Prólogo a El llamado del mundo (1971) de Pedro Prado
René de Costa
Durante los últimos años el olvido ha cubierto el resplandor literario que antes iluminaba la figura de Pedro Prado. Es un fenómeno que no comparten sus contemporáneos: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y Pablo Neruda han permanecido sin vacilaciones en el lugar más alto de la jerarquía literaria chilena.
La difuminación de la imagen de Prado que actualmente presenciamos se debe, en gran parte, al hecho de que la crítica ha encasillado erróneamente al autor solo como novelista y sonetista. Y una consecuencia directa de este encasillamiento es que con cada revaloración de estos géneros el autor de Alsino y de algunos admirables libros de sonetos ha ido perdiendo su lugar original entre los grandes creadores de la literatura chilena.
La cronología aclara el fenómeno. El sonetista no se revela hasta 1934, pero por entonces Prado ya es un autor consagrado en Hispanoamérica. Además, en 1920, cuando la publicación de Alsino le procura la fama continental, ya dentro de Chile se le estimaba como el jefe espiritual de su generación. O sea, para sus contemporáneos Pedro Prado no fue ni sonetista ni novelista, sino hombre de letras. Así lo ha estimado Pablo Neruda al ver en él “la cabeza de una extraordinaria generación”[1]. Gabriela Mistral, por su parte, ha precisado aún más: “Pedro Prado allá por el año 14 era el plexo solar de nuestra vida literaria. Hervía entonces de creación”[2]. Esta imagen se ha perdido. La Mistral y Neruda fueron admiradores de la temprana producción literaria de Prado, la que valoraron en su juventud, pero que con el correr de los años ha llegado a ser lamentablemente ignorada.
Sus primeras obras son tan desconocidas ahora que ni los especialistas en Prado las tienen en cuenta[3]. Y esto a pesar de que en 1945 Ricardo Latcham advirtió la causa del fenómeno: reseñando el tercer libro de sonetos (Esta bella ciudad envenenada), llamó la atención hacia la hondura y el alcance de la contribución de Prado a la literatura chilena; el crítico indicó entonces la necesidad de una revaluación fundamental de la obra del poeta destacando lo siguiente:
Cuando la poesía se encuentra en crisis o en momento de transición, es frecuente
percibir el desconocimiento de los valores efectivos de los que fueron caudillos
intelectuales en otros años. En el caso de Prado habrá que someter toda su obra
a una honesta y severa revisión[4].
La verdad es que aún no se realiza ese examen de la producción total de Prado y esto ocurre porque hasta ahora las primeras obras han sido casi inasequibles: Flores de cardo, El llamado del mundo, y los Fragmentos de Karez-I-Roshan no fueron reeditados nunca y pocos son los críticos que han visto o leído estos textos. De igual importancia para explicar los vacíos en la crítica sobre Prado es también su condición nada corriente de versolibrista que derivó hacia las exigencias rigurosas del soneto. Flores de cardo fue publicado en 1908, y en 1913 El llamado del mundo, pero no fue sino en 1934 que apareció su tercer libro de versos, los sonetos de Camino de las horas. No obstante, se ignora casi por completo que en los años intermedios, años de pleno apogeo literario de Prado, el autor estaba experimentando con varias técnicas del verso, desarrollando su poética. Este periodo también es desconocido para el lector actual, puesto que gran parte de los ensayos y poemas se publicaron en las revistas y periódicos de la época y quedaban aún por recopilar.
De ahí que en esta edición hayamos recogido toda la poesía de Prado anterior a los sonetos de 1934, más sus importantes ensayos estéticos, a fin de poner en claro la desacostumbrada evolución del autor del verso libre a la poesía rimada y medida.

La trayectoria ignorada
En la poesía del joven Pedro Prado, la búsqueda modernista de modos significativos de expresión es constante desde el principio; períodos rítmicos fluidos, asilábicos, y metáforas de gran delicadeza determinan el llano lirismo de Flores de cardo. La sencillez lírica de poemas como “Miel de abejas” recuerda el tono menor del arte de Juan Ramón Jiménez, autor con quien Prado comparte la misma actitud apolínea:
La miel: aroma de flor
con rayos de sol,
de un rubio cristal
de grato sabor.
En el caso de Prado la evolución estilística del verso libre a formas prosódicas más tradicionales resulta evidente desde sus primeras contribuciones a las revistas literarias. Como fundador y redactor de la Revista Contemporánea (1910-1911), el autor redefinió su estética, y en el notable “Ensayo sobre la poesía”, defensa metódica del verso libre, preconizó una exteriorización de la sensación: la literatura debe ser eficazmente modulada, de suerte que la forma siga a la función.
La poesía escrita después de 1911 refleja este principio arquitectónico de la exteriorización. Las sencillas estructuras correlativas de Flores de cardo evolucionaron hasta el paralelismo versicular más complejo de El llamado del mundo. La facultad imaginativa de sensaciones, atemperada entonces por el concepto teosófico de la unicidad última, hizo que el poeta, naturalmente introspectivo, se orientara más hacia el mundo exterior:
Cuan liviano es el aire que me besa
y suave, como en un vuelo por la sombra,
la canción vagabunda y sin sentido.
En texto de mayor amplitud, Prado renovó su dicción poética utilizando recursos estilísticos de fuentes tradicionales, manifestando un sentido notable de la forma. En “Lázaro”, la expresión de la angustia, de estirpe modernista, se da a través de un drama metafísico de los límites. Así, en El llamado del mundo Prado iba abandonando su concepto original de naturalidad expresiva independiente de la forma controlada.
Durante la década de ascendiente literario de Prado (1914-1924) el artista y guía intelectual de “Los Diez” seguía practicando nuevas técnicas poéticas, enmascarado tras varios seudónimos. En 1921 el Director del Museo de Bellas Artes y ya consagrado autor de Alsino escribió en la publicación vanguardista Claridad, pero bajo el seudónimo de “Androvar”. Fue también durante este mismo período de intensa actividad artística que el autor llevó a cabo la superchería literaria de Karez-I-Roshan.
La búsqueda inicial de formas significativas fue aparentemente lograda en 1924, con la poesía rimada y medida de Lemuria. Prado había elegido la forma exigente del alejandrino como medida constante para una extensa parábola teosófica. En la épica esotérica de los legendarios nativos de la Isla de Pascua el poeta trató de resolver el conflicto formal entre innovación y renovación, encerrando la insólita imaginería onírica en una línea isosilábica tradicional:
El reguero del sol, mástil de posesión,
despliega mi bandera de luz crepuscular;
al hundirlo en las aguas elevo mi canción,
y alumbro la Lemuria dormida bajo el mar.
El conceptualismo de los alejandrinos parece presagiar la casi exclusiva dedicación posterior del poeta a la forma refinada del soneto.
En 1927 Pedro Prado interrumpe su tarea poética, abandonando la literatura para servir al país como embajador en Colombia. El último poema que publica entonces queda como un testimonio elocuente de su constante lucha por encontrar la modulación perfecta de la palabra poética. En aquella ocasión eligió el verso libre, forma de la que luego prescindió también definitivamente:
El canto virgen;
el canto de palabras abiertas;
palabras heridas y sangrantes;
palabras hechas madres
de ideas, de atisbos, de astrales
conjunciones!
Palabras en impulso, desbordándose!
El canto ubérrimo que lanza
los viejos ceñidores por el aire,
y ofrece la desnudez triunfante.
El canto virgen que monda las palabras,
y arroja las ásperas cortezas,
y en la húmeda pulpa
toda la humana sed
y todo el hambre, sacia!

[1] “Mariano Latorre, Pedro Prado y mi propia sombra”, en Discursos, Santiago, Nascimento, 1962, p. 54.
[2] El Debate (Madrid), 19 de septiembre de 1935.
[3] Me refiero principalmente a Radoslav Ivelić, quien en su comprensivo estudio (v. “La poesía de Pedro Prado”, en Raimundo Kupareo, Creaciones: 1. La poesía, Santiago, Universidad Católica, 1965) sobre los artificios poéticos de los sonetos siguió la huella trazada por Raúl Silva Castro en Pedro Prado (1886-1952): vida y obra. Nueva York, Hispanic Institute, 1959. Excepción notable a esta tendencia crítica de descartar la temprana poesía es Hernán Díaz Arrieta que se ocupó de la posición clave del poeta en la evolución de la literatura chilena en Los cuatro grandes de la literatura chilena durante el siglo XX: Augusto D’Halmar, Pedro Prado, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Santiago, Zig-Zag, 1962.
[4] La Nación, 24 de junio de 1945.