La Broma infinita: sobre la experiencia lectora deportiva
Alexander JM Urrieta Solano
He terminado de leer La Broma Infinita y me siento sumamente agotado. Experimento una satisfacción ambigua que no puedo contener por la cantidad de ideas que rebotan en mi cabeza, que no puedo ni sé cómo digerirlas. Trataré de ordenar de la mejor manera en una entrada, como me había propuesto hace ya un tiempo, las cosas que me dejó la obra de David Foster Wallace. La lectura empedernida de esta obra de casi mil noventa y dos páginas no fue quizá el mejor inicio para mi registro lector durante el aislamiento-pandémico-global; aunque ahora que lo pienso mejor no me arrepiento de la imposición del azar: síntoma hermoso de la libertad.
En la Broma se hipoteca de una manera abismal el tiempo del lector. Son indispensables la concentración y la disciplina, no solo para seguir y terminar, sino para saber de qué va la trama y el cómo se expone esa trama y entender que la literatura no es más que un juego dentro de otro juego, lo que hace de la lectura y el ejercicio de escribir una experiencia lúdica, que difícilmente se pueda reemplazar por otras formas de placer y entretenimiento, porque la práctica de leer y escribir va dejando algo duradero: un testimonio de nuestros esfuerzos y derrotas personales.
La Broma es un libro difícil, no solo por su dimensiones sino por la exigencias exageradas que le pide el autor a su lector, que a veces por la estructura y el estilo de la novela, llegan a ser propuestas desconsideradas (malditeces discursivas), que pueden llevar a cualquiera a la situación más común cuando se encuentra con algo que le resulta engorroso: que es el abandono total del libro, y seguido viene la queja y después el trauma; sin embargo, debo admitir que en mi experiencia, una vez asimilado el reto y el intercambio, y al ir procesando las ideas que me iba dando la novela, se me hizo complicadamente amena, placenteramente perturbadora; se convirtió en una obsesión que me impedía llevar una rutina tranquila. Todo parecía tener una relación estrecha con la misma Broma, la realidad en sí misma se me fue esclareciendo en una horrenda Broma.
Estoy empezando a ver que la sensación que producen las peores pesadillas, una sensación que no se puede experimentar dormido ni despierto, es idéntica a la mismísima forma en que se manifiestan esas peores pesadillas: la toma de conciencia intraonírica y repentina de que la misma esencia y el mismo meollo de las pesadillas han estado siempre presentes en uno, incluso cuando se está despierto…simplemente…no se es consciente de ellos; y luego ese intervalo horroroso entre darse cuenta de lo que no se es consciente y volver el rostro para ver lo que siempre ha estado allí, todo el tiempo…La primera pesadilla lejos de tu casa y de tu familia, tu primera noche en la academia, todo eso ha existido siempre: el sueño es que te despiertas de un sueño profundo, te despiertas de repente sudado y aterrorizado y te sientes abrumado por la sensación imprevista de que a tu lado hay una destilación de mal absoluto en esta residencia desconocida y a oscuras, esa esencia y centro del mal está aquí mismo, en esta habitación, ahora mismo. Y en exclusiva para ti (Wallace, 2017:75-769).
Era difícil reservarme el proceso evolutivo de esta obsesión. Compartí cuanto pude cualquier detalle que me iba encontrando, mandaba páginas aleatorias a mis amistades cercanas. Tomaba notas forzando el día a día con las ideas que se me iban acumulando de la Broma, subía pisos, leía oraciones con pinza y rayaba los márgenes de ese papel biblia que nunca me ha gustado. Reportaba los hallazgos a mis amigos sin tener ninguna respuesta concisa, lo cual era entendible, era una fascinación que no sabía cómo expresar ni mucho menos transmitir.
Tampoco me hice una idea de que ellos, mis amigos, pudieran asimilar la magnitud de lo que me había encontrado y lo que me estaba sucediendo internamente; cómo me afané por compartir lo que sin duda era una suma de pequeñas alegrías. Sin darme cuenta estaba viviendo mi propio trance literario, y sentí un disgusto que más adelante agradecí al diagnosticar, durante el curso que me iba dando la Broma, que tenía serios problemas de concentración, y que mientras iba leyendo iba pensando cosas que no tenían nada que ver con lo que pasaba en ella, pero si tenían una relación implícita, parecía que las páginas me reprochaban bajo sus reglas una mirada introspectiva de mi vida, me obligaba a confrontarme conmigo mismo.
La Broma Infinita, en el espectro común de las listas que uno encuentra por Internet, se presenta siempre como un libro que «nadie» termina de leer. Esa declaración como primera impresión genera una alarma que despierta en quien lee esa reseña dos intenciones: la de evitarlo o la de ir a leerlo. En estas reseñas no se indaga el por qué «nadie» termina la novela, con la excusa de tratarse de algo extenso y demasiado complicado para entenderla. El grosor es una razón para espantar a cualquiera, la grandeza intimida y más cuando hablamos de asuntos como el lenguaje. Pero la pregunta que hay que hacerse es qué tipo de lectores pueden terminar de hacerlo y dejar atrás todo prejuicio para contar su experiencia personal con otros de su lectura.
Como varios, yo también quiero compartir mi lectura, que no es más que una tosca invitación al libro y un testimonio para desmontar esa farsa de que «nadie» puede terminar algo.
El argumento de la novela es sencillo. Es un pretexto para desarrollar los intereses del autor que quiso llevarlo todo hasta sus últimas consecuencias, llevarlo todo a proporciones enciclopédicas y monstruosas. La obra transcurre en un tiempo ficticio de Años subsidiados que surgieron como alternativa para el mantenimiento de un Estado Ecologista Totalitario llamado ONAN, que es la unión entre Estados Unidos, Canadá y México. La época en que transcurren las historias datan del penúltimo año del tiempo subsidiado: El Año de la Ropa Interior para Adultos Depend, que es la referencia con que se divide el libro a modo de capítulos. La cronología del tiempo subsidiado se ordena bajo productos publicitarios de la siguiente manera:
- Año de las Hamburguesas Whopper
- Año del Parche Transdérmico Tucks
- Año de la Muestra del Snack de Chocolate Dove
- Año del Superpollo Perdue
- Año del Maytag Dishmaster Sup
- Año de la Actualización Fácil de Instalar para Placas Madre del Visor de Cartuchos de Resolución Mimética para Sistemas Caseros, de Oficina o Móviles Infernatron/InterLace Yushityu 2007
- Año de los Productos Lácteos de la América Profunda
- Año de la Ropa Interior para Adultos Depend
- Año de Glad
La gigantesca dama de Liberty Island en el puerto de Nueva York tiene el sol por corona y sostiene lo que parece un inmenso álbum de fotos bajo un brazo de acero y el otro sostiene un producto. Ese producto es cambiado cada 1 de enero por hombres valientes con grúas y clavos de escalada (Wallace, 2017: 419).
Cada año, si uno hace una búsqueda minuciosa, son representaciones de grandes empresas norteamericanas en el área de alimentos, productos de comunicación, fármacos y entretenimiento. Ya definido ese gran universo distópico, se nos exponen tres historias diferentes que a lo largo de la trama se van conectando, pero nada que ver. Nada parece tener sentido, pero eso es lo que menos importa. Lo interesante es ver cómo se exponen una cantidad de cosas en medio de ese sin sentido. Es una locura.

La historia central: La Academia de Enfield de Tenis (AET), conformada por niños y adolescentes que se someten diariamente a una especie de régimen espartano de entrenamiento, tanto físico como intelectual, jornadas antidoping, estudios rigurosos de teorías de la imagen y técnicas de cinematografía experimental, en preparaciones constantes, donde todo gira en función de la competencia y la rivalidad entre los jugadores de tenis, deporte que parece una alegoría de la lucha; el tenis es llevado a expresiones metafísicas, estamos en un enfrentamiento infinito con nosotros mismos. La versión de un juego infinito contrasta con la agonía y el éxtasis que profesan todos los deportes de competición; más adelante está la fama, la gloria que no es duradera, y cuando se termina quema y mata.
Entonces[…], los que llegan a convertirse en étoiles, los afortunados a los que se les dedica reportajes y son fotografiados para los lectores y, en palabras de la religión estadounidense, lo logran, tienen que haberse creado en el camino algo que les permita trascenderlo o están perdidos. Lo vemos en la vida real. Lo constatamos en todas estas obsesivas culturas basadas en conseguir el éxito. Mira a los japonois y su tasa de suicidios de los últimos años […] Porque si logras el objetivo, pero no puedes encontrar la manera de trascender la experiencia de hacer que esa meta sea toda tu vida, tu raison de faire, entonces solo puede suceder una de dos cosas.
Una es que logras tu objetivo y te das cuenta con asombro de que ese logro no te completa ni te redime, no hace que todo esté bien en tu vida tal como eres, en esta cultura, educado para asumir que lo será. Y entonces afrontas el hecho de que lo que creías que tendría sentido no lo tiene y ese shock te empala. Vemos suicidios en las historias de gente que ha llegado a la cima.
[…]La otra posibilidad de perdición para las étoiles que lo logran. Logran el objetivo y ponen tanta pasión en celebrarlo como en el proceso de lograrlo. Esto se denomina el síndrome de la Fiesta Interminable. La fama, el dinero, los comportamientos sexuales, las drogas y las sustancias. La gloria. Se convierten en celebridades en vez de jugadores y, puesto que solo son celebridades en la medida en que satisfacen el hambre de triunfos de su cultura de victorias, están perdidos porque no se puede celebrar y sufrir al mismo tiempo, ya que el juego siempre es sufrimiento (Wallace, 2017:768).

El fundador de la Academia de Tenis es el prolífico productor cinematográfico James Incandenza, padre de los hermanos Incandenza: Orin, Mario y Hal, los personajes principales de la obra. James, conocido también como la Cigueña Loca (The mad stork), o Él mismo (Himself), es al que se le atribuye la creación del Samizdat: La Broma Infinita V (¿o VI?), una de sus últimas producciones, una película cuyo contenido hipnotiza y vuelve idiota a quién lo ve por su alto contenido de entretenimiento, y cuya sinopsis es un misterio. A James lo envuelve toda una historia trágica de intelectualidad e intentos de producir audiovisuales experimentales, donde buscaba hacer disecciones de la cultura norteamericana a través de una mirada satírica a las prácticas de consumo capitalista y los sistemas de creencias. Luego de una actividad ininterrumpida, James termina suicidándose al meter su cabeza dentro de un microondas. Todos giran en torno a su figura y producción.

¿Dónde están esas fronteras si no son líneas de saque que contienen y dirigen su expansión infinita hacia dentro, lo que hace hermoso e infinitamente denso al tenis, como una especie de ajedrez a la carrera? […]El verdadero rival, las fronteras contenedoras, no son más que uno mismo. Siempre y solo el yo que está ahí, en la pista, y allí se le debe combatir y se le debe llevar a la mesa para fijar los términos. El chico rival del otro lado de la red no es el enemigo: es más bien tu pareja de baile. Él te sirve de excusa u ocasión para afrontar al yo. Y tú eres la ocasión de él. Las infinitas raíces de la belleza del tenis son autocompetitivas. Compites con tus propios límites para transcender al yo limitado cuyos límites son los que hacen posible ese deporte en primer lugar. Es trágico y triste y caótico y hermoso. Toda la vida es igual, como ciudadanos del Estado humano: los límites animados están dentro para ser eliminados y llorados una y otra vez (Wallace, 2017: 100).

También estaba la alegoría del mismo acto de escribir como actividad deportiva en donde la producción de un posible juego, donde se demuestran competencias y cualidades cerebrales y espirituales, en una confrontación constante con nuestro ego centrado en obtener la gloria eterna, conservarse en el recuerdo de todos como un tremendo jugador estrella, hace de todo ese proceso una encrucijada de frustraciones creativas, donde la práctica se enfoca en mantener al dente siempre nuestras posibilidades deportivas a la hora de competir, de jugar en un torneo hasta la muerte. El escritor no es más que un deportista entusiasta de la derrota, alguien que puede olvidarse con facilidad.
Todos los jugadores están en la AET para aprender a jugar, aprender este sistema infinito de decisiones y ángulos y líneas que los hermanos de Mario trabajaron tan brutalmente para controlar, y que el deporte juvenil no es más que una faceta de la verdadera gema: la guerra inacabable de la vida contra el yo sin el cual no puedes vivir […] Pero entonces, ¿combatir y aniquilar al yo equivale a destruirse? ¿Es lo mismo que decir que la vida es partidaria de la muerte? […]Y así, ¿cuál es la diferencia entre tenis y suicidio, vida y muerte, deporte y su propio fin? (Wallace, 2017: 101).

Por otra parte está el Centro de Rehabilitación de la Ennet House, donde se exponen una serie de personajes que cuentan sus experiencias con las drogas y la lógica con que funcionan estos grupos de apoyo para mantenerse alejados de las Sustancias. En estos bloques, en la casa de rehabilitación para drogadictos, se hace una disección del funcionamiento del sistema de sanación que reúne a los desviados de la sociedad en congregaciones que viven rutinas de limpieza, charlas motivacionales, falsas esperanzas y delirios de una vida irrecuperable, conformado por principiantes que están siempre al borde de la ruina y el suicidio, con infancias destrozadas por abusos y violaciones, por ese rechazo del sistema mismo, los marginados de la sociedad de consumo, adictos de cualquier clase, seres maltratados y solitarios; en donde están las figuras de los Cocodrilos, sujetos que llevan demasiado tiempo sobrios y se ganan el apelativo de los grandes lagartos, que no tienen otra rutina que la de lidiar con sus cuerpos gastados por el atropello de la experiencia. No tienen otra forma de concebir sus vidas.
...luego ataques menos suaves, delirium tremens durante los intentos de reducir el consumo demasiado rápido, aparición de insectos y roedores subjetivos, luego una recaída más y más insectos fornicantes; luego eventualmente un terrible reconocimiento de que había traspasado innegablemente algún límite y alzar el puño al cielo exclamando Dios es mi testigo, y jurar y rejurar que dejaba la bebida para siempre, luego quizá unos pocos días de nervios y de éxito inicial, luego una recaída, más juramentos, barrocas autorregulaciones, pendiente del reloj, repetidas recaídas en el suelo de la Sustancia tras dos días de abstinencia, resacas mortales, sentimientos aplastantes de culpa y de disgusto conmigo mismo, superestructuras de autorregulaciones adicionales (por ejemplo, no antes de las 09:00h., no en noches de trabajo, solo si la luna está en cuarto creciente, solo en compañía de suecos, etcétera) que también fracasaban…
…luego ultimátums vocacionales, incapacidad de encontrar trabajo, la ruina económica, pancreatitis, culpa abrumadora, vómitos de sangre, neuralgia cirrótica, incontinencia, neuropatía, depresiones tenebrosas, dolor lacerante y la Sustancia que me permitía períodos más breves de alivio; y, al final, ningún alivio de ningún tipo, y al final así es imposible colocarse los bastante para congelar lo que sientes, y detestas la Sustancia, la odias, pero aun así eres incapaz de dejarla, al final lo que más deseas en el mundo es dejarla y ya no te divierte para nada y no puedes creer que te haya gustado alguna vez, pero aun así no puedes parar, es como si estuvieras completamente demente, es como si fueras dos personas; y cuando venderías a tu propia madre querida por dejar de beber y aun así no puedes parar, entonces se cae la última capa amistosa de la máscara y de repente ves a la Sustancia cara a cara, a tu vieja amiga, es medianoche y ya han caído todas las máscaras y de repente ves la Sustancia tal como es en realidad, y por primera vez ves la Enfermedad tal como es en realidad, y ha estado allí todo el tiempo, y te miras al espejo a medianoche y ves que te posee, en qué te ha convertido… ( Wallace, 2017 : 396).
Son retratos de la adicción, de drogadictos que en su mayoría son travestis y han padecido infancias con padres violadores, adictos al alcohol y la televisión. Cada bloque que se relaciona con los personajes de la Ennet House es el acercamiento con seres que salen y vuelven a entrar, o que nunca regresan, no tienen ninguna clase de remedio salvo el tener que anhelar por siempre volver a experimentar el placer, hasta que regresan de sutiles maneras y se pierden nuevamente. Toda la obra toca temas puntuales como el exceso del consumo de drogas, la muerte, la depresión, la soledad y el suicidio, y todo ese catálogo de Sustancias disponibles en el mercado que nos pueden acercar sin mucho problema a experimentar esas experiencias desquiciadas.

La Broma Infinita parece ser un libro que se escribió con la intención de no ser leído. Está escrito bajo un estilo demencial donde entre líneas el autor estaba dejando su aporte a las reflexiones sobre la experiencia de una generación quemada en las sociedades posindustriales. Foster Wallace es meticuloso a la hora de explicarte desde los hábitos de los adictos, hasta los componentes de las drogas y hasta quiénes la fabrican, y por si te quedan dudas, las diferentes versiones en que puedes encontrar psicotrópicos, ansiolíticos, anfetaminas, estimulantes de clasificados y selectos grados de intensidad, que no son más que las Sustancias que se convierten en la razón de vivir de estos seres.
Algunos pacientes psiquiátricos -además de un buen porcentaje de personas que dependen tanto del producto de productos químicos para sentir bienestar que cuando tienen que abandonar la química pasan por un trauma de pérdida que les llega a los sistemas más profundos del alma- conocen de primera mano que hay más de un tipo de la llamada «depresión». Uno es de grado inferior y a veces se denomina «anhedonia» o «melancolía simple». Es una especie de sopor espiritual por el cual se pierde la capacidad de sentir placer o cariño por cosas que antaño eran importantes. El ávido jugador de bolera abandona la liga y se queda en casa viendo cartuchos de kick-boxing. El gourmand renuncia a comer. El sensual de repente descubre que su amada Unidad no es más que un apéndice que cuelga allí. La amante esposa y madre encuentra de improviso que su idea de la familia es tan conmovedora como el teorema de Euclides. Esta forma de depresión es una especie de novocaína emocional y, si bien no es abiertamente dolorosa, desconcierta y…bueno, deprime […] Los términos que el no deprimido usa a diestro y siniestro como plenos y vitales -«felicidad», joie de vivre, «preferencia», «amor»- se quedan limitados al esqueleto y se reducen a ideas abstractas. Tienen, por así decirlo, denotación, pero ninguna connotación. El anhedónico aún puede hablar de felicidad y significado y todo eso, pero ha llegado a ser incapaz de sentir, de entender, de esperar algo de ellos o de creer que existen como algo más que como conceptos. Todo se convierte en el contorno de lo que era. Los objetos se convierten en esquemas. El mundo se vuelve un mapa del mundo. Un anhedónico puede orientarse, pero carece de posición propia […], un anhedónico es alguien que resulta imposible de Identificar (Wallace, 2017:782).
El otro escenario de la novela son las conversaciones al noreste de Tucson-Arizona, entre Remy Marathe, uno de los miembros principales de un movimiento terrorista de Quebec: Los Asesinos de las Sillas de Ruedas (Les assassins des fauteuils), con un travesti que trabaja como reportera encubierta, llamado Hugh Steeply. Los Asesinos cuyo posible origen se remonta al sudoeste de Quebec, zona donde supuestamente habitan en sus bosques Infantes Salvajes, niños mutantes de gran tamaño, anómalos seres que crecen pero no se desarrollan, se alimentan con residuos comestibles de alta toxicidad, acumulados en la llamada Gran Concavidad, en donde va a parar toda la basura de la región, y habitan por la cercanías además de los enormes niños, hámsters mutantes, productos del exceso de radiación.

Cada segmento en donde salen ellos son conversaciones sobre el plan de poder encontrar el VHS de la Broma para poder tener el control de la sociedad y desatar el caos por medio del entretenimiento, quizá la tesis central que empapa todo el libro. La posibilidad de controlar a las naciones por medio del Entretenimiento.
Actualmente, aunque no se hable ya del VHS por su obsolescencia programada, la idea de espectáculo y entretenimiento tienen una vigencia que Foster Wallace vaticinó con sumo pesimismo en los años noventa. De ahí toda la cantidad de información que da el libro sobre el placer, los deseos, el embrutecimiento de las masas por medio de distribuciones masiva de calmantes y nichos digitales para enaltecernos en nuestra hoguera de vanidades, mientras el mundo, que apenas logramos asimilar, se va paulatinamente a la mierda.
– Los hechos de esta situación que hablan a las claras del miedo […]a este samizdat: esto es lo que sucede cuando un pueblo no elige nada para amar por encima de cada uno de ellos mismos. Unos Estados Unidos que darían la vida (y las de sus hijos) por el llamado Entretenimiento, por esta película. Que morirían por la posibilidad de que se los alimentara con cucharaditas de esta muerte de placer, en sus cómodas cosas, a solas, sin moverse. Hugh Steeply, te digo con absoluta seriedad como ciudadano de un país vecino: olvídate por un momento del Entretenimiento y piensa en cambio en unos Estados Unidos donde una cosas así podría ser temida por vuestra oficina: ¿puede esperar un país así sobrevivir por mucho tiempo? ¿Sobrevivir como una nación de pueblos? ¿Y mucho menos ejercitar su dominio sobre otras naciones con otros pueblos? ¿Y si estos otros pueblos aún no saben lo que es elegir? ¿Y morirían por algo más grande? ¿Y sacrificarían la cómoda mansión, la mujer amada, sus piernas, incluso su vida, por algo más que los propios deseos sentimentales? ¿Y no elegirían morir solo de placer? (Wallace, 2017: 364).

El entretenimiento existe, y nosotros como seres narcisistas y racionales sabremos qué elegir entre sus infinitas ofertas. La más acertada es la opción que nos asegura una muerte cerebral provocada por el exceso de placer, por llevar lo superficial hasta convertirlo en un culto. La Broma Infinita es una obra que nos permite conocer desde los ojos del autor su sentir acerca de la sociedad norteamericana, cuyo estilo hemos acoplado con cierta pasividad durante años, y en el contexto globalizado podemos trabajar y moldear estas ideas en nuestro contexto local, tal vez por hacer el ejercicio reflexivo de que la realidad ha superado a la ficción. Las reflexiones de Marathe, el hombre de la silla de ruedas, justifica su afán de poder, valiéndose del uso mismo del Entretenimiento para dominar a naciones enteras, con el fin de acabar con ellas.
Un ennemi commun. Pero no es alguien de fuera, este enemigo. Alguien o algunos en el seno de vuestra historia han asesinado ya a vuestra nación norteamericana, Hugh. Alguien que tenía autoridad o tenía que haber tenido autoridad y no la ejerció, no lo sé. Pero alguien os permitió en algún momento que vosotros olvidarais cómo elegir. Y que lo olvidarais tan completamente que cuando pronuncio la palabra «elegir» haces una mueca como diciendo: «Otra vez con la misma cantinela». Alguien os enseñó que los templos son para los fanáticos y se llevó los templos y os convenció de que ya no eran necesarios. Y ahora no hay dónde refugiarse. Y no hay ningún mapa para encontrar el refugio de un templo. Y vais dando tropezones en la oscuridad y en esta confusión de permisividad. La búsqueda incesante de la felicidad de la que alguien permitió que os olvidarais de los viejos valores que hacen posible la felicidad.
En vuestro país amurallado siempre clamáis «¡Libertad! ¡Libertad!», como si su significado fuera obvio para todos. Pero, mira, no es tan simple. Vuestra libertad es la falta de responsabilidades: nadie le dice a vuestro amado individuo norteamericano lo que debe hacer. Solo tiene ese significado para vosotros, esa libertad de compromisos y coacciones […] Pero ¿qué pasa con la libertad-para? No solo la libertad-de. No toda la compulsión proviene de la exención. Tú finges no ver esto. ¿Qué pasa con la libertad-para? ¿Y cómo elige una persona libremente? ¿Qué otras opciones hay salvo la de un niño egoísta y mimado si no existe un padre lleno de amor que guíe, informe y enseñe a elegir? ¿Cómo puede haber libertad de elección si no se aprende a elegir? (Wallace, 2017: 365-366).
Todos los personajes están sumergidos en el deseo, en la incapacidad de salir de ellos porque no pueden concebir otra forma de vivir. La novela está escrita en un estilo acelerado donde hay presentes varios recursos narrativos, donde las vivencias de cada personaje dejan un rastro de reflexión y crítica a la sociedad de consumo capitalista, pero sobre todo: la exhibición de una profunda tristeza.
Hay una atmósfera de tristeza que empapa toda la Broma. Todo el abanico de personajes se define en su relación trivial con el deseo, la impotencia, los excesos, que luego se desdibujan en las contradicciones y las angustias. El autor se esmera demasiado por describir cada detalle de las personalidades, sus gustos y defectos humanos, las justificaciones de sus miedos y antecedentes del por qué los espacios son de una u otra manera, como en un afán de no dejar ningún cabo suelto en la explicación de todo el universo que dejó. De ahí que la novela sea de corte enciclopédico. Como recomendación hay que leer la Broma con dos marcalibros: uno para la trama y otro para las 388 notas y erratas en las últimas páginas.
Son muy recurrentes las ideas que orbitan en el suicidio, sus causas y consecuencias. En lo personal, la versión lúcida de un suicida, que lo fue el propio autor, quien sufría una fuerte depresión. En el 2008 (Año de los Productos Lácteos de la América Profunda (?)) se terminó ahorcando en su casa en California. Su obra es parte de un testamento ideológico sobre la depresión, la desesperación asfixiante que produce el exceso de conocimiento y la inmensa tristeza, registros del vacío que lo invadía por dentro y que, sin duda, bajo ese estado realizó quizá una de las producciones literarias más relevantes de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Es un autor imprescindible.
Entre los mitos perniciosos está el de que la gente siempre se comporta de forma optimista, generosa y abierta antes de quitarse de en medio. La verdad es que las horas anteriores a un suicidio son un intervalo generalmente de enorme egoísmo e idolatría (Wallace, 2017: 253).
En 1996 en una entrevista que le hicieron al autor, con motivo de la publicación de su obra La Broma Infinita, se le pidió que describiera qué sentimientos le producía vivir en los Estados Unidos, a lo que respondió lo siguiente:
Hay algo especialmente triste en esa vivencia, algo que no tiene que ver mucho con el mapa físico, ni con la economía, ni con ninguna de esas otras cosas de las que se habla en las noticias. Es más bien una tristeza que se siente en el estómago. Lo veo en mis amigos, y también en mí, de diferentes maneras. Es como si nos sintiéramos perdidos. He de añadir que ignoro si esto le sucede únicamente a nuestra generación (Wallace, 2005:267).
En el epílogo de una antología de autores norteamericanos, la escritora Zadie Smith destaca que la obra de Foster Wallace tiene como características el interés por una búsqueda, por la exploración de una espiritualidad escondida que se ha tapiado asquerosamente por los valores de la sociedad de consumos, que se atribuye promesas insoportables, que pretende que por medio de lo material se puede llenar lo espiritual, cosa que nos revela también un panorama que se percibe no solo en la generación de Foster Wallace, la generación quemada, sino en la nuestra (también quemada): en una juventud agotada que pisa los treinta sin expectativa de muchas cosas, que se refleja en mecánicas unidades humanas, agrietadas emocionalmente, que no pueden aspirar a jubilaciones ni cotizaciones en el seguro social, porque no le interesan ni le encuentran sentido a la idea utópica de estabilidad. Unidades humanas, subcontratadas y explotadas, que aprendieron en la dureza del mercado que poco importa el crecimiento académico y personal, si a fin de cuentas se quiere una persona calificada que sea altamente productiva que no cuestione ni se queje, que rinda más a la compresión mientras descuida de manera grotesca su memoria, su capacidad de elegir.
Vemos ahora a profesionales exitosos que mueren lentamente bajo sus propios términos materiales. Contemporáneos irritados por un trabajo de mierda que llena los bolsillos de otros de maneras absurdas. Es normal encontrar estos síntomas de tristeza en nuestro tiempo. La tristeza es algo ligado profundamente a los contextos culturales de un lugar, y estos pueden ubicarse en los detalles más nulos, en las miradas opacas de nuestros amigos, en el andar de miles de personas que joroban el costo del esfuerzo, porque es también irrisorio aceptar con impotencia que el dinero honesto y la búsqueda por crecer, no alcanzan para lograr la vida plena que nos ofertan las fantasías de la televisión, esa estabilidad que parece la quimera que alcanzaron nuestros ancestros.
Es como esa reflexión que hace uno de los personajes que habla de las generaciones en la película de David Gordon Green, George Washington (2000):
He just wanted greatness.
The grown-ups in my town,
they were never kids like me and my friends.
[Dog Barking]
They had worked in wars and built machines.
It was hard for them to find their peace.
[Crossing Bell Ringing]
Don’t you know how that feels?
Es curioso que las artes de este Estados Unidos milenario traten la anhedonia y el vacío interior como algo que está de moda. Acaso se trate de vestigios de glorificación romántica de la Weltschmerz, que significa cansancio del mundo o hastío contemporáneo. Tal vez eso se deba al hecho de que aquí las artes son producidas por gente mayor cansada del mundo y refinada, y consumidas por gente más joven que no solo las consume, sino que las estudia a la búsqueda de claves para ir con los tiempos, lo cual implica ser aceptado, admirado o incluido y, por ende, no estar solo. Olvidémonos de la llamada presión de los pares. Es más como hambre de pares. ¿O no? Entramos en una pubertad espiritual en la que descubrimos el hecho de que el gran horror transcendental es la soledad, el enjaulamiento en el propio ser. Una vez que alcanzamos esa edad, damos o recibimos lo que sea y usamos cualquier máscara para encajar, para no Estar Solo, nosotros, los jóvenes. Las artes norteamericanas son nuestra guía a la inclusión. Una guía práctica. Nos enseñan a fabricarnos unas máscaras de hastío e ironía cansada a una edad en que el rostro es lo bastante dúctil como para asumir la forma de lo que lleva puesto. Y luego allí se queda ese cinismo fatigado que nos salva del sentimentalismo empalagoso y de la candidez no refinada. En este continente, sentimiento equivale a candidez (al menos desde la Reconfiguración) (Wallace, 2017: 783-784).
[…]
La anhedonia de ojos vacíos solo es una rémora del flanco ventral del verdadero depredador, el Gran Tiburón del Dolor. Las autoridades denominan esta condición «depresión clínica» o «depresión involutiva» o «disforia unipolar». En realidad se trata de una incapacidad para los sentimientos, una muerte del alma […] Tiene muchos nombres -«angustia», «desesperación», «tormento», o citando a Burton, «melancolía», o la más autorizada «depresión psicótica» de Yevtuschenko-( Wallace, 2017:785).

Sobre la vigencia de esta Broma Infinita, podemos hablar de ese sentimiento común para nuestras generaciones actuales. A veces uno habla con los mayores y no entienden la frustración que implica la pesada carga de tener que convertirse en alguien. Ahora es normal sentirse insatisfecho, o poco reconocido por nuestros logros, y esa insistencia aplaca nuestra prioridad de volvernos supuestamente auténticos, reales, gastar tiempo y dinero en terapias semanales para detectar trastornos de ansiedad, desequilibrios emocionales, desórdenes alimenticios, contradicciones con nuestro cuerpo, esa pantalla suicida que es la búsqueda de atención en espacios de anonimato, donde somos mercancías y relaciones algorítmicas, donde el precio de encajar es igualarnos en gustos y tal vez tener en común las mismas aspiraciones. Nada más horrendo que sentir sosiego en la mediocridad de nuestros contemporáneos que no tienen ya nada que decir.
Las pasiones no se negocian, las defendemos con la misma rigurosidad malcriada como nos desvivimos por un dogma o productos enlatados, por una figura que no debe importarle ni un comino nuestra existencia feligresa; uno puede sentirse representado en una figura comestible de acción y llamar a todo ese carnaval que te vende: arte. A la vez algo también puede ofenderte, o también ignorarte y silenciarte en la oscuridad de la desconexión y tu propia limitación por darte a entender. La expresividad es poder.
Podemos encontrar tranquilidad en los que piensan igual a nosotros y orientar nuestra vida estúpida a mejores maneras de radicalizar nuestros pensamientos, sin sentir la obligación de tener que cambiar algo en nosotros. La apatía es gratuita y no requiere de talentos excesivos. Basta solo unas breves instrucciones egoístas para que un grupo de descerebrados se encarame y se proclamen ser los nuevos precursores de referencia de la cultura, nuestros modelos rancios a seguir. Nos rendimos ante el Entretenimiento mayúsculo.
La infelicidad tiene una relación misteriosa con la metafísica. Cuando nuestras necesidades metafísicas no son cubiertas por una programa televisivo o plataforma streaming, si la liberación de dopamina al tragar nuestras series favoritas no alcanza, una reacción nula o casi ignorada de nuestra selfie que subimos con alto esmero, en nuestros comentarios irrelevantes que pasan de largo en los muros digitales, si nada de eso alcanza, algo se desmorona en nosotros. Se activa una alarma en nuestro ego herido. Y viene la tristeza, que convive amistosamente con esa obligación despótica de tener que ser feliz, que encuentras en las vallas y comerciales de cosméticos y toallas sanitarias, en imágenes alegres de políticos efervescentes, con canciones positivas porque el mundo es para los tontos que no escatiman pensar, alegría tarada en congregaciones de tu iglesia favorita, de falsos pudores donde te dicen que debes temer a Dios, pero igual él te ama así que juega bien con tu libre albedrío, tienes que velar por sonreír ante la adversidad de la miseria que producen las deudas y creer en cosas que no existen salvo en la calamidad de tu cabeza, soportar los vacíos personales, cuando en un giro la desgracia te arrebata la inocencia y la fe, para entender que no hay más allá que nos cure del aquí.
¿Es esto lo que envuelve la Broma infinita de nuestras vidas?
No puedo abordar todos los temas que expone esta novela sin forma y de grandes proporciones, que después de todo un recorrido por sus páginas, su gran chiste es que al final tampoco hay nada. La decepción es un sentimiento menor comparado con la satisfacción de terminar y estar claro de lo cómico que es no encontrarse con nada (o con demasiado tal vez). Le di muchas vueltas al asunto. Iba y regresaba. Ante fragmentos y capítulos seguí los rastros de otros lectores más astutos y avezados que yo. Vi muchos por la redes que solo se hicieron un blog exclusivo para llevar una bitácora de la lectura que iban haciendo. Una vez terminado el libro dejaron de escribir. Las entradas quedaron en el espacio digital, y parecen moteles baldíos en medio de la nada, con su contenido esperando sin reproche la pasada de algún nuevo viajero buscando direcciones. Hay todo un culto que custodia en secreto la obra de David Foster Wallace. Al llevar un seguimiento de su obra se podía asumir que en cualquier momento este se iba a matar, la cosa era que no se sabía cuándo.
La persona llamada «psicóticamante deprimida» que trata de suicidarse no lo hace por «falta de esperanza» ni por una abstracta convicción de que el debe y el haber de la vida no cuadran. Y sin duda no lo hace porque de pronto la muerte le parece fascinante. Una persona en que la invisible agonía de Ello alcanza cierto nivel insufrible se mata del mismo modo que una persona atrapada salta en algún momento para escapar de las llamas. Que no haya dudas sobre la gente que salta al vacío. Su terror a lanzarse desde una gran altura es tan grande como el de otra persona que se asoma a esa ventana para ver el paisaje; es decir, el miedo a caer es una constante. La variable aquí es el otro terror, las llamas del incendio: cuando las llamas se acercan lo suficiente, arrojarse al vacío se convierte en un terror ligeramente inferior al otro. No se trata de ningún deseo de dejarse caer; es el terror a las llamas. Y, sin embargo, nadie en la acera que mira y grita que no se tire, que aguante, puede entender el salto. Realmente no. Se tiene que haber estado personalmente atrapado por las llamas para comprender realmente ese terror muy superior al de la caída (Wallace, 2017:786).
Encontré en Reddit un foro donde discuten teorías especulativas, discusiones de nuevos significados, traídas por nuevos lectores, que se unen con otros empedernidos a discutir y recomendar novelas de complejidades cercanas o parecidas a la Broma Infinita. Los debates no acaban por las posibles relaciones que solo pueden dar las segundas y terceras lecturas, pues dada la extensión, la versiones logran, como cualquier obra monumental, interpretaciones infinitas. De mucha ayuda me sirvieron las opiniones de extraños. Y creo que tanta obsesión me hizo entender que en parte mi manera de leer tenía y sigue teniendo fallas, pero todo consiste en la práctica diaria.
Leer es como hacer piernas.
Para cerrar esta pequeña reseña comparto con ustedes uno de los fragmentos que más me gustó del libro. Animándolos a que si tienen la oportunidad, el tiempo y la paciencia, se lancen a la Broma y experimenten al terminar ese raro privilegio de contemplar un universo iluminado por un torrente de luz negra.
…Dormir puede ser una forma de escape emocional y que con un esfuerzo sostenido se puede abusar de esa actividad […] Que la falta intencionada de sueño también puede ser un escape emocional del que abusar. Que la ludopatía también puede ser un escape del que abusar, y lo mismo pasa con el trabajo, el consumo, la cleptomanía en las tiendas, el sexo y su abstención, la masturbación, los alimentos y el ejercicio físico, la oración/meditación y sentarse tan cerca de la pantalla del viejo teleordenador[…]
Que una persona no te tiene que gustar para aprender algo de él/ella/ello. Que el aislamiento no es una función de la soledad. Que es posible enojarse tanto que realmente llegas a verlo todo rojo. Que alguna gente verdaderamente roba y que robará cosas que son tuyas. Que muchos de los adultos de Norteamérica no saben leer de verdad, ni siquiera con un equipo de ROM e hipertexto con funciones de AYUDA para cada palabra. Que las alianzas exclusivistas y la exclusión y el cotilleo pueden ser formas de escape. Que la validez lógica no es garantía de verdad. Que la gente mala nunca piensa que es mala, sino más bien que todos los demás son malos. Que es posible aprender cosas valiosas de una persona estúpida. Que requiere esfuerzo prestar atención a cualquier estímulo durante más de unos pocos segundos. Que de repente sin previo aviso quieres colocarte con tu Sustancia de forma tan imperiosa que piensas que seguramente te morirás si no lo haces y te puedes quedar sentado allí restregándote las manos en las piernas y en la cara, queriendo pero no queriendo, si eso tiene sentido, y si puedes aguantarte y no tocar la Sustancia durante el mono, ese mono pasará eventualmente, se irá, al menos por un rato. Que estadísticamente es más fácil para gente de bajo cociente de inteligencia dejar la adicción que para la gente con mayor poderío neuronal […] Que es posible abusar de medicamentos para el resfriado y las alergias de forma adictiva. Que el NyQuil tiene una graduación superior a 50. Que las actividades aburridas se convierten perversamente en mucho menos aburridas si te concentras lo suficiente en ellas. Que si hay bastante gente en una habitación en silencio bebiendo café es posible reconocer el sonido del vapor que sale del café. Que a veces los seres humanos solo tienen que sentarse en un sitio y eso ya les duele. Que te importará muy poco lo que los demás piensen de ti cuando te des cuenta de lo poco que piensan en ti. Que existe algo llamado bondad en estado puro, sin aleaciones y sin agendas. Que es posible caer dormido en un ataque de ansiedad.
Que concentrarse intensamente en cualquier cosa es un trabajo muy duro.
Que la adicción es una enfermedad o una enfermedad mental o una condición espiritual (como en los «pobres de espíritu») o un desorden neurológico o afectivo o de carácter […] Que la mayoría de la agente adicta a una Sustancia también es adicta a pensar, lo cual significa que mantienen una relación compulsiva y enfermiza con su propio pensamiento […] Que simplemente es mucho más agradable estar contento que indignado. Que el noventa y nueve por ciento del pensamiento de los pensadores compulsivos versa sobre sí mismos; que el noventa y nueve por ciento de este pensamiento sobre sí mismos consiste en imaginarse y luego aprestarse a las cosas que están a punto de sucederles, y luego, extrañamente, si dejan de pensar en eso, el cien por cien de las cosas en que ocupan el noventa y nueve por ciento de su tiempo y energía imaginando y preparándose para todas las contingencias y consecuencias de que ellas se puedan derivar, jamás son buenas. Y que, por tanto, esto se relaciona de forma bastante interesante con la necesidad de los recién llegados a la sobriedad de rezar para perder literalmente la cabeza. En pocas palabras, que el noventa y nueve por cientos de la actividad de esa cabeza consiste en acojonarse a sí misma […] Que cada uno estornuda diferente. Que las madres de algunas personas no les han enseñado a cubrirse la boca o girarse antes de estornudar. Que nadie que haya estado en la cárcel vuelve a ser el mismo […] Que a la gente a la que hay que tener más terror es a la gente aterrorizada. Que se necesita mucho valor para mostrarse débil. Que no hay que pegarle a nadie aunque se tengan muchas ganas de hacerlo. Que ningún instante individual y concreto es en sí mismo insoportable […]
Que casi todo el mundo se masturba
Y parece que bastante
Que el cliché «No sé quién soy» resulta ser, por desgracia, algo más que un cliché […] Que tener mucho dinero no inmuniza a nadie contra el sufrimiento o el miedo. Que tratar de bailar sobrio es algo muy diferente […]
Que con las cucarachas, hasta cierto punto, es posible convivir.
Que la «aceptación» es por lo general un asunto de cansancio más que otra cosa.
Que gente distinta tiene ideas radicalmente distintas sobre su propia higiene básica.
Que, perversamente, a menudo es más divertido querer algo que poseerlo.
Que si hacer algo por alguien sin hacerle saber a esa persona que fuiste tú y sin decirle a nadie lo que hiciste ni que fuiste tú ni de ninguna manera pretendes que se te dé crédito por ello, pues entonces lo que haces es una forma de intoxicación.
Que también se puede abusar de la generosidad gratuita.
Que hacer el amor con alguien que no te importa te hace sentir más solo que no haberlo hecho.
Que es permisible querer «algo».
Que todo el mundo es idéntico en su secreta y callada creencia de que en el fondo es distinto de todos los demás. Que eso no es necesariamente perverso.
Que acaso no existan ángeles, pero que hay gente que podrían ser ángeles.
Que Dios -a menos que seas Charles Hetson o estés confuso, o ambas cosas- habla y actúa exclusivamente por medio de los seres humanos, en el caso de que Dios exista.
Que Dios tiene el problema de si tú crees o no que existe Dios en un puesto bastante bajo de la lista de cosas que Él/Ella/Ello le interesan con respecto a ti.
Que una persona -una con el Des-Orden- bajo la influencia de Sustancias hace cosas que no haría sobrio y que algunas consecuencias de estas cosas no se pueden olvidar ni enmendar. Los delitos son un buen ejemplo.

Referencias
Green, D. G. (Dirección). (2000). George Washinton [Película].
VV.AA. (2005). Generación quemada (una antología de autores norteamericanos). España: Siruela.
Wallace, D. F. (2017). La Broma Infinita. España: Penguin Random House.
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