Manuel Espinoza Orellana fue un escritor y crítico literario chileno, nacido en Valparaíso que colaboró asiduamente con revistas y periódicos nacionales e internacionales. Mantuvo una comunicación epistolar con escritores tales como Humberto Díaz Casanueva, Ludwig Zeller, Pedro Lastra y Waldo Rojas. De formación autodidacta, sus textos críticos giran en torno a la escritura de diversos autores de distintas latitudes y contextos. Escribió ensayos, reseñas, críticas y comentarios sobre la obra de Diamela Eltit, Humberto Maturana, Enrique Lihn, Octavio Paz, Dürrenmatt, Marguerite Yourcenar, Juan Luis Martínez, Gonzalo Millán, Felix Guattari, Waldo Rojas y otros. Su producción ensayística considera rudimentos y fundamentos que van desde Michel de Montaigne a Roland Barthes, desarrollando un modo de entender el ensayo que piensa su propio lugar y estatuto, tal como el texto que presentamos a continuación.
Ante la casi nula circulación de su obra, hemos decidido compartir «Aproximaciones al ensayo», texto que abre su breve volumen «Quincena crítica. Aproximaciones II» editada por Altazor en Viña del Mar en 1985. El texto fue transcrito desde el original. Se han respetado el uso de comas propio del estilo de Espinoza Orellana y el uso normativo de la tilde respecto del tiempo en que fue escrito el texto. Sólo se han intervenido dos pequeñas erratas y el empleo de cursivas para títulos de las obras referidas a lo largo del ensayo.
Aproximaciones al ensayo
Manuel Espinoza Orellana
I
Un término, que en sí es una designación verbal, se hace visible de pronto estableciendo unos límites. ¿Qué ha pasado? Una forma impuesta adquiere la virtud de concitar dudas en torno a lo que presupone, y sentimos la necesidad de plantear una disyuntiva. Esta, es a su vez, la posibilidad de un reencuentro con la estructura que quizá, más que perdida esté inmersa bajo el interés de otras miradas. Y ese término que aparentemente nos atrae por la ambigüedad que nomina (y que nos agrada sentir en el desenvolvimiento de su polisemia), lo sentimos, lo descubrimos como una noción que grafica un modo de hacer y de sentir, o sea, nos muestra un discurso que debe o puede o tiene que ser de tal o cual manera. Pero en ciertas afirmaciones, esa estructura parece salir de otra al designarla, y ambas se anteponen como anillos que no se llegan a enlazar al modo como los malabaristas lo muestran en las sutiles destrezas de su arte. He allí entonces un concepto velado, forma de una negación que es, al mismo tiempo, afirmación.
No sabemos exactamente si es necesario referirse al ensayo en 1985. Si esta frase fuese una interrogante, detrás se manifiesta una mirada que constata el mundo como una globalidad fragmentada. Y es más bien esa mirada la que pone en nosotros este discurso. Y así vamos particularizando un espacio y señalando un modo de integración de las palabras. Pues éstas no hace más que reflejar el pensar, el que no tiene otro modo de ser visible que esencializarse en el lenguaje. Y esa unidad llena o nutre nuestros estados conscientes. Somos en tanto humanos una separación. ¿De qué? De lo que denominamos exterioridad. El mundo, al parecer, está allá afuera. «Afuera» es también una noción, remite a una huella que se nos escapa siempre. Nuestras manos, al palpar un hecho «real», rompen el éxtasis de la mirada y esfuman el vacío que nos permitiría soñar o adjudicar a ese hecho el sentido de su exterioridad. Las manos, anulan ellas el espacio, hambrientas de asir y hacer (¡Qué siglo de manos!… dice Rimbaud), y asignan a la mirada la función complementaria de guiar por la tortuosa superficie de lo consistente. Luego, exterioridad e interioridad tienden a perder todo énfasis situacional, y hombre y mundo parecen otorgar la ilusión de una férrea unidad, tras lo que se concluye -aceleradamente- que es inútil el esfuerzo de convertir el pensar en ideas (en sí, para sí y por sí), si éstas van a alimentar el fantasma de una creencia, por la que sentimos que nuestra presencia es un «dentro», y en él un vacío se está llenando constantemente de mundo.
Pero ese «afuera» es un signo lingüístico, parte necesaria de un sistema de signos que la experiencia ha fundado, y que una convención social mantiene temporal e históricamente. Así, «afuera» pone en nosotros la noción de «salida a» y por lo mismo de «posición» y de «trasposición» de un límite que puede separar la oscuridad de la luz. El hombre ha fundado una dimensión, hiriendo lo que naturalmente fue superficie (comenzó a serlo conscientemente con la nominación). La hondonada, la caverna, el seno profundo del mar se introdujeron en el hombre y horadaron su propio espacio. El ariete de esa horadación es sin duda el lenguaje. He allí una función que el tiempo hace sospechosa, pues la claridad debía tornarse sombra. Nominar es un acto de lenguaje, pero en la lengua el signo es esencialmente arbitrario (Ferdinand de Saussure, Curso de Lingüística General). Un significado requiere de un significante que, en esencia, puede variar, y de hecho varía en las distintas lenguas. Por fuerza, entonces, todo lenguaje reclama una penetración, la violación de su superficie visible para descubrir los sentidos que una tendencia voluntariamente le impone.
Es a través de su lenguaje que el hombre se ahonda. Quizá esto sea nada más que una imagen, y convenga señalar que tras ella está la idea de que el hombre estructura su pensar, lo fragmenta, lo convierte en ideas que confirman una separación de la exterioridad, aunque se piense que puedan surgir de ella, y fundan el recurso de la vigilia mental que es una forma de vacío «interior», en que el dinamismo del pensar es impulsado por una voluntad de búsqueda. Esa búsqueda es, en esencia, el descubrimiento de una estructura de lenguaje, por la que el pensamiento se clarifica a sí mismo y deshace su condensación amorfa. El equilibrio/desequilibrio constante del proceso reflexivo, permite el deshacer y hacer contínuo de los pensamientos, tarea que el hombre realiza en la «interioridad» conquistada de su conciencia. Por ello, podemos repostular el sentido acerca de la reflexión como un proceso profundo de creación, tanto en el ámbito de lo cotidiano, como en el de la profesionalidad pensante. Y esta parte de nuestro discurso tal vez sea el fundamento adecuado, de lo que en la segunda diremos sobre el ensayo.
II
Cuando en el siglo 16, Michel de Montaigne (1533/1592) cobra conciencia de la estructura inclasificada e inclasificable en ese instante, en que se manifiestan sus escritos, los publica bajo el título de Ensayos (los dos primeros en 1580 y el tercero en 1588). ¿Podría decirse que Montaigne fundaba un género? Es posible. Sin embargo puede proponerse también como el descubridor de una estructura escritural, transitada, inconcientemente, por otros escritores con anterioridad. Fray Antonio de Guevara (1480/1545), por ejemplo. Sus Epístolas familiares y otros escritos, tienen la amenidad de lo cotidiano, mezclado con la aventura de lo imaginativo y la erudición propia del renacimiento. Y así, otros que con anterioridad a Montaigne se clasificaban bajo la noción general del trabajo filosófico.
Sin embargo el mérito más resaltante que confiere a Michel de Montaigne el carácter de instaurador del género, reside quizá en su actitud ante el acto de su propia escritura. Ese sentido de atribuirse la identidad con el verbo, por el que se inscribía a sí mismo en su opinión sobre el mundo. ¿Quién era él sino el sujeto en el que el lenguaje emergía como esencia reflexiva, como entidad en la que el mundo se insinuaba para una búsqueda y una inscripción? Allí estaba ese discurso, asistemático e inconclusivo, impulsado por la pasión inquisitiva de una mirada que veía en las cosas formas incompletas sin el asedio del pensar. He allí entonces el ensayo, un sistema de interrogaciones y un juego circular de acercamientos que plantean respuestas que suscitarán siempre otras interrogantes. Es el acosamiento pasional, al hermetismo de un sujeto cuya atracción reside en el cortinaje de las palabras que, al individualizarlo, esconde su ser.
De un modo circunstancial se había particularizado una forma, y, podría decirse, -para no herir la piel de los irredentos taxonomistas- nacía un género literario.
¿Qué era entonces el ensayo? Abordamiento, intento de someter un tema al acoso de la reflexión, establecimiento de un sistema múltiple de relaciones cuya integración está determinada por la necesidad de llegar o aproximarse ontológicamente al fundamento que hace de las esencias totalidades aparenciales. No es ciencia, ni filosofía ni literatura, pero todas pueden poner en él su imagen, en tanto el sujeto de todo acto de conciencia es el hombre. Si todo conocimiento acerca de por qué el hombre piensa es apenas una sospecha, la facultad de pensar que ejerce el ser humano no tiene otro límite que el de la voluntad individual. Luego, las formas del conocimiento no tienen límite, si éste es el resultado del ejercimiento de una facultad universal, actividad en su base por el asombro, la duda y la pasión.
Pero el ensayo no es un modo de conocimiento concreto, objetivo, erudito, ni información taxativa sobre un sujeto temático, es una hermosa aventura del entendimiento y una presencia que ilumina el todo hasta hacer visible en ensamble de sus módulos. El ensayo puede instigar a la ciencia a una revisión de sus esquemas, y no es raro que los conocimientos adquiridos entren en interdicción. He aquí, entonces, el ensayo, un acto de ambigüedad probada como virtud elocuente. El discurso asume en ese espacio la libertad que la conciencia humana reivindica para sí. No hay introspección intelectual sin imaginación. El acto verbal organiza el juego de los signos y crea sistemas en la superficie del texto, pero queda allí urdida la trama de un revés que por fuerza ha de topolizarse. Es una expedición que anula o enfatiza la presencia de las certezas. Por eso el tema de un ensayo es siempre una idea, un pensamiento que la historia ha inscrito reiteradamente en el desplazamiento de sus formas textuales, visuales o auditivas. El ensayista ejerce libremente su afán disgregatorio, concibe la arquitectura de sus signos sobre las ruinas de un pensar cuyos fragmentos han quedado dispersos en una variable de exploraciones múltiples, y ve, en su conciencia, una representación de esa dispersión, miles de páginas están allí convertidas en un conjunto de formas, desmoronadas siempre, roídas por la incertidumbre, pequeñas piezas que al lenguaje pone en movimiento hasta lograr la estructura de una imagen irreconocible. De modo que si la formulación de las constantes de sus relaciones, al ensayo muestra que el pensamiento puede estar fuera de esos límites y crear, asociando indefinidamente los signos en el espacio de sus diferencias, por manera de probar la arbitrariedad constante de la relación entre el significante y el significado (Saussure. C. L. G. Ed. Losada 1945).
III
Relativizando la afirmación, digamos que hasta no hace mucho el esquema de clasificación de los géneros mantenía al ensayo en los marcos de una definición considerada clásica. La estructura que Montaigne propuso, remontó el tiempo siendo confirmada, y, aún podría decirse, asumida con entusiasmo por quienes vieron en ella el atributo de una ambigüedad fructífera: era la libertad en que la imaginación podía abrir rutas a lo desconocido, al mismo tiempo que relativizaba, haciendo más flexibles las nociones esquemáticas de epísteme, imposibilitadas de fijarle unos límites precisos. Además, según comentamos en la segunda parte de nuestro discurso, examinados los trabajos de los pensadores griegos y latinos, puede constatarse que muchos de sus textos considerados como filosofía, son esencialmente juegos de opiniones y modelos reflexivos exactamente definibles en la estructura del ensayo.
Es, digamos, que en la segunda cincuentena de este siglo, y acaso por influjo del desarrollo tecnológico, las formas del pensar intelectual comenzaron a ser interferidas por un reclamo masivo de informaciones concretas. El desarrollo del conocimiento científico, al extender su espacio de operaciones, abarcaba y esclarecía zonas de lo humano que antes había concitado el poder conjetural de la reflexión. Los sistemas de relaciones en el mundo y en el hombre se hacían menos densos para una comprensión racional y toda problemática comenzaba a reclamar un complejo situacional de respuestas formuladas por un saber objetivo. El enfoque metafísico retrocede frente al resultado positivo del método científico. Y en el espacio de la escritura, deja de valorizarse el espacio ambiguo del ensayo, anteponiéndose a él el estudio circunstanciado e informativo, transmisor de un conocimiento concreto, cuya inmediatez dispense de esforzarse en acceder a un primer nivel de lenguaje para obtener su sentido. El paralelismo entre esta estructura del discurso informativo y el ensayo comienza a ser parcialmente negado privilegiando la imagen del primero y aplicando su modelo a la calificación de la validez del ensayo.
Si pensamos que sólo un conocimiento real dará cuenta de la presencia humana, y absolutamente no la metafísica, es posible que estemos extrapolando y escindiendo una perspectiva que, puesta ante nosotros, reclama una opción contumaz, que el ser humano, en la absurdidad de su presencia está negando. Es que su imagen se va haciendo más de dudas que de certezas. ¿Dónde está, históricamente, la explicación del hombre que al hacerse concreta en integridad le haya dado felicidad para siempre? Si la felicidad es una quimera, lo es porque el hombre está obligado a inventar su vida para disolver la nada, y en el espejismo de sus invenciones las certezas son siempre transitorias. Si su destino es deshacer constantemente el vacío que regresa, es vano privilegiar un camino ante los demás. Más bien, podríamos acordar en que el pensamiento es ilímite y constituye una exploración inédita permanente.
Pero nuestro tiempo (ese lugar común), enfatiza el descubrimiento de la facticidad. Conocer los actos en que el hombre está empeñado integralmente (es el planteo), es conocer también al hombre, pues allí, sólo allí está su esencia. ¿Y en qué se empeñan realmente los hombres? En realizar los programas que les son inscritos en la conciencia por la propaganda y los aparatos publicitarios perfeccionados por el conocimiento concreto.
La erudición, que la historia había mostrado como una base de conocimientos condensados en una síntesis al interior de la sabiduría, y que ésta rebasaba, en el sentido de esos conocimientos se tornaban desconcertantes sin una conciencia que los evaluara desde la presencia humana, se constituyen hoy en una prueba de eficacia en sí mismos en su latitud procesal. Las ideas, formas de la unidad pensamiento-lenguaje, emergentes del poder imaginativo y de la libertad de conciencia (acción de la lengua corroyéndose a sí misma, despojándose de toda partícula de institucionalidad, y esforzándose en ser la medida de su propia, inestable y precaria imagen transitoria), es relegada en nombre del poder de un cientifismo cuya imagen -la historia lo muestra- está destinada a un eterno desmoronamiento en la morosa conciencia de un sujeto que jamás se detiene, y que vive sus hierros y sus aciertos con igual desazón.
Sabemos que hay un juego imaginativo del concepto que tiene ocasión en la fragmentidad de todo pensar. El conocimiento es un modo de la mirada, un color que tiñe imperceptiblemente la silueta del mundo, ¿es acaso permisible hablar de nivel? pero todo nivel es rebasado o se hace inalcanzable, y se da una comprobación dispuesta a caer en el deshecho, en la escoria que el tiempo, fantasma él mismo, pulveriza en la sombra de su mirada. Al fin, ¿qué se pide al lenguaje? Roland Barthes, dice en sus Lecciones, que el lenguaje es el poder supremo, no hay un más allá, una exterioridad del lenguaje, todos estamos cogidos en él, es la opresión y la represión, el sujeto está condenado a definirse en él. Queda entonces, la libertad de la escritura, la rebeldía de lo literario, la pasión del juego desconstructivo y constructivo del texto. Y es allí, donde el ensayo, esa ambigüedad iluminante, convierte el pensar en la expresión de su constante movimiento, que, en verdad, es hacerse cenizas para renacer. Nada hay tan imperecedero en la vida del hombre que reclame un índice clasificatorio de imposición eterna. La única imposición ineludible para el ser humano es el lenguaje, y por ello, es reclamable y justificable la traición, la violación de sus preceptos exteriores. Si el lenguaje es imposición, la lengua, en cambio, reclama ser alterada, transformada, convertida en texto por la escritura, el que en sí será siempre otro que el mundo y la vida, aunque, paradojalmente, pretenda reflejarlos.
De esa manera, como la proponemos, parece que el ensayo no es comprendido en nuestros medios continentales, o ha dejado de ser comprendido así. Se reclama de él una estructura instrumental, reductor permanente de un conjunto de informaciones cuya multiplicidad pareciera enriquecer la calidad del punto de vista, y evitando a la vez que, el autor, trascienda el esquema objetivo de un procesamiento de datos. Evitar la subjetividad, como si ésta no fuese el soporte de lo objetivo. La exterioridad se hace objetiva por la conciencia, es pensar «encarnado», diseño que el lenguaje traza introduciendo las analogías y descubriendo las correspondencias universales. Todo objeto es así «Subjeto», y éste último es, podría decirse, el tiempo de su existir, que es el de la revelación de su esencia. El ensayista es así, otro que el paradigma del bricoleur, ese eslabón que unifica, exalta diferencias y reduce el sentido de una o varias obras a la microsíntesis de sus citas, perturbando con frecuencia notoria las significaciones totales de éstas.
mayo, 1985.