Los pájaros errantes y otros poemas
Pedro Prado
La casa abandonada
Alta va la luna y las nubes volando en torno. De vez en vez cae una nubecilla como mariposa en las llamas de la luna y hay una pasajera obscuridad. Luego, el cuerpo consumido rueda por los rincones obscuros de la noche. Viento del otoño alegre ensaya un silbido agudo. Los árboles le hacen reverencias. Afanosas, las arañas zurcen los vidrios rotos de la casa abandonada, y continuos calofríos estremecen los yerbajos del patio.
Mala noche –dicen los grillos que cruzan por entre los escombros.
Mala noche –repiten los pájaros, que no pueden conciliar el sueño con el loco vaivén de las ramas.
¿Volverá? –preguntan los medrosos caracoles.
Bajo el bosque de ortiga y malvaloca, cruzan las ratas por vereditas que penetran a los cuartos vacíos. Las paredes desconchadas, con grandes agujeros, evitan las revueltas inútiles. Las cabezotas de los cardos, que se yerguen al frente de las puertas, vaciaron sus enjambres en las piezas solitarias.
Cuando penetra una racha, bailan las plumillas la danza del viento. Y la rata blanca, que anida en un escondrijo, se desespera con los vilanos, porque son el abrigo de sus ratoncillos.
-¿A dónde vais –chilla-, locos, más que locos?
-No lo sabemos, señora. Preguntádselo al viento.
-¿Os dejáis arrastrar por ese vagabundo?
-Hemos sido hechos para él. El polvo y las hojas y las aspas de los molinos están encargados de hacer visibles a las ráfagas que soplan vecinas a la tierra. Las nubes y los vilanos denunciamos a los vientos altos, que sólo en nosotros perciben los ojos.
-Extraña ocupación.
-¿Pequeña os parece? Hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles.
Los pájaros errantes
Era en las cenicientas postrimerías del otoño, en los solitarios archipiélagos del sur.
Yo estaba con los silenciosos pescadores que en el breve crepúsculo, elevan las velas remendadas y transparentes.
Trabajábamos callados, porque la tarde entraba en nosotros y en el agua entumecida.
Nubes de púrpura pasaban, como grandes peces, bajo la quilla de nuestro barco.
Nubes de púrpura volaban por encima de nuestras cabezas.
Y las velas turgentes de la balandra eran como las alas de un ave grande y tranquila que cruzara, sin ruido, el rojo crepúsculo.
Yo estaba con los taciturnos pescadores que vagan en la noche y velan el sueño de los mares.
En el lejano horizonte del sur, lila y brumoso, alguien distinguió una banda de pájaros.
Nosotros íbamos hacia ellos y ellos venían hacia nosotros.
Cuando comenzaron a cruzar sobre nuestros mástiles, oímos sus voces y vimos sus ojos brillantes que, de paso, nos echaban una breve mirada.
Rítmicamente volaban y volaban unos tras los otros, huyendo del invierno, hacia los mares y tierras del norte.
La peregrinación interminable, lanzando sus breves y rudos cantos, cruzaba, en un arco sonoro, de uno a otro horizonte.
Insensiblemente, la noche que llegaba iba haciendo una sola cosa del mar y del cielo, de la balandra y de nosotros mismos.
Perdidos en la sombra, escuchábamos el canto de los invisibles pájaros errantes.
Ninguno de ellos veía ya a su compañero, ninguno de ellos distinguía cosa alguna en el aire negro y sin fondo.
Hojas a merced del viento, la noche los dispersaría.
Mas no, la noche, que hace de todas las cosas una informe oscuridad, nada podía sobre ellos.
Los pájaros incansables volaban cantando, y si el vuelo los llevaba lejos, el canto los mantenía unidos.
Durante toda la fría y larga noche del otoño pasó la banda inagotable de las aves del mar.
En tanto, en la balandra, como pájaros extraviados, los corazones de los pescadores aleteaban de inquietud y de deseo.
Inconsciente, tembloroso, llevado por la fiebre y seguro de mi deber para con mis taciturnos compañeros, de pie sobre la borda, uní mi voz al coro de los pájaros errantes.
Oración al despertar
Tengo vacío el hondo espacio que el sueño dejara en mí. Todavía oigo su vago y monstruoso murmullo. Conservan mis ojos un turbio recuerdo de la profunda sombra silenciosa. Mi cuerpo créese aún entre las olas oscuras de ese inmenso mar callado.
En esta hora del despertar, inocente, libre de esperanzas, mis ojos vagabundos se detienen un instante sobre cada objeto; levemente los palpan, levemente; pero, cada vez más inquietos, uno a uno los abandonan y, como vuelos de pájaros prisioneros, mis miradas chocan contra todas las cosas.
Extranjero venido de un país infinito en que ninguna cosa ha menester de límites, mi corazón atribulado no comprende el porqué de esta celda, de estos muebles extraños, de esta ventana por donde penetra un sol pequeño y descolorido.
¡Oh, gran sol de mediodía, para los recién llegados a la vida dispersa eres sólo un nuevo y mezquino detalle en esta hora del despertar!
¿Dónde estabas ¡oh, sol! cuando yo dormía? ¿Dónde las pálidas luces, los grises caminos, los hórridos pueblos? ¿Dónde los oscuros deseos, las trémulas voces, la honda inquietud de mi nueva conciencia?
Fragmentos de Karez-I-Roshan
*
En esta noche el recuerdo de tu juventud perdida arde para mí tan solitario, que lo veo brillar como una hoguera lejana.
Hoguera pura y resplandeciente, en esta noche negra, cuando el monte remoto que te sostiene se funde en la sombra, te incorporas sin esfuerzo a las estrellas del cielo.
*
En las fiestas del baharak se encendió la danza como una hoguera crepitante.
La sangre ardiente prendió el júbilo, y en los ojos tristes brillaron ansias de infinito.
En la frente las mujeres lucían penachos de fuego, y sus cuerpos eran como llamaradas en los brazos del viento.
Avivamos con nuestra carne aquel incendio, para desvanecernos, como la llama, en el misterio de la noche eterna.
Mas, después, nuestra vida, como ayer y como siempre, fue sólo un tibio resplandor en la sombra.
*
Mi alma es árbol que canta con todos los vientos.
Los que buscan mi sombra se engañan al verme inclinado ya al norte, ya al septentrión, en aparente busca de todos los confines.
Mi alma sólo hacia donde Tú te encuentras, sabe crecer desde que yo naciera.
*
Vienen las mujeres con sus cántaros, y tú ¡oh! Kabul dentro de las ánforas, invisible de transparencia, vas a sus casas con ellas.
¡Oh! quién pudiera ir a la vez, ocultamente, hacia todas las mujeres que se llegan a nuestra orilla, y reservarse aun, para sí, su mayor caudal.
*
Entremos en el sueño llevando un pensamiento oscuro. Mientras la noche reina, las simientes sembradas se hinchan y germinan.
*
Quisiera borrar mis días pasados, pero Tú has dispuesto que nadie pueda atentar contra lo que ya fue.
Lo que fue es más poderoso que lo que ahora existe.
Desde hoy nada espero de los días que me restan.
Toda mi esperanza reside en aquellos otros días imponderables que a mí también me harán invencible.
Lázaro
“¿Quién me llama?” Y Lázaro, saliendo de la tumba,
miró a Jesús y lo comprendió todo.
“¿Eres tú ¡oh sol! el que alumbras?
¿Eres tú, o todo es un sueño? María,
mi hermana! Marta, hermana mía…!”
Hablaba lenta y vagamente, como un canto
que brotara de las aguas.
Sus miradas sin brillo iban errantes
por el ardiente paisaje de Judea.
Su voz estaba impregnada del opaco
silencio de la muerte
y su faz, serena y pálida, comenzaba a rizarse
como un lago dormido a la llegada del céfiro.
Una frágil apariencia revestía su cuerpo.
Transparentaba su carne los truncos,
futuros designios;
adivinábasele un empeño interrumpido
de transformarse en lirios,
en miel de los higos,
en agua y en aire alado.
Marta y María contemplaban atónitas
el curso revelado de un misterio.
Un terror ardiente y una alegría enloquecedora
corrían como fuego por las venas.
Allí, el hermano y el devenir del hermano;
allí, Lázaro vivo y el anuncio de sus lirios.
Tan sólo la muerte no estaba en parte alguna.
La muerte es un instante fugaz,
el vuelo de un segundo, el cambio de un estado.
“Lázaro, anda!” exclamó Cristo.
Lázaro pareció no oír, e inmóvil
en la puerta del sepulcro, dijo al Nazareno:
“Como tú me llamaste, me llamaban
las raíces de las vides y de los olivos,
para resucitar en aceite y vino.
Con igual imperio que el tuyo,
el agua me inducía a disgregarme
y a huir con ella.
Empecé a comprender con el morir
El sentido de la voz de las cosas,
y todas ellas no cesaron de llamar.
Innúmeras vocecillas llenaban los sepulcros:
Lázaro, ven! Lázaro, canta! Lázaro,
sube por nosotras y en nuestro perfume vuela,
exclamaban las silvestres flores de mi tierra.
Oh! poder de las voces veladas de la tumba!
Yo, solícito, en mitad de todas ellas,
como arena insegura que entre los dedos pasa,
me sentía escurrir. Era
un caer sin fondo,
blando como el sueño de un niño.
“Qué de secretos descubiertos
en el comienzo de mi transfiguración!
El dolor de mi sangre
camino de ser roca!
El triste revolar de los cabellos,
alentando sobre mi frente como las hojas secas,
cuando el viento campesino se colaba
por las rendijas de la losa!
Las hormigas trepaban sobre mis piernas
como yo, de muchacho, por las suaves
colinas de Bethania; y mordían mi carne
como pican los mineros
a las montañas del oro.
Cuando vivimos, es un dolor el dar;
cuando muertos, una gran alegría.
Es el único camino que nuevamente,
conduce a la vida.
Mi carne se entregaba gozosa
a la santa labor de las hormigas!
“Jesús, tú que todo lo das,
y con placer, en vida;
tú que juntas con el vivir la única
alegría de la muerte ¿mueres o vives?
¿o quedas más allá de la muerte y de la vida?”
Y Lázaro lloró y dijo: “Yo lo sabía;
sí, yo lo sabía cuando durmiendo estaba;
pero toda mi conciencia de la tumba
rueda a lo más hondo del olvido.
¡Ay! para siempre he perdido
el saber que alcanzara en mi agonía.
Por eso lloro…”
Y como llorara,
los ojos opacos de Lázaro adquirieron brillo
quedaron con la luminosa y húmeda
mirada de los vivos.
Y Lázaro exclamó, en medio de sus lágrimas:
“Si por la muerte gimo
como por un bien perdido,
por la vida que retorna río.”
Y volvía la sangre a sus mejillas y a sus labios;
y el fuego del amor, a su corazón.
Cayendo de hinojos bajo el plateado
follaje de los olivos, dijo
con una voz que parecía arañar los corazones:
“He pasado y pasamos por la vida
y por la existencia que se sigue a la muerte.
Y cuando rige el imperio de una de ellas
se borra de la otra la memoria.
Gracias, muro inconmensurable del olvido,
atalaya de ambos mundos que en la muerte te elevas.
“Oh! recia muralla impenetrable
que nadie escala si no renuncia
a su saber antiguo!
Gracias, porque quien no recuerda
el embeleso de la muerte
puede abrazar a la vida con placer.
¿Qué muerto no estuvo entre los vivos?
¿Qué vivo no fue entre los muertos?
Y así como nadie guarda memoria
de su estada en el materno vientre,
nadie alcanzará jamás a recordar
cuando vivo, a la muerte.
“Para mí se evapora la ciencia del no ser
como el rocío que cae por la noche
y que el sol bebe con avidez.
Ya ignoro los goces del sepulcro;
ya las doradas colinas y las rojas
amapolas, y los ojos de María
me ciegan de amor.
Llueve a torrentes el olvido
sobre mi ser.
“Vuelvo como viajero que retorna
de islas remotas, cien veces más bellas
que los paternos lares.
Y, porque regreso, vengo
sumido en un goce que mece más suave
que las ondas azules.
Vuelvo a mis duros terrones
con amor prodigioso que todo lo enaltece,
y veo que ellos se alzan más deseables
que las islas maravillosas del otro lado del mar.
“¡Cuánto a la vida vivifica el olvido!
Envuelto en su manto clemente,
siento que todo es posible para mí.
Brota otra vez límpida y hermosa
una esperanza interminable!”
Entre las yerbas, Marta y María yacían agotadas;
estremecidos los apóstoles, veían llorar a los judíos;
pero sólo el Nazareno comprendía
la voz de Lázaro…
“Muerte dulce, vida intensa, esposas mías!
Por vosotras dos se ha estremecido mi corazón;
pero al volver a tu lado,
oh! vida en juventud perenne,
arribo como llegaría el viudo
a quien le fuese dable gozar otra vez
de las ardientes caricias
de su primer amor desvanecido!”