En junio de 2019 se presentó la segunda edición aumentada de Desencanto General, por Ediciones Altazor, libro a estas alturas mítico de Alejandro Pérez (Valparaíso, 1954), que coincidía con el cumplimiento de ya treinta años desde su publicación original (1988).

Desencanto General es un libro señero y un tanto escurridizo dentro del repertorio de lecturas que, hoy por hoy, alguien podría enumerar; esto potenciado, de paso, por la especie de retiro del autor, que lo ha distanciado de la batahola del panorama poético actual —si hay algo por el estilo. Si bien los poemas aquí contenidos transitan de mano en mano durante los primeros años de los ochenta, fue recién en 1988 cuando tomaron forma como conjunto, bajo un título que ciertamente a Parra le hubiese gustado idear. La dedicatoria al libro es suficiente apostilla para constatar, desde una perspectiva anecdótica, este tránsito poético que se entrelaza con los abruptos de la vida: “Cuando saliste por primera vez en 1988 / ya llevabas diez años dando vueltas. / Floridor te saludó como un desencanto particular. / Veamos si alcanzas a general.” (Dedicatoria “Al libro”). Tal como delata la relación filial con el libro, podemos pensar en el afán de Pérez con su escritura, reflejo de un trabajo de largo aliento que considera la reescritura constante, el volver sobre las minucias y un manejo acabado sobre los alcances de su propia poesía, gesto que convierte al libro en un cuerpo estético apelable; esto viene a constatar la prudencia de su oficio poético que también atraviesa otras entregas como Expediente Sumario (1999) y más fuertemente Modelo Económico (2017).

Tres secciones conforman esta edición: “Musaico”, “Faunilegio” y “Cronofagia” (“Desorden de Arraigo”, anteriormente). Nombres significativos, pues los juegos de palabra asociados a ellos no son solamente de carácter lúdico; constituyen la llave para los principales ideologemas del conjunto. “Musaico” —mosaico de Musas—, por ejemplo, marca fuertemente la presencia de Eros, como aquella figura de Lesbia, aportada por Catulo, que reencarna en una misiva amorosa que no teme el roce erótico o intimista, sin por eso abandonar la expresión certera o de paso cayendo en lo meloso. Esta forma de relacionarse a través del desahucio amatorio, es también la manera en que la voz se enfrenta con el encierro y la soledad: un recorrido sobre la vida sicosexual y amorosa del sujeto poético que está reprimido por las condiciones sociales de la dictadura: “Cupido observa el bombardeo de La Moneda. / Juzga sus flechitas discontinuadas. / Ahora es un subversivo más que resiste / en la clandestinidad” (“Amor frente a la muerte” 49); y también la amenaza persecutoria del régimen impregnada en la cautividad del amor: “¿Y si vienen por nosotros? / / Esos libros comprometen. / Los discos también. / Las fotos. / Ciegos, sordos, mudos.” (49). En “Musaico” extrañamente aparece nombrada la Musa: “Galla, iba a nombrarte mi amante / y eternizar tu nombre en mis versos. / Pero eres la amante de todos. / Y ninguno vuelve a tu cama” (“A la manera de Marcial” 85). El genérico “galla” demarca más bien una pluralidad, es decir, una inestabilidad del vínculo sexual, explorando los juicios y desequilibrando el terreno de lo público a través de un lenguaje perfilado e impúdico.

“Faunilegio”, en su lugar, reitera el juego intertextual y también el de la metapoesía. En los “Comunicados”, por ejemplo, se concientiza impostadamente el quehacer de la palabra: las alusiones devenidas del florilegio para presentarse, más bien, como una colección de ferocidades, siendo la paráfrasis su instrumento: “La estrategia de la parodia / ha sido una buena aliada. / Una auténtica expresión de belleza / en estos días, condenada” (“Logística provisoria” 150). Aquí vuelve a ser patente la relación entre poesía y vida, cuando la anécdota se convierte en el sudario que encapsula una época: el retrato de las inquietudes y dificultades que encuentra en la escritura la única forma de alzar la voz, refugiado en esta “trinchera literaria” chilena, que lentamente se va transformando en un triste obituario. Aquí es donde la amistad aún traza sus líneas: Eduardo Llanos, Juan Cameron, Jorge Montealegre; pero sobre todo Rodrigo Lira y Armando Rubio, compañeros de juventud, quienes reciben su epitafio a la manera de Pound en “Los tres poetas”: “Helena, tienes nuevo hombre / y tres poetas hacen lo suyo. / El primero cae desde sus propias alturas / de un sexto piso. / El segundo corta sus venas en la tina / sin ninguna mujer. / Y el tercero te escribe un epigrama” (71).

“Cronofagia”, por su parte, asoma como un ajuste de cuentas con lo sagrado y lo profano, interpelados con un habla cotidiana en préstamos con el registro mayestático. Este explora, quizás, el último desencanto del hombre moderno: elabora un revisionismo trágico de los siglos, engullidos con la irreverencia de la memoria y la historia: “Tiempo devorador, insaciable, traga / cuanto sale a su paso / como el apetito irracional del poderoso / que es lo mismo. / Como sea: / la metáfora es horrible” (“Cronofagia” 285). Así, las voces se tiñen de un tono satírico sin tapujos frente a este territorio versionado y disputado a punta de lanza, condenado a una ontogenia circular, donde los pasos del hombre “Van dejando la estela”: “Sin escrúpulos / Sin sutileza / Sin asco / Sin Dios / Ni ley” (263). Frente a la desidia que esculpe a fuego sobre el tiempo, y frente a la devoción por la amnesia: “Se mantiene fresca la memoria / cuando cercas el recuerdo / con alambres de púas” (“Nemotecnia” 296).

A contrapelo del Canto General (1950) de Neruda, “el cuco de la tinta verde», la sensibilidad aquí explora el derrotero de una sociedad quebrantada en sus ilusiones, donde la modernidad ha atrofiado los intentos por hacer de este territorio una geografía construida bajo los designios utopistas que alguna vez (y hoy por hoy a cada instante) la politiquería prometió. El sujeto, por tanto, se configura desde el hastío generalizado que atormenta un período específico de la historia nacional y que ha venido desplazándose, sin que su fatiga pierda la sagacidad de la crítica. Es un discurso desde la negación o inversión de esas promesas sobre una sociedad mejor y en crecimiento, que al mismo tiempo se han encargado de macular y desgastar el lenguaje cuando han operado en función del poder o de cierta ideología. El descrédito de la palabra, en el que ha contribuido la implementación de un modelo económico mecanizante, ofrece la posibilidad de profanar las estructuras arraigadas desde la ironía, cuando los valores que sustentan y validan las creencias también se perciben hipertrofiados.

Rehúye, Alejandro Pérez, del mesianismo nerudiano que parodia: “Explico una sola cosita no más: / yo no vengo a hablar por vuestra boca muerta” (“Ckunsa, lengua atacameña” 351), a pesar de que prominentemente funciona como metonimia de un sentimiento generalizado. Lejos de asimilar el patetismo romántico-existencial de Neruda, se evidencia la insuficiencia de las formas clásicas para expresar el descontento emocional, entremezclando el lenguaje cotidiano con el acontecer histórico, más prosaico y antitético a la nobleza y mito poético que emana de Canto General. Pensemos en “Walking around”, donde el sujeto poético pareciera desvanecerse en dolor y letanía, y observemos el ejercicio (re)escritural de Pérez, agudizado desde el título, “Walking por ahí”:

Sucede que me canso de ser original. / No quiero para mí tantos honores /
muriéndome de pena por el dolor. / Me duele todo. /
Francamente me asusta mi sensibilidad. / Mi extraordinaria sensibilidad. /
Me duelen los dolores, las muelas. / Me duele un dedo, tilín. /
Me duelen dos, tolón / y sucede que me canso de ser original (153).

La escritura, al fin, termina por calibrar la situación urbana, marcada fuertemente por las restricciones propias de su tiempo (toque de queda, censura y autocensura), por el imaginario subjetivo asociado a ella y por la exploración de vertientes poéticas con certitud crítica y/o por los efugios del humor —negro, por lo demás. Los ademanes propios y más llamativos del lenguaje político son revisitados y presentados en su mojigatería con la acidez asertiva que evoca, camufladamente, el discurso devenido en moneda de cambio, desgastado y vaciado de sentido. Ese vacío es disputado por la palabra poética y lo recarga con la sátira propia que termina por sepultar su compostura. Por eso, quizás, Desencanto General siempre exige un juego de desconfianzas.

La tradición epigramática a la que responde se desenvuelve como un constante guiño cómplice a las figuras de Cardenal, Pound, Marcial y Catulo, quienes aportan lo suyo desde la imprecación corrosiva, cuando menos. Sin duda, su vínculo con ellos significa también una escuela en tanto la persecución de un lenguaje íntegro, exacto, que denuncia, al mismo tiempo, los avances de la banalización del ser humano ante la amenaza de convertirse también en un valor de cambio. Un dominio sobre la palabra que instaura un desvelamiento de la realidad. Limpieza, transparencia, austeridad verbal que excluye el retoricismo pomposo, como diría Armando Roa sobre Pound, aunque “No solo de Pound vive el hombre”: “y te lo celebro, Marceli, vecino / mas no puedo contenerme: / a falta de Pound / buenos son los Sandwiches de Realidad” (177). Es así como este estilo lo lleva a nombrar las cosas en su forma y sustancia, vislumbrando el menoscabo de los objetos histórico-materiales con un lenguaje punzante y sumamente ético. En las escrituras más próximas geográficamente, es indudable que su relación personal con Lira propicia —sin uno ser el catalizador del otro— esta desublimación que desajusta desde la desilusión y el absurdo, forjando tanto una ruptura como una insubordinación. Al mismo tiempo, Lihn resuena desde la capacidad intersticial y por qué no pensar en su propio “Canto General”. Sin embargo, guarda claras diferencias con este último. Pérez deja huellas y fisuras más sutiles en su escritura que le otorgan un matiz de desarraigo mucho más profundo, sumido en una sensibilidad errante o en una desiderata anquilosada.

Se da por entendida, hasta aquí, su frondosidad de alusiones literarias y filosóficas entroncadas siempre con el regusto autoirónico de la cultura popular o de su imbricación con experiencias personales. Este límite difuminado enriquece y complejiza lo que podría ser una broma fácil, como muchas veces se ha visto a Parra. Su nutrido intertexto le otorga una densidad atractiva y un tanto seductora. Una poesía en la que hay que asumir de antemano que el agotamiento es quimérico, pues esta subtrama se esconde retozada frente a nuestros ojos: “Cuando te arranques de mis manos, libro / te encargo seas muy transparente / en tus influencias. / Si no puedes, oculta” (“Liber, Liber” 168).

Llegado el punto, releer Desencanto General es doblemente significativo en nuestros tiempos. Si en su momento se encargaba de enrostrar, por medio del manejo retórico de la ironía, una verdad dolorosa, hoy en día sus reflexiones parecieran atender justamente al resabio de una herida que ha tiempo acumula el hedor de la abertura, en este país por siempre transiciendo:

Más que una nostalgia épica, entonces
la democracia fue una legítima aspiración.
Hoy es una utopía devaluada
por el modelo económico
y se diluye en el desencanto general (““Transición”” 357).

Desencanto general (Ediciones Altazor, 2019)

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