La siguiente traducción ha sido encontrada hace muchos años en la venta de un anticuario por uno de nuestros editores. Lamentablemente, la pequeña plaquette no acusa editorial ni traductor. A pesar de ello, hemos tenido el afán de compartirla, ya que se ofrece como una versión que nos permite volver a visitar la grandeza del límpido verso de Cendrars, antes de llegar a ese ritmo abierto que ya leeremos en trabajos como Prosa del transiberiano y de la pequeña Jehanne de Francia (1913) y en Panamá o la historia de mis siete tíos (1916). Ciertamente, como nos advierte Enrique Molina (traductor de Cendrars), la escritura de Prosa del transiberiano… antecede el tono que adoptará el crucial poema Zona de Guillaume Apollinaire.
Pascua en Nueva York
Blaise Cendrars
Flecte ramos, arbor alta, tensa laxa viscera
Et rigor lentescat ille quem dedit nativitas
Ut superni membra Regis miti tendas stipite…
Fornuta, Pange Lingua.
Doblega tus ramas, árbol gigante, afloja un poco
la tensión de las vísceras,
Y que tu rigor natural disminuya,
No separes tan bruscamente los miembros
del Rey superior…
Remy de Gourmont,
Le Latin Mystique.
PASCUA EN NUEVA YORK
Señor, hoy es el día de tu Nombre,
En un viejo libro leí la gesta de tu Pasión,
Y tu angustia y tus esfuerzos y tus palabras bondadosas
Que lloran en el libro, suavemente monótonas.
Un monje de antaño me habla de tu muerte.
Trazaba tu historia con letras de oro
En un misal, colocado en sus rodillas.
Trabajaba piadosamente inspirándose en Ti.
Resguardado en el altar, sentado con su hábito blanco,
Trabajaba lentamente de lunes a domingo.
Las horas se inmovilizaban en el umbral de su retiro.
Él, inclinado sobre tu retrato, de todo se olvidaba.
En vísperas, cuando las campanas salmodiaban en la torre,
El buen hermano ignoraba si era su amor
O si era el Tuyo, Señor, o tu Padre,
Quien golpeaba con tanto ardor las puertas del monasterio.
Yo soy como ese buen monje, esta noche me siento inquieto.
En el cuarto de al lado, un ser triste y mudo
Espera tras la puerta, ¡espera que yo lo llame!
Eres Tú, es Dios, soy yo; es el Eterno.
No te conocí entonces ni ahora.
Nunca oré cuando niño.
Sin embargo, esta noche pienso en Ti con espanto,
Sin lágrimas ni esperanza, como la pintó Carrière.
Conozco todos los Cristos que cuelgan en los museos;
Pero esta noche, Señor, Tú caminas a mi lado.
Rápidamente desciendo hacia la parte baja de la ciudad,
Con la espalda encorvada, el corazón lastimado, el espíritu febril.
Tu costado abierto es como un gran sol
Y alrededor tus manos palpitan de chispas.
Las ventanas de las casas están llenas de sangre
Y las mujeres, detrás, son como flores de sangre,
Extrañas flores mustias y feas, orquídeas,
Cálices derramados y abiertos sobre tus tres heridas.
Ellas nunca bebieron tu sangre recogida.
Ellas tienen carmín en los labios y encajes en el culo.
Las flores de la Pasión son blancas, como cirios,
Son las flores más suaves en el Jardín de la Buena Virgen.
Es en esta hora, hacia la hora novena,
Cuando tu cabeza, Señor , cayó sobre tu Corazón.
Estoy sentado al borde del océano
Y recuerdo un cántico alemán,
Que dice, con palabras muy suaves, muy simples, muy puras,
La belleza de tu Cara en la tortura.
En una iglesia, en Siena, en un panteón,
Vi la misma Cara, en el muro, bajo un cortinado.
Y en una ermita, en Bourrié-Wladislasz,
Está repleta de oro en un relicario.
Turbios cabujones se hallan donde debieran estar los ojos
Y los campesinos besan Tus ojos de rodillas.
En el pañuelo de Verónica Ella está impresa
Y por eso Santa Verónica es Tu santa.
Es la mejor reliquia que deambula por los prados,
Ella cura a todos los enfermos, a todos los malvados.
También hace otros mil milagros,
Pero nunca he asistido a ese espectáculo.
Quizá me falte la fe, Señor, y la bondad,
Para ver esa irradiación de tu Belleza.
Sin embargo, Señor, hice un peligroso viaje
Para contemplar en un berilo el grabado de tu imagen.
Señor, haz que mi rostro apoyado en las manos
Deje caer en ellas la máscara de angustia que me oprime.
Señor, haz que mis dos manos apoyadas sobre mi boca
No laman en ella la espuma de una cruel desesperación.
Estoy triste y enfermo. Quizá por Ti,
Quizá por otro. Quizá por Ti.
Señor, la multitud de pobres para quienes hiciste el Sacrificio
Está aquí, encerrada, amontonada, como ganado, en los hospicios.
De los horizontes vienen inmensos barcos negros
Y los desembarcan sobre los pontones, todos revueltos.
Hay italianos, griegos, españoles,
Rusos, búlgaros, persas, mongoles.
Son bestias de circo que saltan los meridianos.
Les arrojan un pedazo de carne negra, como a los perros.
Esta sucia pitanza es su propia felicidad.
Señor, ten piedad de los pueblos que sufren
Señor, en los ghetos hierve la turba de los judíos
Vienen de Polonia y son todos fugitivos.
Bien lo sé, te han procesado;
Pero te aseguro, no son del todo malos.
Bajo lámparas de cobre, metidos en sus tiendas
Venden ropa vieja, armas y libros.
A Rembrandt le gustaba mucho pintarlos en sus harapos.
Esta noche yo he regateado un microscopio.
¡Ay! Señor, ¡ya no estarás aquí. después de Pascua!
Señor, ten piedad de los judíos en las barracas.
Señor, las humildes mujeres que te acompañaron al Gólgota
Se ocultan. En inmundos sofás, en el fondo de los tugurios
Están contaminadas por la miseria de los hombres.
Los perros les royeron los huesos, y en el ron
Ocultan su endurecido vicio que se escama.
Yo desfallezco, Señor, cuando me habla alguna de esas mujeres.
Querría ser Tú para amar a las prostitutas.
Señor, ten piedad de ellas.
Señor, estoy en el barrio de los ladrones buenos,
De los vagabundos, de los pobretones, de los encubridores.
Pienso en los dos ladrones que estaban contigo en el Suplicio,
Sé que te dignabas sonreír de su mala suerte.
Señor, uno quisiera tener una cuerda con un nudo en la punta
Pero la cuerda no es gratis, cuesta veinte centavos.
Ese viejo bandido razonaba como un filósofo.
Yo le di opio para que fuera más rápido al paraíso.
También pienso en los músicos callejeros.
En el violinista ciego, en el manco que toca el órgano,
En la cantante con sombrero de paja y rosas de papel;
Sé que son ellos quienen cantan durante la eternidad.
Señor, dales una limosna, no el resplandor de los faroles,
Dales una limosna de muchos centavos, aquí, Señor.
Cuando tú moriste, Señor, la cortina se rasgó,
Nadie dijo lo que se vio detrás.
De noche la calle es como una desgarradura,
Llena de oro y sangre, de fuego y cáscara.
Aquéllos que habías arrojado del templo con tu látigo
Flagelan a los caminantes con un montón de fechorías.
La estrella que desapareció entonces del tabernáculo,
Arde sobre los muros en la cruda luz de los espectáculos.
Señor, el Banco iluminado es como una caja fuerte,
Donde se coaguló la Sangre de tu muerte.
Las calles están desiertas y se vuelven más negras.
Yo me tambaleo por las veredas como un ebrio.
Tengo miedo de los grandes trozos de sombra que proyectan las casas.
Tengo miedo. Alguien me sigue. No me atrevo a volver la cabeza.
Un paso que renquea salta cada vez más cerca.
Tengo miedo. Tengo vértigo. Y me detengo a propósito.
Un espantoso personaje me lanzó una mirada
Aguda, luego pasó, malo, como un puñal.
Señor, nada ha cambiado desde que ya no eres Rey.
El Mal se ha hecho una muleta con tu Cruz.
Desciendo los malos escalones de un café
Y heme aquí, sentado, ante un vaso de té.
Estoy entre los chinos, quienes como con la espalda
Sonríen, se inclinan y son atentos como figuritas de porcelana.
El negocio es pequeño, pintarrajeado de rojo,
Y curiosos cromos están enmarcados en bambú.
Hokusai pintó los cien aspectos de una montaña,
¿Qué sería tu Cara pintada por un chino?…
Esta última idea, Señor, primero me hizo sonreír.
Te veía en perspectiva en tu martirio.
Mas el pintor, empero, habría pintado tu tormento
Con mayor crueldad que nuestros pintores occidentales.
Hojas contorneadas habrían aserrado tus carnes,
Pinzas y peines habrían estriado tus nervios.
Te habrían pasado el cuello por una argolla.
Te habrían arrancado las uñas y los dientes,
Inmensos dragones negros se habrían arrojado sobre Ti,
Y te hubieran soplado llamas en el cuello,
Te habrían arrancado la lengua y los ojos,
Te habrían empalado en una estaca.
Así, Señor, hubieras sufrido la infamia absoluta,
Porque no hay postura más cruel.
Luego, te habrían lanzado a los puercos
Que te habrían roído el vientre y las tripas.
Ahora estoy solo, los otros salieron,
Me extendí sobre un banco contra el muro.
Hubiera querido entrar en una iglesia, Señor;
Pero no hay campanas en esta ciudad.
Pienso en las campanas mudas: -¿dónde están las antiguas campanas?
¿Dónde las dulces antífonas y las invocaciones?
¿Dónde están los largos oficios y dónde los hermosos cánticos?
¿Dónde están las liturgias y las músicas?
¿Dónde están tus orgullosos prelados, Señor, dónde tus monjitas?
¿Dónde el alba blanca, el amito de las Santas y Santos?
La alegría del Paraíso se ahoga en el polvo,
Los fuegos místicos ya no centellean en los vitrales.
El alba tarda en llegar, y en la choza estrecha
Agonizan en las paredes crucificadas sombras.
Es como un Gólgota de noche en un espejo
Al que se ve temblequear en rojo sobre negro.
El humo, bajo la lámpara, es como un trapo desteñido
Que gira alrededor de tu cintura, retorcido.
Por encima, la lámpara pálida está suspendida,
Como tu Cabeza, triste, muerta, exangüe.
Insólitos reflejos palpitan sobre los vidrios…
Tengo miedo y estoy triste, Señor, de estar tan triste.
«Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?»
-La luz que se estremece, humilde en la mañana.
«Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?»
-Trastornados blancores palpitando cual manos.
«Dic nobis, Maria, quid vidisti in via?»
-El augurio de la primavera tiritando en mi seno.
Señor, fría como un sudario se deslizó el alba
Y en el aire desnudó los rascacielos.
Ya resuena un ruido inmenso sobre la ciudad.
Ya los trenes brincan, braman y desfilan.
Los subtes ruedan y rugen bajo tierra.
Los trenes sacuden los puentes.
La ciudad tiembla. Gritos, fuego y humaredas,
Sirenas a vapor braman como aullidos.
Una muchedumbre afiebrada por los sudores del oro
Se atropella y precipita en largos corredores.
Turbio, en el enredo empenachado en los tejados,
El sol es tu Rostro mancillado por los escupitajos.
Señor, vuelvo fatigado, solo y muy melancólico…
Mi habitación está desnuda como una tumba…
Señor, estoy muy solo y tengo fiebre…
Mi lecho está frío como un ataúd…
Señor, cierro los ojos y golpeteo los dientes…
Estoy demasiado solo. Tengo frío. Te llamo…
Cien mil trompos giran ante mis ojos…
No, cien mil mujeres… No, cien mil violonchelos…
Pienso, Señor, en mis horas desdichadas…
Pienso, Señor, en mis horas pasadas…
Ya no pienso en Ti. Ya no pienso en Ti.
Nueva York, abril de 1912