De muerte: una lectura filosófica a tres poemas de Armando Uribe


Benjamín Álvarez González


Durante este semestre, mis reflexiones (o parte de ellas) han estado enfocadas a entender el fenómeno de la muerte. Todo esto a raíz del curso que estoy dictando. No es que no haya pensado antes el tema, al contrario, pero ahora me he visto obligado a transitar por esos caminos. ¿Es buena o mala la muerte? ¿Por qué le tememos? ¿Debemos hacerlo? Estas son algunas de las preguntas que intentado responder o, al menos, comprender por qué las hacemos. Algo es seguro: la muerte es inevitable y, como diría Parra, “la carne se llena de gusanos”. En este ir y venir de reflexiones y cuestionamientos en torno al fin de la vida tuve que hacer una parada obligada en un poeta para quien la muerte fue musa y, por decisión propia, razón de existir: Armando Uribe. Su obra De muerte ha sido fuente inagotable de pensamientos, algo que como filósofo, acostumbrado a lidiar con textos como el Tractatus de Wittgenstein o la Crítica a la razón pura de Kant, agradezco enormemente. Los tres poemas que expondré servirán para mostrar que es posible un acercamiento filosófico al tema de la muerte desde la poesía de Uribe.

La muerte despiadada no hace excepciones: uno
por uno nos recoge del suelo en que vagamos
como hormigones negros –cuando menos pensamos,
pero en nada pensamos –cuando nos llega el turno,
despiadada nos coge con sus pinzas de fierro,
nos traslada el lugar de nuestro entierro.

¿Qué caracteriza a la muerte? Que no hace excepciones, es inevitable. Este primer poema muestra la necesaria condición de inevitabilidad que alberga la muerte. Incluso si somos escépticos ante todo debemos conceder que existe una verdad: la muerte es inevitable e incierta. Todos somos iguales ante ella. El hablante parece resignado ante este hecho; lo acepta, pero muy a su pesar (“La muerte despiadada no hace excepciones: uno/ por uno nos recoge del suelo en que vagamos/ como hormigones negros –cuando menos pensamos”). Incluso cuando no pensamos (como dice el poema), la muerte está presente. La condición mortal del ser humano no solo se manifiesta cuando se está a punto de morir, lo está en cada experiencia que vivimos. La conciencia del fin de la vida es ineludible, otra cosa es aceptar ese final, lo que el hablante hace a regañadientes. Pero, aun si no se acepta la muerte, es interesante que, en la continuación del poema, el hablante reconoce a la muerte como igualadora (“despiadada nos coge con sus pinzas de fierro”). Dicho en buen chileno, todos somos cortados por la misma tijera al momento de morir. Puede que en vida no seamos iguales a otros, en distintos aspectos, pero al momento de la muerte nada nos hace diferentes al resto de mortales.

¿Tiene memoria el alma, luego
de que el cerebro se corrompe?
sólo de Dios tiene memoria.
no del hombre que fui y su historia
que con la carne se nos rompe.
–Esto no es juego. No me meto.

Este poema tiene tintes platónicos. La concepción de Platón sobre la muerte sienta sus bases sobre la Teoría de las Ideas: el cuerpo es una prisión para el alma y esta, una vez llegada la muerte, escapa al Mundo de las Ideas donde las conoce (lo semejante conoce a lo semejante). La muerte platónica es la posibilidad de conocer la verdad, en su estado más puro. La muerte es definida por Platón como la separación entre el cuerpo y el alma y eso se puede ver en el primer verso: el cuerpo, como todo lo material es corruptible, se corrompe, mientras que el alma es inmortal –o al menos, así lo concibe el discípulo de Sócrates. La memoria, cuestionada al inicio, me lleva a pensar en la reminiscencia (anamnesis) que tendría el alma y que es la razón por la que aprendemos. ¿Será lo mismo al revés? ¿Tendrá el alma memoria una vez que el cuerpo (su cárcel) se corrompe?

El temor a la muerte es, para Platón, injustificada. La Filosofía es una preparación para la muerte (pensamiento que también comparte Montaigne). La Filosofía, en su práctica nos ayuda a separar el alma del cuerpo: acercarnos a la virtud y alejarnos de lo material y mundano, lo corpóreo (“la carne que se nos rompe”). El filósofo es quien está mejor preparado para morir (como uno, pongo en duda eso la mayor parte del tiempo). ¿Debemos pensar que el poeta lo está también?

Para evitar desesperarme
ante el futuro que me angustia
digo: la muerte es de mi gusto.
Muy lejos de ello, yo me angustio
frente a la muerte que me asusta
royéndome la carne.

Heidegger. Al leer este último poema estoy, casi obligado, a pensar en Heidegger. El filósofo alemán concibe al ser (Dasein) como un “ser-para-la-muerte”. El ser está arrojado en el mundo y dentro de todas las posibilidades que se le presentan, la muerte es la única imperturbable, “forma su estar-en-el-mundo”. Una posibilidad inevitable, siempre ahí. Y ante esa posibilidad surge en el ser la angustia, es decir, el desconocimiento de cómo, cuándo y dónde acaecerá mi muerte (“el futuro que me angustia”). Pero para salir de la angustia, Heidegger propone como solución el aceptar que vamos a morir: ser conscientes de ese hecho y comportarnos como seres para la muerte. El hablante del poema lo manifiesta de manera perfecta (“Para evitar desesperarme/ ante el futuro que me angustia/ digo: la muerte es de mi gusto”). Debo decir que la muerte es de mi gusto o que la acepto para así no vivir atormentado por la angustia. Pero pese a manifestar lo que debe hacer, el hablante no ha aceptado aún esa postura, situación manifiesta en los versos finales. La muerte aún le aterra, es más, le aterra verse roído por gusanos como si de un hecho que, estando muerto, fuese llegar a sentir (“Muy lejos de ello, yo me angustio/ frente a la muerte que me asusta/ royéndome la carne”).

La aceptación del hecho inevitable de la muerte siempre debe ser de la propia, no la de los demás. Heidegger postula que no se puede experimentar la muerte de los otros, solo la muestra. En ese sentido, la muerte es irreferente pues solo hace alusión a mí, en cuanto sujeto que muere. “La muerte, en la medida en que ella «es», es por esencia cada vez la mía”. Lo mismo ocurre con la angustia. El sentimiento, aceptación y superación de la angustia es, en el caso del poema, un hecho solo experimentado por el hablante.

La reflexión en torno al hecho inevitable de la muerte siempre deja preguntas por responder: ¿es la muerte el fin? ¿Hay algo, otra vida, después de está? ¿Se puede llegar, en algún momento, a superar la muerte? Todas preguntas que la Filosofía, al menos, ha intentado responder. La respuesta a estas interrogantes no es única –por suerte. Ya sea por razón o fe, cada postura frente a la muerte condiciona la postura que tenemos frente a la vida. Pero no solo de filosofía vive el hombre –nuevamente, por suerte. La poesía ha entregado y tiene mucho aún por entregar como respuesta a las preguntas que pueden turbar nuestra mente. Una de las gracias de la poesía es la riqueza de imágenes que es capaz de proporcionar, eso es algo de lo cual adolece la filosofía. Creo que los poemas seleccionados no solo cumplen una función, digamos, intelectual; son también la clara muestra de una visión del mundo, de la vida y de la muerte que tuvo un hombre. El valor de estos versos –y de la poesía en general– radica en hacer visible eso que la filosofía teoriza.

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