La manera de experimentar la realidad varía, eso es un hecho irrefutable. Sin embargo, parece haber consenso en que la lectura es una actividad que apasiona y crea nuevos anhelos. La idea no me pertenece, es de Patty Smith en sus memorias Éramos unos niños donde los recuerdos refulgen tras cada página que pasamos. Así, la narrativa de sus años de juventud está trazada como quien dispone piezas de arte con todo cuidado para construir una exposición mayor. Ese mismo elemento que podría ser nimio en la calle, Smith lo presenta con todo el boato y las luces de una parte esencial de la obra total: mostrar cómo terminamos siendo artistas. De aquella forma, los personajes de su vida, ya siendo buenos o malos, pasarán a ser elementos fundamentales del desarrollo artístico y creativo de los años 60 y 70 en Nueva York. En escena nos comparte sus anécdotas con músicos famosos en el Hotel Chelsea, sus noches en bares junto a los seguidores de Andy Warhol, las conversaciones con los cazatalentos de la música y el arte emergente y las interacciones que tuvo con todos quienes terminarían por modelar nuestro presente. Los recuerdos están teñidos de nostalgia y humor haciendo que perdonemos todo en nombre del arte: abusos, infidelidades, miserias porque “los nuestros fueron días y noches anárquicos, tan quijotescos como Keats y tan bárbaros como los piojos que pillamos”. Bajo el cedazo del arte, Smith nos pone en sintonía con el proceso creativo que lo perdona todo y nos invita a observar con esa mirada dulce de los padres para decir: “efectivamente, eran unos niños buscando una voz poética”.
Sin saber bien qué nos depara, la autora arranca su narración de recuerdos relacionados con Robert Mappelthorn desde sus años de juventud en Pensilvania, mucho antes de conocerle, mucho antes de reconocerse a ella misma como una personalidad llamada al arte. Es así como, desde las anécdotas familiares y las oraciones infantiles damos de golpe con el relato de un embarazo precoz, no precisamente porque fuera infantil, más bien porque, quizá con cierto purismo, la autora insiste en catalogarlo como “adolescente” aunque, para ese entonces, la niña ya tenía diecinueve años y estudiaba pedagogía en la universidad. La experiencia del embarazo se retrata con un desapego que pone en evidencia un celo especial. Es un territorio en el que la autora no quiere invitarnos a entrar, especialmente, porque la historia que desea relatar es sobre otro tipo de nacimiento: el despertar artístico e intelectual. Es gracias a esta nueva vida que Smith recibirá el impulso necesario para responder a su vocación: “La arrolladora sensación de que tenía un objetivo en la vida eclipsó mis temores. La atribuí al bebé. Imaginé que entendía mi situación. Me sentía totalmente dueña de mí misma. Cumpliría con mi deber y me mantendría fuerte y sana. Jamás miraría atrás. No regresaría a la fábrica ni a la facultad de magisterio. Sería una artista. Demostraría mi valía”. Insospechados son los giros de la vida, e insospechadas son las palabras que ese hijo tendría para su madre biológica si la hubiera llegado a conocer. Lo que sí sabemos es cómo el embarazo deja sus marcas y ciertamente no es solo piel la que se rasga. En Patty Smith la marca se convierte en un camino de una sola vía hacia Nueva York donde su vida se fundirá con el arte para encontrar nuevas formas de expresión.
La cantante y artista nos traslada a su vida nómada en Nueva York con Robert Mappelthorn con quien exploró el arte hasta los límites de la alegría y la miseria. Imaginándose un Rimbaud del siglo XX, Smith navega por las noches ininterrumpidas de bares, conciertos y recitales. La intensidad de la vida logra desplazar del calendario las fechas para marcar el paso de los meses con las sucesivas muertes de personajes públicos: John Coltrane, el senador Keneddy, Janis Joplin, Edie Sedgwick, Jim Morison, Jimi Hendrix, Andy Warhol y tantos otros. Smith nos guía en el despertar artístico y cultural de Estados Unidos hasta depositarnos, con toda delicadeza y madurez, a un costado de la más tierna despedida de su amigo Robert, una víctima más del SIDA: la narración de Smith no obedece a lo temporal, más bien, se enfoca en una secuencia lógica de emociones que fueron marcando el paso de los años.
Pocos son los eventos, muchas las personas y aún más la cantidad de sensaciones y recuerdos que se agolpan página tras página en Eramos unos niños. Pero así, con todo el recorrido vital de esta artista, somos testigos de un viaje hacia el interior de ella. Smith, sin importar los excesos y las dificultades de Nueva York, se nos revela como una mujer fiel a uno de sus primeros recuerdos de infancia: “Yo protesté con vehemencia y anuncié que no iba a convertirme nunca en nada salvo en mí misma”. En sus memorias, la originalidad de Smith se plasma como quien, mirando a través del agua, termina por encantarse con su propio reflejo en movimiento.
Observado las búsquedas artísticas de sus contemporáneos, Smith nos comparte sus propios movimientos entre las artes. Primero con el dibujo, con el cual demuestra su falta de talento, después con el teatro que abandona raudamente con la clara idea: “de que ser actor era como ser soldado: había que sacrificarse en aras de un bien mayor. Había que creer en la causa. Sencillamente, no podía renunciar lo suficiente a mí misma para ser actriz”. Por ello, se inclinará a la escritura intentando, con cierto éxito, encausar la emoción en una combinación limitada de caracteres. En el silencio de las teclas, Smith descubriría las limitaciones de esta forma para acompasar su arte a su movimiento vital: “no era una actividad suficientemente física”. El gran equilibrio llegaría con el entrecruzamiento de la escritura, la música y el teatro. Ella misma se refiere a su música en vivo confesando: “descubrí que en el escenario me sentía como en casa. No era actriz; no trazaba ninguna línea entre la vida y el arte. Era la misma dentro y fuera de él”. Quien se había declarado una devota observadora del proceso artístico terminará por revelarse en sus memorias como una artista plena, original e irreverente.
Smith es especialmente dura con su proceso artístico donde es posible sospechar que es una impostura dedicada al gran objetivo: enfocar la mirada en su amigo Robert, el gran artista merecedor del tributo memorístico de Éramos unos niños. A diferencia de Patty, el descubrimiento de las formas y del lenguaje estético de Robert culminaría con la fotografía: “Robert ya había definido su vocabulario visual. La nueva cámara no le enseñó nada, solo le permitió conseguir exactamente lo que buscaba”. Este quizá es el punto diferenciador entre ambos. Por una parte, ella se revela como una presencia en constante movimiento, perdida y encontrada en la nube de la sensación. Él, en cambio, se ilumina con el halo del arte por sí mismo, poseedor de un secreto oculto y superior que da seguridad y el conocimiento necesario para hacer arte de forma certera, pura y contenida.
Los movimiento vitales de cada uno son como dos notas musicales: se superponen algunas veces en sintonía y otras en contraste. La artista es generosa al intentar identificar su amistad con la alternancia de las figuras de la gitana y el loco, “donde uno creaba silencio y el otro escuchaba el silencio con atención”. Sin embargo, no debemos perdernos: mientras Mapplerthorn busca burlar la creación de Dios con LSD y nuevas formas de experimentar el mundo, Smith rechaza la alteración de los sentidos optando por una mirada contemplativa del silencio. Las creaciones y performances de Robert responden a la necesidad de encontrar un personaje con el cual modelar la vida para hacer de ella arte. Este gesto, tan propio de la violencia de su generación, llevará a muchos a transformar su vida en objeto estético para perderse en ella. Paty Smith, en cambio, mucho más cauta y respetuosa de sus limitaciones, se muestra como una viajera hacia el interior desde donde escucha los detalles henchidos de infinito. El conocimiento sensorial impulsa la expresión y el arte solo roza aquello que conocimos.
Cuando Robert Mapplethorn se obsesiona con una temática, con un lenguaje particular, vemos en la narración de Smith cómo también esta rozando el límite de una forma de experimentar el mundo. La vida encuadrada en una metodología, en una red de signos e imágenes, termina por anquilosarse en una ventana hacia el interior. Éramos unos niños tiene el mérito de tomar un recuerdo desde el sentimiento, desde la primera impresión, para decorarlo y trabajarlo con distancia hasta hacerlo profético. A veces olvidamos que la primera aproximación al arte se da desde la emoción y Paty Smith con sus memorias nos devuelve al centro de toda experiencia artística. A diferencia del gran artista que intenta ensalzar, Robert Mapplethorn, Smith se erige como alguien fiel a los movimientos y mutaciones de este contenido vital.
La exposición de estas diferencias y sintonías, gran triunfo de Éramos unos niños, nos lleva a meditar sobre la manera en que experimentamos la realidad. ¿Cuánto será lo que perdemos por mirar el arte como lo hace Smith? ¿Cuánto es lo que dejamos de lado cuando creemos que el arte es una certeza absoluta en un medio artístico? Éramos unos niños nos pone frente a frente la verdad de que el descubrimiento del lenguaje artístico está más del lado gris y caótico del balbuceo de los niños que del flash de una imagen ya acabada. Y observar esto, en una narración de lenguaje fluido y poético, es un regalo que deberíamos atesorar.
Sin duda el arte del análisis crítico, fluye por tus venas y lo poetizas con palabras que van dando sintonía a una melodía acuosa de viaje y placer.
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