Huida y fin de Joseph Roth
Postfacio

Soma Morgenstern

Hermann Cohen, el filósofo que renovó Kant a los alemanes o, al menos, a los filósofos alemanes, también hizo algo por los judíos. Lo que escribió para los filósofos era su trabajo intelectual. Su libro Religión de la razón fue su legado de amor para los judíos. Los quería a todos, salvo a los sionistas. Cuando le preguntaron por qué los desdeñaba, contestó: “Esos canallas quieren ser felices”. Joseph Roth fue un canalla así. Deseaba ser feliz y por eso tomó parte, en sus años de juventud, en el movimiento sionista.

Pero el destino lo quiso de otro modo. Ya de niño fue librado al infortunio. No conoció a su padre. Su madre quiso que el niño, desde la primera vez que echó de menos a su padre, se acostumbrara a la idea de que su padre había desaparecido. Él nunca quería contar cuándo se enteró de que su padre había muerto en la corte de un rabino milagroso. Tal vez no lo supiera con certeza.

Su madre, una mujer virtuosa y buena, le dio la educación que una simple madre judía puede dar. Pero lo protegía como lo único que tenía en su vida. Siendo ya colegial, me contó que su madre lo llevaba de la mano a la escuela y luego iba a buscarlo. En el colegio, fue un buen estudiante. Pero lo que sabía del judaísmo era lo que puede obtenerse de una madre: más folklore judío que sabiduría judía. Fue un joven piadoso aunque no aleccionado.

En la ciudad de Brody, donde nació, había un colegio de lengua alemana. Esa fue una ventaja para Roth cuando decidió escribir en alemán. Pero también fue una desventaja, porque se mantuvo apartado de las dos lenguas del país. No dominaba el polaco ni el ucraniano. De ellos entendía tanto como su madre, o sea, no mucho. Si no hubiera perdido a su padre, seguramente habría crecido de forma natural en la literatura en yiddish, que era su lengua familiar. Porque el alemán sólo podía hablarlo con sus compañeros de colegio. Como ignoraba la lengua del país, él mismo se encerró en un gueto lingüístico y así se hizo extraño a su patria, como uno de esos piadosos doctos ortodoxos que han conseguido no aprender jamás la lengua del país.

Una vez me contó lo bien que se lo pasaba cuando tenía la oportunidad de viajar, en vacaciones, a casa de sus parientes en Moravia, donde se sentía más como en casa que en su lugar natal. Pero esos viajes eran raros. Dicho sea de paso, esos parientes moravos eran también los benefactores que sostenían financieramente a él y a su madre. No puedo abundar en eso, porque Roth contó luego diferentes versiones sobre su pasado. Alardeaba de su pobreza, por decirlo así. A Stefan Zweig y a su postiza mujer les contó que, en su niñez, cuidó gansos y siempre llevó trajes usados que le daban. Según aseguraba (en mi presencia), el primer traje pudo hacérselo con la ganancia de su primera novela. Casualmente he rescatado una fotografía de él, que voy a incluir en este libro, para mostrar, para deleite del lector, qué elegante y atildado vestía el estudiante de Germanística. Esta foto es de una época —sobre 1913-1914— en que él, con su cabello rubio con raya en medio y monóculo, fraternizaba con los estudiantes nacionalistas alemanes.1 En aquel tiempo, ya era sionista, se había dado cuenta de que ese no era el camino a la felicidad. Entonces, lo intentó con la asimilación total. Eso ya lo he mencionado. Pero quisiera recalcar que, en aquella época, yo pasaba mucho tiempo con él y que no lo salvó de la asimilación ningún judío ni ningún libro en yiddish, sino la obra sobre la historia del pueblo judío de Ernest Renan, que le impuse con esas miras.

Lo repito porque quiero mostrar que los problemas que Joseph Roth tenía en su juventud no eran diferentes de los de los demás jóvenes judíos orientales. Con la excepción de una triste circunstancia, y es que creció sin padre. Nunca pudo con ese infortunio. Por ejemplo, en París, acaso el año de su muerte, me recordó cómo nos encontramos por primera vez. Fue en Lemberg, con motivo de una conferencia de las juventudes sionistas, como ya he contado. Ambos nos acordábamos muy bien de aquel encuentro. Pero, en París, se me ocurrió preguntarle por qué me abordó a mí, cuando iba buscando a un “Roth” que acaso fuera su pariente, pese a que, en aquel momento, me hallaba junto a otros cuatro amigos. Su respuesta fue: “Llevabas en el sombrero un crespón de luto y pensé: ‘Este también es huérfano, no tiene padre, igual es mi pariente’”. Contaba entonces quince o dieciséis años y seguía sintiéndose huérfano.

Pero no sucumbió al demonio Alcohol porque no pudiera superar ese infortunio. Cuando volví a verlo, en Berlín, en 1927, al regreso de su viaje a Rusia, ya era un periodista famoso. Parecía enérgico y sabedor de lo que se proponía, y no tenía preocupaciones económicas. Y justo entonces empezó a beber. Me preguntaba por qué. Y me sentí con derecho a preguntárselo. En lugar de responder, se echó el sombrero hacia la nuca y enseñó el lugar donde se le caía el cabello. Y el que le quedaba, ya no era rubio, sino descolorido y ralo. También se quejaba de su dentadura estropeada. Eran los incisivos los que lo preocupaban. Y para disipar preocupaciones, había empezado a beber. Pronto comprobó que beber lo estimulaba cuando escribía. Luego vinieron las preocupaciones por su mujer enferma y cada vez fue peor. Como lo veía con frecuencia, me acostumbré. Pero ya un año o dos después, una vez que nos encontramos con su amigo el escritor polaco Jósef Wittlin, este me dijo consternado, cuando Roth se fue al teléfono: “¡Nuestro amigo Roth parece un bebedor de sesenta años!”.

***

Toda vida humana contada es un melodrama. Así decía un escritor; se sentó y escribió una. No soy biógrafo y ni siquiera, hablando con propiedad, autobiógrafo. En verdad, lo que desde hace años escribo debía llevar el título de “Una vida con amigos”. Pero, por desdicha, no puedo usar ese título porque pertenezco a la desventurada generación que naufragó en un diluvio de la historia universal, del que sólo unos pocos salvaron la vida, pero no salieron, en ningún caso, indemnes.

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En lo que me concierne, no era lo bastante joven para librarme de la primera guerra. Fui soldado cuatro años. En la segunda guerra, no era lo bastante viejo para que se me eximiera de una estancia en los campos de concentración en Francia. Con todo, no lamento ni el primero ni el segundo infortunio. Porque mis experiencias me han enseñado que los que no fueron soldados en la primera guerra no comprendieron la posguerra, y los que quedaron exentos de los campos de concentración no acaban de entender la época que aún hoy prosigue.

*

Joseph Roth perteneció a esa misma generación. Murió, como un sabio, antes de tiempo para no conocer un campo de concentración. Pero acaso no he olvidado otorgarle el honor de haber sido el único judió que se posicionó en Francia a favor de una guerra contra la Alemania nazi, con la ayuda de algunos emigrados austríacos y, sobre todo, de monárquicos que también pensaban que, sin guerra, Europa no quedaría purificada de la banda de asesinos. Intenté apartarlo de esos esfuerzos vanos, no porque yo fuera de otra opinión, sino porque quería evitar que se les achacara a los judíos la imagen de incitadores a la guerra, como se hizo, de manera falaz, tras la primera guerra.

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En aquella época, Joseph Roth era una de las direcciones para los austríacos. Cada día venían nuevos refugiados que buscaban en él protección de la Préfecture de Police. A veces, podíamos ayudar a alguno. Roth podría quizá haber hecho algo más en ese sentido, si no hubiera sido por el alcohol. Pero ese no era el principal motivo que me llevaba a diario a ponerlo en guardia frente al demonio Alcohol. Como a Stefan Zweig, su amigo y bienhechor, me parecía posible salvarlo. Aquellas tentativas, de prácticamente nulo efecto, envenenaron aquel año de convivencia con él. Muchas veces pensaba en la advertencia del doctor Löbel, el sabio doctor Skowronnek en algunos relatos de Roth, de que un alcohólico en el estado en que Roth se encontraba en 1937 no se distingue apenas de un enfermo mental. Pero no fui capaz de dejarlo solo. Pronto me di cuenta de que sólo una mujer querida habría podido salvarlo de su demonio. Porque recordaba nuestra convivencia en 1934, en el Foyot, donde estaba instalado con Manga Bell y sus hijos. Entonces no bebía tanto, pues hacía comidas regulares, aunque no a diario, y llevaba con orgullo la carga que significaban los dos hijos de Manga Bell. Siempre acostumbró envanecerse del número de personas de quienes tenía que ocuparse. Como ya he mencionado, al menos ante los editores, se ocupaba también se su mujer, que había tiempo que había muerto en un asilo. Por esa razón, siempre quiso persuadirme, al principio de nuestra convivencia, desde marzo de 1938, para que hiciera caja común con él. Al principio encontré emotivo, incluso grotesco, por parte de tan buen amigo que él, que gastaba en un día mucho más que yo en una semana, me quisiera mantener a su nivel. Pronto descubrí por qué. Desde los quince años, he tenido por costumbre, cualquiera que fuera mi situación, por pagar puntualmente. el primero de mes, mi vivienda. Eso le chocó. Así lo hice también en el primer mes de mi estancia, pese a encontrarme en grandes dificultades económicas y tener que pedirle prestado incluso a él. Al verme pagar puntualmente el alquiler, supuso que tenía la vida asegurada y decidió —como ya he contado— hacer caja común conmigo de muy otro modo, cuando informó a algunos benefactores solventes que me mantenía a mí, un escritor valioso. No me enteré de eso hasta después de su muerte, como también he contado en otra parte.

*

Tras su muerte, no tenía la presencia de ánimo necesaria para escribir su necrológica. Dejé eso a su séquito que, ya en vida y tras su fallecimiento, se calentaba al lado soleado de su glorio y sigue haciéndolo hoy, con provecho. Cuando estuve a salvo, ya en Estados Unidos, decidí otorgarle una buena parte de mis recuerdos vitales. Mi intención era describir con exactitud, por medio de su ejemplo, cómo el alcohol destruye a un artista del valor de Joseph Roth física, moral, social y, por desgracia, también mentalmente. Porque, al final, Joseph Roth, que no soltó la pluma ni siquiera en el lecho de muerte, no pudo finalizar su libro La cripta de los capuchinos sin el consejo de la ayuda de un amigo.

*

Hasta cierto punto, intenté seguir esa línea en mis recuerdos. Hasta que, un día, una casualidad me apartó de la idea de ejemplificar un caso impresionante y demoledor en el destino de Roth. Una amiga me llamó la atención sobre un libro del que aquí se hablaba mucho. Se trataba de una nueva edición de Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Comencé a leer y no llegué muy lejos. Me recordaba demasiado lo penoso, lo repugnante, lo pura y físicamente repugnante de la convivencia con un alcohólico. Otra vez contando los coñacs, los armañacs, los calvados. Otra vez la eterna escasez de dinero, soportar las humillaciones, aguantar los olores… era superior a mis fuerzas. Pero igual que con el mismo Roth, a quien cada dos meses quería dejar y, aun sí, nunca abandoné, volvía una y otra vez al libro, hasta que de una decidida tirada, con admiración, con agradecimiento y alivio, lo leí hasta el final. Lo que proyectaba llevar a cabo lo había demostrado aquel autor, mejor de lo que yo jamás hubiera podido, en su propio cuerpo y con gran talento, del modo más exacto.

*

Me quitó un peso de encima. Ya no tenía que escribir un manual didáctico, que ni me corresponde ni a nadie hace falta. Todo aquello era mi suplicio, mi tormento, y con todo, no era asunto mío. No estoy interesado en la patología. Detesto la literatura clínica, venga de donde venga. Lowry ha narrado de sí mismo, lo que le es lícito a todo el mundo. Y ha hecho una buena obra. Su libro no hará desistir a ningún alcohólico. Pero ha supuesto la fama para el autor, que se la tiene merecida. Le fue otorgado decir lo que sufrió. Un año de actividad de Alcohólicos Anónimos ha salvado a más alcohólicos que toda la literatura que se ha escrito sobre ellos y, por desgracia, que se engalana con ellos. Un año de Alcohólicos Anónimos ha salvado más que una docena de psicoanalistas. No los he contado, ni tampoco el número de éxitos de Alcohólicos Anónimos. Pero sé que es así. Y, al menos, me ha servido saberlo. No sólo me ha evitado tomarme un trabajo para el que no valgo, sino que me ha deparado un conocimiento completamente distinto que hace que mi amigo Joseph Roth me aparezca a una nueva luz, al menos en el recuerdo de los antiguos días.

*

Tras la muerte de Roth, su amigo Fingal me dio noticia de una necrológica en un periódico francés y me citaba una frase: “Ni el más fiel de sus amigos íntimos. Soma Morgenstern, estuvo en su última hora con él”2. Es cierto. No me dejaron pasar a visitarlo el penúltimo día en el hospital. Tampoco nos dejaron ni a Fingal ni a mí verlo en el depósito de cadáveres. Estuvimos fuera, ante la puerta, y vimos a los dos curas católicos que se ocuparon de su entierro cristiano cuando salían del depósito de cadáveres.

Como doctor utriusque iuris, licenciado en la Universidad de Viena, soy también doctor en Derecho Canónico. Y como tal puedo aseverar que no se puede bautizar muertos. Pregunté qué tenían que hacer los dos curas, con quienes no nos dejaron entrar, con el muerto. Entonces vino el furgón mortuorio, un coche negro. Ya no sé quién me presentó al chofer como el amigo más íntimo del difunto y me hizo el honor de acompañar a Joseph Roth en su último viaje en el coche fúnebre.

Por el mismo camino pensé en Roth, pero también en Heinrich Heine, en cuya proximidad, en el cementerio de Père Lachaise, Roth merecía un lugar3. También pensaba qué diría Heinrich Heine si hubiera visto salir a los dos curas del depósito de cadáveres. Y, tal vez, como iba sentado junto al chofer, me vino el pensamiento: hagan lo que hagan, eso tendrá en la gloria del muerto tanto efecto “como un cochero fúnebre en la inmortalidad del alma”.

*

Ya después de la muerte de Alban Berg, tuve la experiencia de que, tras la pérdida de un amigo querido, no se sueña con él tan pronto como se desea. Pasaron semanas hasta que soñé con Roth por primera vez. Iba yo por un parque. Era otoño y hacía un día despejado. Lo vi sentado en un banco y me hizo señas. Cuando me aproximé, se levantó y encaminó rápidamente a un banco más lejano, donde se sentó y volvió a hacerme señas. La escena se repitió varias veces. Por fin, cuando ya no había más bancos, se quedó sentado con las manos delante de la cara. Le pregunté por qué lo hacía. “Me han cortado la cara”, dijo. Y desapareció.

Ese sueño se repitió a lo largo de los años, casi siempre del mismo modo.

*

En el campo de concentración de Audierne, dormí una noche al lado de Serge Dohrn. Esa noche, también soñé con Roth y me acordé por la mañana. Se lo conté a mi amigo. Y Serge replicó: “Corrieron rumores de que, el último día, hubo que ponerle una camisa de fuerza. Tal vez se hirió…”.

*

Cuanto más años y décadas pasaban, más que asentaba en mí la convicción de que todos los buenos amigos que, en sus últimos años, quisieron salvarlo de su demonio, no acababan de tener razón. Ni el Stefan Zweig conocedor del mundo, ni la buena Madame Gidon, ni la hiena caritativa, la señora divorciada Friderike Zweig, ni —llorado sea Roth— tampoco yo. ¿Qué habría sido de Roth sin alcohol? Es lo que me pregunto. Es cierto que hubiera vivido más. Ahora bien, ¿hubiera sido lo que él quería? No lo creo.

*

De entrada, pensándolo de una manera puramente práctica. Se había acostumbrado a escribir en locales públicos, en cualquier país, ciudad o casa donde viviera. ¿Cómo hubiera hallado, sin alcohol, la calma precisa para concentrarse en su trabajo? De ese modo, empezó la perdición. Hay que suponer que ya su naturaleza física lo llevó a eso, como podría ser el caso de todos los alcohólicos (y según lo veo, es así). Pero hasta los bebedores natos no se convierten en tales si no son impulsados por algún motivo.

*

Se habituó a escribir en locales públicos cuando comenzó a escribir como periodista. Pero ¿cómo se escribe una novela en un café? Se logra si uno puede aislarse cada vez más en un sitio así, y eso se lo procuró el alcohol. Y lentamente. Comenzó con narraciones breves. Porque lo que ahora llaman sus novelas rusas ni son rusas ni son novelas. Son rapsodias más o menos decoradas con su bello lenguaje y, a veces, por desgracia, también schnapsodias4 à la russe.

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Joseph Roth no es un narrador nato. Es un descriptor nato. Y de la especie más destacada. Sus verdaderas obras maestras eran los artículos que escribió para el Frankfurter Zeitung. Esperemos que cuanto haya en el Frankfurter Zeitung se reúna y publique. Hay ahí muchas pequeñas grandes obras maestras que destacan con creces sobre todo lo que hizo célebre al artista de cabaret que fue Alfred Polgar.

*

“La primera osadía de emprender una novela me la procuró un buen aguardiente”, me confesó una vez. Completamente en serio, pero también con la intención soterrada de inducirme a beber. Como todos los adictos (y la gente casada) se sentía impulsado a seducir a los demás. Sobrio no se encontraba bien del todo. Como me quería, me perdonaba incluso que comiera. Pero que no bebiera nunca me lo perdonó. Ni la salud tampoco. “¡Salud! ¡Puaf!”.

*

En un libro nostálgico de un emigrado, leí la pregunta: “¿Qué habría sido de Joseph Roth sin Viena?”. Esta pregunta retórica tiene, de forma excepcional, una respuesta. Él habría sido probablemente el mismo que fue: un austríaco galiciano. Porque Galitzia era un país muy austriaco. Y Joseph Roth es un escritor muy austríaco. Hay muy pocos a quienes se pueda llamar así. Porque la mayoría de los escritores austríacos, incluso alguien tan verdaderamente grande como Peter Rosegger, son escritores regionales. Como austríacos, enumeraría sólo a unos pocos: Franz Grillparzer, Adalbert Stifter, Hugo von Hofmannsthal, Robert Musil y Arthur Schnitzler, que es un vienés demasiado grande como para llamarlo sólo vienés.

*

Joseph Roth apenas cumplió los cuarenta y cinco años. De ellos, pasó en Galitzia unos veinte, aunque también dos de preguerra, como yo, siendo estudiante en Viena. Del resto, vivió cuatro o cinco años en Viena, no más. Luego se trasladó a Berlín y comenzó su vida nómada. Sólo se asentó de veras en París. No describió ninguna calle de Viena con tanto cariño como una calle de París. Aprendió alemán de Heinrich Heine. A escribir, como me confesó, aprendió de Proust, a quien, según su humor, ponía por las nubes para, al día siguiente, compararlo con Gide y cubrir a ambos de improperios.

*

Si hubiera sido francés y hubiera vivido unos años más, se habría convertido en una leyenda en París. Tenía cuanto hace falta para propagar la atmósfera donde nacen las leyendas. A saber: una vida pública, una ocupación pública, llevar una vida peligrosa y mostrar puntos de vista iconoclastas o, cuando menos, declamar para la galería bufonadas con gran patetismo. Por ejemplo, una vez vociferó a un escritor amigo al que apreciaba mucho: “¿A qué veneras tanto a Tolstoi? Tu mano es tan fuerte como la suya. Tu corazón, tan grande como el de él. Tu cabeza es tan buena como su cabeza. ¡Pero no te aguantas sentado! Él tuvo un culo amplio. Su culo era más amplio que su barba. Y sobre ese culo suyo, se sentaba en un banco amplio, frente a una mesa amplia, en la amplia Yasnaia Poliana, teniendo, tras de sí, la amplia y enorme Rusia, y el gran y amplio pueblo ruso. Nosotros, en cambio, no tenemos asentaderas. Nadie detrás de nosotros. Sólo los perros, que están ahí atrás. Somos una pieza de caza acosada. Lo que hacemos no tiene estabilidad”.

Prescindiendo de todo eso, a un bebedor público le es aún más fácil convertirse en una leyenda que a uno santo.

*

Su demonio le acortó la vida. Pero ¿cuánto hubiera vivido? No habría sobrevivido fácilmente a la guerra, aunque hubiera sido atendido en mejores condiciones hospitalarias. El estallido de la guerra habría supuesto un triunfo para él. Pero pronto lo hubieran trasladado, como a todos nosotros austríacos, a un campo de concentración. Allá no hubiera vivido ni ocho días. Ya el hecho de que su amada Francia nos metiera a los emigrados en un campo de concentración habría acabado con su vida. En París.



Huida y fin de Joseph Roth
Soma Morgenstern
1955

Notas

1 Esa fotografía no fue hallada en su legado; la biografía de Roth de David Bronsen recoge una reproducción.

2 En su necrológica en Les Nouvelles Littéraires (reproducida por Pariser Tageszeitung el 3 de junio de 1939) recuerda Fred Bérence, un periodista suizo, el mal estado de Roth y describe un encuentro frente al café Tournon: “Estaba solo, hasta el más fiel de los fieles, Soma Morgenstern, que velaba fraternalmente por él, se había ido”.

3 Joseph Roth está enterrado en el gran cementerio de Thiais, al sureste del extrarradio de París. (N. del T.)

4 Schnaps… “aguardiente”. (N. del T.)

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