorzar en el pote plástico verduras
bebida y legumbres frías.
¿Cuántas horas podemos quemar
con un pucho recién prendido
en la boca húmeda? (33)

Tomamos desayuno en el camión 
almorzamos en el primer parque
que nos pilla (44)

La sangre seca de una población sometida
a la estática de los postes (34)

El sujeto sin lugar –más allá de la artificialidad del camión– que se detiene a comer y a descansar por donde simplemente el día lo encuentre; la existencia del hombre como vida de perros, de un andar deplorable y al margen, lejos de toda humanidad. En “Topografía de un desnudo” (1966) de Jorge Díaz, Rufo, el protagonista de la pieza teatral acontece desde su nominación –nombre y onomatopeya del sonido perruno– privado de su condición de hombre, confinado a una no-existencia en calidad de excedente, de remanente social; hombre-muerto en vida, antes y después de su deceso figural –el personaje se encuentra muerto durante toda la obra dramática; desde esta dimensión habla y guarda silencio a la vez–; sujeto que ha sido rebajado, en consecuencia, a la condición de animal, a quien han matado como a un perro, inhabilitado, transformado en cuerpo-muerto abandonado en medio del río/riachuelo que cruza y limita el sitio eriazo tomado por residuos humanos –vivir en el basural–, espacio por el cual erra su no-existencia: “Hay un muerto flotando en este río”, versa un poema de Óscar Hahn (2012: 78), la “sordina macabra” (Meneses, 2019: 40) que anuncia y va dejando el camión de la basura como estela invisible en el poemario de Meneses y que se extiende ampliamente por todos sus versos, por todos los pasajes de la población. En la obra de Díaz, la muerte del Rufo es impuesta y determinada en todas sus dimensiones por el sistema de control representado por la fuerza policial, dirigida esta por el empresariado, los medios de prensa y sus poderes fácticos a través de lo cual se reduce literal y simbólicamente al sujeto denigrándolo, remitiéndolo a la condición de inhumanidad/animalidad en base al arrebato de la palabra y del cuerpo expuesto a la intemperie –meter el cuerpo entero / en las fauces metálicas–, despojado de su voz: “¡Sácate la ropa! Toda la ropa, ¿entiendes? Te vas a ese rincón completamente en cueros. Cuando quieras pedir algo o quieras llamarme, ladras… ¿entendido? Si no ladras no vendrá nadie” (Díaz, 2010: 50).

En Meneses, el perro como animal acompaña al sujeto lírico durante gran parte del poemario, se pasea por los distintos versos como amigo fiel –Sogol, el “Guardián del Libro”, apunta Juan Luis Martínez en La Nueva Novela (1985: 148)–, compañero inseparable, presente siempre en el imaginario común al alero de quienes carecen de afectos y guarida: el perro detrás del amo, a la zaga, necesitado de cariño y de cobijo igualmente, vida perra marcada por la miseria y la ausencia, alegoría de la misma existencia paupérrima que arrastra el hombre.  De este modo, el perro acontece como el compañero fiel e integrante de la familia –o compañero de soledad–, guardián del hogar o de los frágiles espacios en los cuales se mora –“Tengo muchas cosas que hacer / antes que llegue la lluvia: / reparar el techo / limpiar las canaletas / armarle la casa al perro” (14)–; y, por otro, como aquel animal despreciado e indeseable que intercepta y ataca a los transeúntes en medio de la calle y la vía pública, que destruye y abre las bolsas de basura dando cabida al desparramo de la miseria y la inmundicia, las vísceras del hombre, sus sobras y entrañas volteadas en medio de la acera, expuestas a la vista y al juicio público, desperdicios humanos que extienden su vida y sus huellas a través de la podredumbre y el hedor. Son los perros que ladran violentamente y persiguen por metros al camión recolector de basura, sumando fastidio e irritación –hastío ensordecedor al oído y al ánimo– a la ya ingrata faena, el sentido de miseria manifiesto en la vida y experiencia animal: “Se rompe una bolsa mejor / dicho la rompe un perro en el / pasaje los desperdicios por el suelo (…) masticados o tragados de cuajo por unos / quiltros que poco les importa la limpieza de / la calle” (35); “Huasquean / a perros odiosos / que salen a perseguirlos / como en un canódromo / o a las ruedas del camión / que parecen ser / su más profundo / enemigo” (36); “ganas de apedrearlos como a perros” (41). Asimismo, el animal en la escritura de Meneses es también víctima del sistema en cuanto proyección del ser humano, sujeto desposeído y crudamente expuesto a la brutalidad de la vida moderna que lo aplasta, que lo aniquila irremediablemente del mismo modo que el camión a los desperdicios y desechos por medio de sus “fauces metálicas” (17); es el sistema cual trituradora que replica y reproduce las relaciones verticales al interior incluso de los estadios más descendidos del engranaje social: el sujeto subalterno por sobre el perro más allá incluso de la voluntad humana. De este modo, el hablante lírico enuncia: “todas las semanas atropella un perro. / Justo ayer íbamos detrás del camión / entrando a un condominio / y atravesó un caniche / ¡lo mató de un solo pencazo!” (12). 

Frente a la asfixia, la desazón y cierto dejo de resignación respecto de las condiciones y el lugar que el sujeto ocupa en el escalafón humano, condensado en el poemario por medio del reducto laboral –“¡Nadie quiere trabajar acá!” (44)–, acontecen en la obra de Meneses intersticios o puntos de fuga que posibilitan la sobrevivencia del yo, dados específicamente por los espacios que el mismo sistema ofrece para el esparcimiento y la distracción con el fin de hacer olvidar la zona de relego a la cual el yo es confinado, excluido por medio de dinámicas que dispone la sociedad de consumo. Es la ilusión de la fuga al volante del camión recolector de basura, el chofer atrapado por los barrotes de esta maquinaria industrial rodante y el progreso moderno que solo le permiten, no obstante, dar vueltas concéntricas al interior del mismo sector, de la eterna interzona por medio de sus estrechas y delimitadas callejuelas. La quimera de libertad se espejea, por ende, al mando del camión, el oasis que permite recrear el placer del trayecto al modo On the road (1951) de Kerouac, pero que sin embargo, a diferencias de las extensas y aparentemente infinitas carreteras, la calzada y derrotero se reducen en los versos de Meneses a los escasos metros que concede la periferia –o el centro–; es el choque y estrellones contra el muro, “contra los postes de la realidad” (Lira, 2004: 64), contra “los postes de cada vereda” (Meneses, 2019: 47), el encuentro con la animalidad non grata, perros y seres humanos que ladran al camión recolector. Los aparatos de la industria, la tecnología y el consumo, entre otros –la radio, la música, los audífonos, los cigarrillos, el acelerador del vehículo, la ventana abierta y el brazo quemado al sol–, constituyen los signos de una libertad y regocijo flanqueados, no obstante, severamente por la deshumanización del sistema: “Fuma un Latino, toca la bocina / y sube el volumen de la radio. / Pone primera” (8); “Trabaja con música en los oídos / cambia un tema repetido por otro (…) perseguido por los garabatos / que no alcanza a escuchar / pero sabe de memoria” (42), “Se pasan una calle / por ir muy atrasados, la gente / con las bolsas en las manos saca la madre” (19); “Sin estacionarse sobre rieles / monta la carga, sus pies son membranas / alcanzan cualquier pedal de freno / embrague y aceleración” (38). 

Bajo estas líneas, los espacios que se abren para el solaz de los sujetos se condensan y circunscriben bajo la lógica del evento recreativo institucional –el esparcimiento, el ocio, momentos de felicidad y jolgorio determinados y controlados por el mismo capital–: este es el campeonato de fútbol interempresa por medio del cual juegan, transpiran y se confrontan los trabajadores, cuales niños, engranajes de un sistema que los aquieta y modela sin más: “Este año los trabajadores de la empresa / quieren ganar por boleta a los de Carozzi” (25). La interzona, en este sentido, constituye en los poemas de Meneses una amplia cancha de futbol –todo es cancha versa la consigna de infancia–, reducto que oficia, no obstante, en razón de su doble pliegue: por una parte, seres humanos absorbidos, automatizados por la lógica del consumo a través de los cuales, sin embargo, se desprenden anhelos profundos –“imitan la voz de un personaje / famoso de la tele o un futbolista / y sueñan incluso con cambiar de pega” (31); y/o por otra, la cancha de fútbol –y la cerveza que acompaña– como verdadero espacio de liberación y subversión de un yo sometido que transciende, por tanto, los límites de una circunscripción prefijada así como el balón que traspasa los muros del estadio, que desestabiliza y golpea fuerte al rebotar. Es el sujeto volando, huyendo a la velocidad del juego y de la esfera esquiva cual cometa en ¡Arre! Halley ¡Arre! de Elvira Hernández (1986) y la subversión del orden impuesto, aun cuando aquello sea por un par de horas. “La jaula se ha vuelto pájaro / y se ha volado”, apunta Pizarnik (2019: 92), en uno de sus primeros poemarios (Las aventuras perdidas de 1958). Todo es cancha y los límites de una urbe y de una periferia que se borronean, que se deshacen por medio de la inversión y torcedura simbólica que constituye el juego y el alcohol: “Recuerda la cancha: sudor por el cuello / la pelota chuteada por encima de la pandereta” (29); “la pelota levanta tierra en tres cuartos de cancha / en la orilla los sénior cerveza en mano” (25); “pero igual nos alcanza pa unas chelas / que tomamos mientras suena la radio” (26). Desde esta perspectiva, la supervivencia y fracturas del sistema vienen finalmente de la mano, en el poemario de Meneses, del compañerismo, de las relaciones horizontales, de los placeres y las felicidades compartidas que fluyen en el espacio local, personal, como modos de fisurar, quebrantar los barrotes de la jaula que aprisiona a los sujetos. Esta horizontalidad, la camaradería y el disfrute de lo sencilla emergen entonces como el motor real que nos permite echar a andar, sobrevivir, en función del manejo integral de residuos que debe ejecutar cada día el yo, el manejo integral de sí mismo, la materialización de su propio resguardo, evitar el desmoronamiento completo como medida y forma de resistencia que le permiten sobrellevar la faena y volver íntegro cada tarde o cada noche al hogar, después de una demoledora y exterminadora jornada de trabajo frente a la cual debe sobreponerse, levantarse cada día aun cuando el entorno disponga su vida permanentemente en otra dirección, dando espacio a su propio y perverso manejo integral del otro. Frente a ello, la admirable no claudicación del sujeto en los versos de Meneses, su serena persistencia: “compañeros chistosos te tiran p’arriba / como la máquina de los peluches” (13); “Hay que seguir hasta el final / para que no se nos eche la yegua / llegar temprano a casa” (41). 

Valparaíso, Primavera de 2021

Portada de Manejo integral de residuos,
Nicolás Meneses (Overol, 2019)

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s