La rueda que huye. Siete prosas

Cecilia Rubio

I. Vuélvete paloma

        Ahora que las palomas vuelan cada vez más bajo y las gaviotas estrenan su griterío sobre los techos, pienso que ellas se acostumbrarán antes que yo a anidar en las antenas.
        Ahora una paloma me pasa por el hombro, me pareció que iba directo a mis ojos, o es que voló tan bajo tan bajo que a mi hombro le dio alcance, o acaso buscaba un pequeño monte, una colina, una rama pequeña donde apartarse.
        Pero la paloma ni se inmuta al pasar por mi lado y no hay siquiera niebla.
        Ahora una sirena irrumpe en esta calle, algo o alguien se quema, algo o alguien se muere. Será por eso que los pájaros vuelan cada vez más bajo y no habiendo monte donde huir, mi ciervo confundido en la ladera no encuentra amparo.
        O acaso es la ciudad la que se dobla en una esquina y me clava las costillas y el riñón.

II. Y aunque la herida es mortal

      Subí la montaña, no había pájaros en la cumbre. Subí con chanclas, la cuesta era empinada y resbalosa, subí y caí, subí y caí varias veces. Cada vez me hería las manos y me golpeaba distintas partes del cuerpo, quizá necesitaba una cuerda.
       Pero seguí subiendo.
    A veces circundaba un monte y encontraba pequeños riscos, pequeñas piedras en que apoyarme. En realidad, no sé cuál es la cima, pero sigo subiendo. Tampoco sé cuándo me detendré. Quizás hasta que solo me queden harapos, esa sería una ceremonia perfecta de llegar y no llegar nunca.
       Perfecto sería hallar al ciervo descansando allá en la cima.

III. Apaga mis enojos

       Hoy encontramos al jilguero muerto, los hombres de la casa lo enterraron lejos de las garras de los animales algo domesticados que con nosotros viven o nos visitan por los techos.
      Quizá si creyéramos en algo entenderíamos por qué nos toca cuidar a los pájaros y enterrarlos cuando ellos se pasean por el suelo, como si no estuvieran hechos para volar y superarnos.

IV. Que yo sé bien la fonte

        Dos veces han encontrado a los suicidas encaramados sobre la pasarela, amenazando caer sobre los autos, sobre el asfalto duro, sobre los peatones.
       Las sirenas nos avisan y en altavoz nos piden favor no transitar, favor no interrumpir la ceremonia.

V. Ay, quién podrá sanarme

        Perfecto sería si mis pies en lugar de lastimados y enfermos hubieran sido ungidos por tu amor.
        Perfecto sería si en la noche oscura en lugar de cubrirme con tu manto me hubieras protegido de ella y de mí, y de ti.
        Perfecto hubiera sido lo perfecto.
        De haber sido algo como eso lo sabrían mis pies, si hubieras sido un Buda y no Dios.

VI. Variaciones sobre un caballo

Vivo a caballo de las urgencias. Él constantemente me apura. El otro día se torció una pata en una cuesta apenas empinada, porque también yo lo apuro. Le cubro los lados de los ojos para que no se distraiga, porque hay que llegar a cualquier sitio y el camino es angosto. No me gustaría tener que sacrificarlo como en los cuentos tristes.

Me gustaría decir que tuve un caballo en la infancia, pero no sería cierto; el caballo del que ahora escribo es el único que he tenido. Nos miramos con algo de desconfianza, pues él solo sabe apurarme, y yo le rasco el cuello, la cabeza, tratando de que sea más amable conmigo. Aunque, como he dicho, luego soy yo quien lo apura. Lo cierto es que no nos cuidamos lo suficiente, aunque no podemos separarnos.

Mayakovsky también escribió sobre un caballo, uno maltratado por un cochero. Y aunque no era mi país ni mi caballo, recuerdo a Mayakovsky por ese poema.

El niño le da manzanas al caballo, porque el cochero se lo dijo, que al caballo le gustaban las manzanas. Desde entonces, si le ofrezco una manzana me pide un caballo.

Me gustaría haber tenido en la infancia un caballo. Si hubiera tenido un caballo, seguro yo también lo hubiera perdido y escribiría sobre él como los poetas; lo traería de la infancia, porque de allí todo vuelve convertido en otra cosa.

Me gustaría haber tenido un caballo en la infancia, solo para tener ese recuerdo tibio.


VII. Un no sé qué

      Andar con estos pies, escribir con estas manos, leer con estos ojos, acaso sea una penitencia, como Borges ciego y Beethoven sordo.
      Escribir sobre dios y no creer en dios, como cuando Kafka quiere ser completamente indio, resueltamente animal.
       Buscar un sentido y no creer en el sentido.
    Crear las ceremonias, como cuando Tzinacan cuenta los pasos en su celda; descifrar las manchas del jaguar y no poder salvarse.
       Andar como sin pies, escribir en la tabla de aire, acordarte de Tiresias.
       Encontrar en los poetas las perfectas formas del decir.

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