Cuadernos. Fragmentos y notas
Selección
Ismael Gavilán
Previa
Estos fragmentos pertenecen a un libro en preparación que no está claro cuándo será publicado. Son fragmentos, notas y observaciones redactados entre los intersticios de textos de mayor extensión -ensayos, artículos- o como respuesta a lo que la lectura me iba suscitando en su transcurso espasmódico. En esta escritura, creo, no hay método, estrategia ni cálculo. Sólo el registro heterogéneo de esas obsesiones que emergen en los lapsus que el tedio y la voluptuosidad melancólica, dejan al aire libre con esa ingenua y anhelada idea de imaginar una liberación. Sería presuntuoso, además, decir que estos fragmentos son expresión exclusiva de una subjetividad cavilante o manifestación de algo personal. No, lo dudo mucho. Después de todo, las palabras hilvanadas acá, son también retazos de lecturas, asimilación inconsciente de derivas que no hayaron espacio en el transcurrir de un sentido preestablecido, como asimismo, señas un tanto desvergonzadas de lo que Blanchot alguna vez nominó como desastre, es decir, ese tipo de escritura que es lo que resta por decir cuando se ha dicho todo y se asume como ruina, desfallecimiento o mero murmullo. Por eso, no pretendo rumiar ni justificar nada. El cansancio es vasto y creo que mis nervios, como el de la mayoría de la gente de este pequeño y paradójico país, desdeñarían una enésima justificación del actual trasiego. Acá tampoco hay originalidad, menos aventura. A lo sumo una especie de salto en benji, pero al revés. Un vértigo a rebours un tanto insípido, pero necesario.
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Lo que más expone y deja en evidencia a un espíritu vulgar es advertir cómo rechaza y niega la mera posibilidad de sentirse decepcionado.
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¿A quién le puede de verdad preocupar o importar la poesía chilena que se regodea ahíta de sí misma en cenáculos críticos que no leen un poema hace años, en mediocres entrevistas seriales, en rankings varios publicados en facebook con supina autocomplacencia, en simpáticas “escuelas de escritura creativa”, anodinos “talleres territoriales” o es tendencia en alguna red social, si acaso puede tener acceso a libros maravillosos como Mecenas de Antonio Cussen o The Boston Evenning Trancript de Rubén Jacob?
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De un escritor/a rara vez o casi nunca me interesan sus “ideas”. Tampoco, si acaso sobreviven, sus pasiones -fragmentos opacos de experiencia-. Nunca, por misericordia, sus motivos. A lo sumo, su estilo, ese silogismo con el cual fue capaz de conjurar la sintaxis de su oculta vanidad o, lo que es lo mismo, su insistente desesperación.
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Es tan cierto y triste percatarse que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos.
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La poesía, sin duda, acompaña a la historia, pero ni la orienta y mucho menos la esclarece. A lo sumo puede volverse un delgado hilillo de conciencia respecto de su abismante y cruel contradicción.
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En la época de la sinrazón, el que va en dirección contraria a la masa, parece que huye.
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¿Existen amigos en la literatura? No exactamente. Mas bien gente con la cual uno ha decidido no pelearse.
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Un mundo sin misterio, sin enigmas, donde sólo reine lo indiferenciado y donde todos sean iguales, sería, sin duda, lo más parecido al infierno.
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Despiadado es el único adjetivo que viene a mi mente cuando entreveo que palabras como optimismo y utopía semejan dos ancianos que viven en habitaciones diferentes de la misma casa y que son obligados a casarse por sus nietos imbéciles que desean habitar en un hogar “decente”.
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Cada vez me interesa menos un autor: lo que hizo o dejó de hacer, lo que dijo o no dijo. Si acaso amó u odió y con qué intensidad. Si acaso sintió la locura, la soledad o la injusticia. Si fue un bribón o un santo. Mucho menos me interesa saber si apoyó al Papa o al Emperador, si fue güelfo o gibelino. Muy poco si creía para sí mismo o para el mundo de alguna imagen secreta del Infierno o del Paraíso. Simplemente me interesa porque impelido por la muerte, escribió. Y ese escribir, sin yo quererlo, me abruma y desasosiega. Una prueba de que podemos sobrellevar nuestros pesos interiores.
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Me resulta profundamente inquietante constatar que ser conscientes de nuestra incapacidad para ser indiferentes o cínicos, puede transformar nuestra vida en una pesadilla.
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En la novela no hay imbecilidad vacía que una buena y robusta sintaxis no sea capaz de redimir.
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El desafío casi imposible de cualquier escritor: vivir en el mundo, pero distante o escéptico de las concepciones que de él existen.
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La literatura no es reflejo, ni cobranza justiciera de algo, menos un doble de la vida. A lo sumo, puede llegar a ser una proposición sobre la vida.
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El hastío requiere una sintaxis continua, repetitiva, sin alteraciones, tal como el mantra reiterado de esa desnudez vergonzante que es el discurso colectivo.
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Para los viejos moralistas (Séneca, Montaigne, Schopenhauer) la filosofía “sirve” para un “buen morir”: aceptación de la finitud y serenidad ante la abismante desesperación de ignorar lo que acontece después de la muerte. La poesía, para los viejos poetas, pareciera ser que sirve para un “buen vivir”. Tal vez para transformar ese vivir. O como recordaba la amiga de Rilke, la princesa Marie Thurn und Taxis von Hohenlohe: para traer a un presente a punto de perecer, el sabor, el olor y el tacto de unas uvas perdidas en la inmensidad de la infancia.
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Un objetivo imposible de alcanzar, escogido por su pureza abstracta, capaz de conciliar las diferencias, superar los conflictos y fundir el género humano en una unidad metafísica, no puede cuestionarse, dado que jamás se podrá poner en práctica.
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La literatura es la mejor prueba de que la decepción y el hastío son ciertamente, hábitos cotidianos de los que no debemos sorprendernos y mucho menos enrabiarnos.
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Por supuesto que el mundo es mucho más complicado -y secreto- que nuestra pretenciosa habilidad de comprender.
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En la noche, el lenguaje es como el mar oscuro que se hace indistinto en su oleaje sinuoso y amenazante: aparente serenidad de los abismos que confluye en un atisbo de luz.
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La insipidez de ciertas palabras evidencia la presencia para nada envidiable de un dios mudo.
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En algún rincón de su escritura, Cioran señala que la profundidad de una inteligencia se calibra por la capacidad de sufrimiento que ha aceptado para adquirir sabiduría. En ese entendido cualquier conocimiento sin costo es irreal. Y por eso es muy probable que, en nuestra época, muchas cosas que admiramos como producto de mentes inteligentes, sólo sean la sutil evanescencia de gestos totalmente superficiales.
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En la profundidad del insomnio, los fantasmas no aparecen como tales, a lo sumo como transeúntes que vienen desde la derrota.
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Un poema es el deseo extático de una ausencia.
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Me causa un desdén casi infantil, leer y oír a quienes proclaman con gesto estentóreo la necesidad de quemar el universo y todo cuanto nos rodea con palabras reiteradas, predecibles y cargadas de ignorancia. En esos discursos, aquellas palabras no son fuego, menos una llama que ilumina o permite imaginar. A lo sumo, son un hielo insípido que golpea con brutalidad y aspereza, pero que no encienden absolutamente nada.
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Tal vez la poesía tenga que ver más con la soledad que con el espíritu gregario, con la meditación ensimismada que con gestos estentóreos.
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En tiempos como estos, la estupidez del mundo nos vuelve más lúcidos y, por ello, más solitarios.
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Para un poeta escribir en el poema una palabra que nunca o rara vez utiliza es rendirse a una irresistible y placentera violencia.
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Un ensayo genuino no tiene aplicación educativa, polémica, ni sociopolítica; es el feliz movimiento de una mente libre que juega.
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Cuando todos piensan igual y hablan lo mismo es que en realidad nadie está pensando y menos hablando.
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Un poema no explica, apenas indica. Un poema no justifica, apenas señala. Un poema no es útil, apenas sobrevive.
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Un libro es como un espejo: si un mono iracundo por más instruido que sea, se asoma a él, no puede esperar que se vea reflejado como un ángel de Rilke. Tal vez porque no existen palabras para hablar con esos monos iracundos acerca de la belleza, el sentido o la sabiduría. Quizás porque ya es bastante sabio quien se percata con recato que jamás podrá ser como un ángel al leer un libro.
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Afirmar o creer que la poesía se asemeja o incluso se identifica con el discurso de la sospecha no sólo es un equívoco grotesco. Es también la vulgar renuncia a eso que Coleridge llamaba la fe en una voluntaria suspensión de la incredulidad. Una fe engendrada por el juego, el lenguaje y el silencio.
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En una época que exige claridad, transparencia y desea “democratizar” y explicarlo todo, una época que cotorrea con la exposición, el compromiso y una cruel hipocresía, anhelo una literatura absolutamente opaca que niegue entregarse a sí misma.
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Un libro de más de cuatrocientas páginas de un autor vivo no debería publicarse por delicadeza, buen gusto y profunda compasión.
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Es mucho más que una cínica satisfacción saber para uno mismo que la falsa modestia es la más decente y noble de las mentiras.
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Dice mucho de nosotros el que nos embelesemos con las definiciones. Una prueba más que en nuestra relación con las cosas y la vida nos confesemos cínicos y superficiales sin saberlo.
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A veces he leído y oído a poetas que reclaman con pasión y pretensión la necesidad de una «poética materialista». Sea lo que eso sea, me deja en las cuerdas saber si quienes propugnan algo así, acaso poseen el hábito y no la excepción de leer poemas propios y ajenos en voz alta para advertir los matices tímbricos de la voz, si aprecian el profundo misterio de las pausas en la respiración y cómo eso afecta el ritmo y, a la larga, el fraseo del poema; si acaso distinguen la interacción sutil entre vocales y consonantes dentro del verso para efectos sugestivos de asociación sinestésica, si acaso pueden escribir un poema a lápiz sobre papel intentando unir ritmo verbal con ritmo cardíaco y éstos con el ritmo del pensar. O si como Nietzsche (y Yeats y Rilke y tantos otros) son capaces de concebir un poema literalmente «caminando» para luego «traducirlo» en escritura. En fin, esa materialidad de las palabras que constituye el nervio de todo poema ¿es la «materialidad» de una poética «materialista»? Porque si no es así y la cosa va por otro lado («las ideas») pues son mucho más platónicos de lo que ellos mismos sospechan.
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Jamás nos reconciliaremos con nosotros mismos y con la realidad si persistimos en creer que todo aquello que nos ha sido entregado sólo podemos verlo como una cruel imposición.
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Una de las cosas más atroces y descabelladas de nuestra época es dejar de concebir la esperanza como una serena virtud personal en aras de un mecanismo social que convierta en solución el ansia ancestral de controlar la naturaleza humana.
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Con el correr de los años, nuestras palabras dejan de ilusionarnos y devienen, en muchas ocasiones, sarcasmos que nos dirigimos a nosotros mismos.
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El encontrar el libro justo para el momento adecuado lo propicia el ángel de la biblioteca.
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Es muy probable que el poema sea un precario acto de restitución respecto de un habla que ya dejamos de hablar.
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Cuando un suceso inesperado nos hace felices es que muchas cosas secretas, dispersas, olvidadas y anheladas, han encontrado un punto de relación como nunca antes ellas mismas sospecharon. Después de todo, el azar es una variación imaginativa del método.
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La mejor manera de alejar de nuestra intimidad a cualquier impertinente es comentarle con una fría sonrisa el goce instructivo que hemos tenido de nuestros fracasos.
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El único privilegio que, como escritor, provoca en mi una ocasional, pero recurrente mea culpa, es creer iluso que hay páginas que puedo considerar como definitivas.
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Lo más cerca que he estado de una “solidaridad literaria” es haber imaginado un ensayo sobre el rencor.
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Me provoca una singular y morbosa curiosidad el silogismo que nos dice que si el poema es personal y si lo personal es político, pues todo poema tendría que ser político. Independiente de tomar en serio una candidez semejante, intuyo que en ese gesto hay una sobreestimación estilizada de creer que el poema manifiesta algo personal. Como expresa el viejo Eliot, tal vez la poesía no es dar rienda suelta a la emoción, sino que es un escape de ella, menos la expresión de lo personal, más bien un escape de la personalidad. Pero, naturalmente, sólo quienes tienen personalidad y emociones saben a duras penas lo que es desear librarse de ese tipo de cosas.
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Adosarle al poema una “verdad” con un tono de pope, comisario, iluminado, creyente o activista que cree saber hacia dónde va la Historia, ciertamente me causa una sonrisa burlesca. La misma sonrisa que emerge de mi rostro cuando alguien desea definir la poesía identificándola con esa misma “verdad”. Cuando lo que resulta de esa perorata es, a lo sumo, el mal ocultamiento de un rencor excesivamente infantil.
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La resistencia de las metáforas a la traducción, es decir, su necesaria inexactitud, es lo que indica la resistencia de la realidad frente a la teoría.
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Una vida sin un fracaso relevante, sin un misterio que proteger, sin una sospecha que nos intrigue no es una vida que seduzca mis anhelos de sentirme en paz conmigo mismo.
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La inveterada creencia de que el ser humano no sólo puede prever el futuro, sino que aún más puede dominarlo y hasta administrarlo es la mejor evidencia de la cruel vulgaridad que anida en cualquier espíritu optimista y que impera en nuestra época: su desconocimiento de la Iliada y del Antiguo Testamento muestran una ignorancia peligrosa.
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Preguntar, “¿qué es la música?” es un modo de plantear con otras palabras la vieja pregunta “¿qué es un ser humano?”.
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Quien rehúsa y niega la admiración en aras de buscar justificación en la “evidencia” merece, sin misericordia, ser señalado con la marca de la bestia.
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Una de las cosas más maravillosas de la amistad es percatarse de la gentil transparencia de defectos que uno jamás desearía para sí mismo.
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El desagrado o irritación que pueda provocar en alguien el que se utilice para la defensa de una cosa su belleza, evidencia sin duda la árida plebeyez del alma de quien se siente agraviado.
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Es doloroso, pero necesario advertir que en la mayoría de las ocasiones, la lucidez sólo es intercambiable por la renuncia a toda esperanza.
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Uno de los mayores signos -si no acaso el más grande- de barbarie y decadencia es la reiterada y persistente interiorización de cuanto nos rodea: el hecho de querer relacionar todo, sin ningún escrúpulo, con nosotros mismos.
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Entre la variada gama de seres humanos que habita este mundo, los escépticos, los perezosos y los estetas son los que más me simpatizan por sobre los eficientes, los exaltados, los culposos y los entusiastas. Simplemente porque no proponen nada, toman distancia de los prejuicios y son finos analistas de cualquier delirio.
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La música es vacía e indolora. Su gramática es oculta, simbólica y distante. La música es la mirada despectiva de un dios que sólo por curiosidad no deja de ser indulgente con sus tristes criaturas. La música sólo es en sí misma. Y sin embargo es la cosa más perentoria y necesaria que precisamos para justificar nuestra vida.
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Me interesa sobremanera una escritura correcta por sobre un autor correcto. La primera es antesala de un desastre sugerente cuando el estilo es desbordado desde sí mismo. Lo segundo es un especímen producto de nuestra sociedad actual que merece mi respetuoso desprecio.
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Frente a tanto inútil formulario instituido por el Ministerio de turno o por agrupaciones gremiales bien pensantes, tal vez sea sano abandonar de cuando en cuando nuestro cruel cinismo cultural que activistas de toda laya, sociólogos, periodistas y otras razas irridentas nos han inoculado: para un poeta y para cualquier artista, el aburrimiento es uno de los métodos más eficaces de investigación.
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Un libro aburrido. Una imagen aburrida. Un poema aburrido. Una persona aburrida: fastidiosamente transparentes.
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La desmesura de nuestros grandes poetas (Neruda y De Rokha) hace que cada 50 o 100 páginas encontremos intensidades que nos ciegan, que nos aplastan, intensidades que nos dejan fuera de nosotros mismos. Pero para encontrar ese éxtasis, con ellos hay que ser pirquineros pacientes, sin temor al cansancio o, lo que es más riesgoso, sin miedo a morir en un derrumbe que acabe con todo nuestro entusiasmo. Aquel derrumbe tiene nombre: hastío, queja, política, desprecio, iracundia, mal gusto.
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Mi lema y exigencia como lector lo tomo prestado del infalible Stephen Dedalus: silencio, exilio, astucia.