La oculta felicidad de las cosas
Ismael Gavilán
I. Penderecki
La primera vez que oí hablar del músico polaco Krzysztof Penderecki fue en 1990. La hija de una amiga de mamá, una chica un par de años mayor que yo, acababa de entrar a estudiar música en el Conservatorio. Mi odiosidad adolescente debió haber sido terrible, pero tal vez no tanto como para no conversar de modo espasmódico con ella que se sonreía de mis gustos musicales que tenía hasta ese instante. Gustos en todo caso entre excéntricos y provincianos: podía discurrir con petulancia las razones, motivos y versiones de tal o cual sinfonía de Beethoven o señalar datos biográficos de Wagner o Mozart a la luz de las sendas series de TV que, en buena hora, se habían transmitido como “franja cultural” en la anodina televisión de la época. El asunto es que un buen día, estando esta chica de visita en casa junto con su madre, esperó el momento propicio en que nos encontráramos solos y me lanzó una batería de comentarios, sugerencias y críticas respecto de mis anquilosados y autoritarios gustos musicales. No recuerdo a ciencia cierta cómo reaccioné, pero es muy probable que con mucha solicitud, vergüenza y obediencia. ¿Qué me recomiendas oír? Debí haberle preguntado. No tengo ahora en mente su respuesta, pero sin duda con esa voz muy de ella, entre dulce y firme me respondió: “Penderecki”. Fue así que en las próximas semanas, muy generosa y con una dedicación que me dejó embelesado, me hizo llegar varios casettes grabados en el Conservatorio con dos piezas que me dejaron dado vuelta: “La pasión según San Lucas” y el “Réquiem polaco”. Sin aderezos, con intensidad y sin cálculo, esa fue mi entrada a la música del siglo XX a los 17 años. A veces llevaba al colegio —aún estaba en 4° M— un “personal stereo” con esos casettes y mientras mis compañeros hacían su educación sentimental oyendo Los Prisioneros o Soda Stereo, yo pasaba los recreos escuchando el “Réquiem polaco” con los nervios de punta. Un universo sonoro impensable. La música de Penderecki a partir de aquel momento se convirtió en parte fundamental de mi mosaico de educación juvenil junto a poemas de Rilke o pinturas descoloridas de Eduard Munch que podía encontrar en viejas enciclopedias. Con los años el Penderecki que más me ha atraído es ese músico de los años 60 y 70 con aquellas piezas impresionantes como son “Treno a las víctimas de Hiroshima”, “Anaklasis”, “De natura sonoris” o su Sinfonía nº 1. Contemporáneo de Pärt, Rhim o Schnittke, Penderecki es parte fundamental de la música de fines del siglo XX y de principios de este. Más de una vez pensaba que al oír su música, él estaba vivo. Algo curioso si uno piensa en Mozart o Bach como seres fabulosos perdidos en el tiempo. Pero Penderecki no, no estaba muerto, aún más, en el instante en que por cualquier motivo, ponía su música, me daba cuenta que no era la de un ser fantasmal extraviado en ese océano llamado “eternidad”, sino que era la música de un ser humano de carne y hueso que estaba haciendo clases, comiendo o viviendo en un país lejano llamado Polonia. No sé por qué razón, ese pensamiento hacía sentir como “mía” aquella música. Quizás su inmediatez se sintetizaba en algo muy simple: compartir con un contemporáneo. Ahora que ha fallecido a los 86 años, una montaña de recuerdos adolescentes se me viene a la mente: desde la impresión casi fantasmal de terror que me provocó oír el “Réquiem polaco”, hasta esa comparación entre sagaz y odiosa del “Treno por las víctimas de Hiroshima” con el “Oratorio Nagasaki” de Alfred Schnittke. Pero sin duda, el recuerdo más querido es volver a recrear en mi imaginación la primera ansiosa caminata que va desde la casa de mis padres a la de esa chica, luego de nuestra conversación, en pleno otoño, en abril. En calles y veredas alfombradas con un dorado tenue me veo a mí mismo, dirigir mis pasos, entre circunspecto y expectante, esperando saber cómo era esa “nueva música”, creyendo que, con eso, y la dulce voz de ella, tal vez podría ser feliz.
II. Tardes de cine
El encierro a que nos obligan los tiempos actuales (peste y violencia mediante) trae, sin duda, imágenes y fantasmas del pasado que invaden sin misericordia este presente opaco. Un encierro que no tiene nada que ver con la necesidad de apuntalar informaciones desquiciadas sobre el estado del mundo, sino más bien establecer vínculos imaginarios, memoriosos y vitales con lo que Mario Praz llamaba “la casa de la vida” cuando, dentro de nosotros, de forma callada y persistente, el reloj de arena escancia grano a grano esos instantes que se han vuelto irrecuperables, pero que son parte de nosotros mismos. Ayer fue miércoles y recordada otros miércoles de una vida que era mía en el horizonte de un reflejo difuminado. Recordaba otros miércoles, como por ejemplo, aquellos cuando la entrada al viejo Cine Arte estaba rebajada y era para mí y un puñado de amigos, una escala necesaria en el recorrido cotidiano de la antigua Viña del Mar. Entre librería Altazor, el café Samoiedo, la trattoria Panzoni, la disquería Casamar o la fuente de soda Cevasco se articulaban las coordenadas de un tono vital despreocupado, curioso, dialogante, bromista y melancólico. Un tiempo sin tiempo que invitaba a especular con una dócil y tímida cuota de ironía sobre los devaneos de nuestras palabras y nuestras imágenes. Sí, efectivamente, los miércoles el viejo Cine Arte tenía sus entradas rebajadas y para varios era un día esperado para ver esas películas que los agónicos cines de la zona, y menos la estúpida televisión, jamás darían. ¿Cómo no dejar de recordar el ciclo dedicado a Istvan Szabó de cuyo Mephisto y de la magistral actuación de Brandauer quedé prendado para siempre? ¿O de las delirantes y surrealistas películas de Ken Russell dedicadas a Mahler, Lizst y Tchaikosvsky? En otro plano, la severidad barroca y decadente de Visconti en Muerte en Venecia o de trágica semblanza en La caída de los dioses dejaban, sin duda, pasmados los sentidos y convulsa la mente. Pero ni el frío cruel de mayo, ni la inquietud de los inminentes exámenes de fines del semestre eran obstáculo para el rito semanal que taladraba el ánimo y me sumergía en imágenes de belleza, crueldad o fantasía. Recuerdo dejar de ir a clases en Sausalito —tediosas clases— en aras de la redención que significaba ir sin almorzar y con las monedas más que contadas, al encuentro más anhelado de la semana. Entre 1990 y 1995 debí haber visto decenas de películas. Pero más (o menos) que un conocedor concienzudo, ir al Cine Arte todos esos miércoles de forma puntual y rigurosa a las 15.00 hrs era saltar del mundo gris de la provincia al mundo surrealista de los encuentros imposibles. Por eso la pedantería de algunas personas cercanas me fastidiaba. Que el año, que el director, que el gesto tal o cual, que la luz en tal escena… pamplinas… para mí era el rito de entrega al placer más inocente y culpable que pudiera haber habido. Goce e intensidad.
Ayer que fue miércoles, recordaba otra vez qué habría estado haciendo un miércoles hace ya tantos años. Y pensaba que con una pizca de buena suerte, habría renunciado gustoso a mis aburridas clases en aras de haber ido a esa vieja y fría sala de cine para dejarme sorprender por lo que fuera. Y ese miércoles, si todo iba bien y acaso Dios era generoso, me habría estado enamorando perdidamente de Bárbara Sukowa cuando interpretó a Rosa Luxemburg en la película de Margarethe von Trotta o me habría, por enésima vez, extasiado en la belleza de Dominique Sanda que, para muchos y para mí especialmente, será ahora y para la eternidad, nuestra única y bien amada Lou Andreas Salomé en la inolvidable película de Liliana Cavani.