Fragmento de Ácratas

Armando Roa Vial

Se suele escuchar que los grandes “depósitos de sentido”[1] se han agotado, que un mundo pragmático y veloz como el nuestro, consumido en una devoradora instantaneidad, rehúsa de referentes o narrativas que lo distraigan de su inmediatez o lo lleven más allá de sí. Quizá el desconsuelo o el escepticismo que subyace a ese tipo de diagnósticos radica, precisamente, en haber confiado “sentidos” a instituciones o grupos que, como sabemos, cautelan más por sus intereses corporativos que por el de sus afiliados. Ya nos enseña la historia que la humanidad ha sido pródiga en ese tipo de iniciativas, con inquisidores a sueldo, con altares y mandamientos a la carta, con decálogos profusamente glosados. Intrigar sentidos y propósitos ha sido el sueño inmemorial de teólogos, historiadores y filósofos, sentidos que devienen en amortiguadores o colchones defensivos frente al peso de la realidad, cuando no en patentes de corso para legitimar ciertas formas de organizar y conducir los estímulos y las respuestas de las personas ante la pesadez de lo real. Hasta podría hablarse de una “ideología del sentido”, con mucho de maña y también de fraude. Ante la estocada del horror frente a la ausencia de garantías (“la garantía del sentido”, según la expresión de Charles Taylor) los dividendos del miedo pueden ser múltiples y, desde luego, amenazantes. A la sombra de los grandes proyectos de ingeniería social acecha la maleza del temor ante la indiferencia de las leyes del orden natural y la imposibilidad de “humanizarlas” introduciéndoles un propósito o un hilo conductor. Y es que la realidad no finge, se muestra al desnudo tal cual es, por más que busquemos enmascararla rindiéndola al capricho de nuestros deseos bajo un manto copioso de mentiras. Somos criaturas de un albur cuya vocación más íntima ignoramos. No digo que no haya un sentido; simplemente que ese sentido es personal, que es probablemente trabajo de toda una vida descubrirlo, sin que otro pueda obligarme a asumir algo impuesto, o a reclamar un monopolio a la hora de arbitrar propósitos o despropósitos. Recuerdo un verso memorable del Paraíso perdido de Milton: “La mente es su propio lugar y puede hacer un Cielo del Infierno o un Infierno del Cielo”[2]. Creo que una de las dimensiones más éticas del espíritu libertario, al menos como yo lo entiendo, es cautelar esa dimensión de autonomía espiritual que hace de cada ser humano un propósito para sí, simiente inconclusa, y no una pieza de engranaje en una maquinaria anónima y ajena. Y ese propósito va descubriendo sus significados desde las liturgias más simples de la vida cotidiana, siempre al dictado de los afectos. Y aquí hay un cruce importante: afectarse, acontecerse por las cosas y por los otros. En un mundo que hace del otro valor de cambio, moneda de curso corriente, quizá la única garantía de sentido que nos va quedando es la apertura al otro, el crear vínculos, como pedía el zorro al principito. En uno de los capítulos del libro La Resistencia de Ernesto Sábato hay un bello epígrafe del filósofo judío Emmanuel Lévinas: “Lo humano del hombre es desvivirse por el otro hombre”[3]. Esa frase rotunda resuena más afilada a nuestros oídos cuando nos enfrentamos a una cultura que ha depositado sus garantías de sentido no en las personas sino en organizaciones como el Estado, el mercado, las iglesias o las ideologías, productores de conciencia que responden a intereses de grupos de poder. Los prestamistas de sentido, premuniéndose de autoridad e invocando tal o cual ortodoxia, acaparan una oferta tan rentable como peligrosa. Rentable, porque por cada lobo inevitablemente hay cien borregos; peligrosa, porque se rebaja el sentido a una horma estandarizada cuya tarificación queda en manos de los mercaderes de ilusiones para quienes la felicidad es casi un concepto bursátil. Y, desde luego, ahí donde hay temor habrá pasto fertil para una clientela ávida. Terry Eagleton ha reflexionado con profundidad sobre el impacto que la muerte de Dios, pregonada por Nietzsche, tuvo para nuestra cultura. Cito dos frases de La Cultura y la Muerte de Dios: “Mientras el lugar de Dios esté ocupado por la razón, el arte, la cultura, el Geist, la imaginación, la nación, la humanidad, el Estado, el pueblo, la sociedad, la moral o algún otro sustituto engañoso, el Ser Supremo no está muerto del todo”[4]. Y añade más adelante: “Cuando la humanidad se hace cargo de las tareas de la divinidad, se da la curiosa situación de que el hombre, aterrorizado por su propio acto de deicidio, se ve obligado a llenar el hueco que dejó con lo primero que encuentra a mano, a saber, su propia especie”[5]. Sin duda que ese hueco es inmenso, que en él reverberan vacíos aterradores, que el eco de la inanidad ensordece; hacer frente a un universo que nos resulta inhóspito, amedrentadoramente extraño, insensible por completo a nuestros anhelos y fracasos, que puede acabar de la noche a la mañana con aquello que hemos cimentado pacientemente, nos resulta encandaloso. Pero es desde esa modesta ruina donde debe florecer lo humano en toda su grandiosa fragilidad, con voluntad de verdad y no de espejismo. Aunque tengamos por herencia una herida no cicatrizable. El sentido, de haberlo, es personal; aquí de nada valen los préstamos, menos si entrañan onerosas hipotecas. Y aunque en esta sociedad del espectáculo cundan las distractoras orgías de lo superfluo y el triunfo de la impostura, siempre será bueno bajarle la temperatura a la vanidad y recordar que al final, como Nagel, el personaje de Knut Hamsun, se es un “extranjero ante los hombres, un extraño ante la vida”[6]


[1] Uso esta expresión con la connotación ya clásica que le dio Berger y Luckman.
[2] Milton, John, Poetical works, Ed. Sir Egerton Brydges (London: Thomas Tegg,, 1842), p.15.
[3] Véase en Sábato, Ernesto, La resistencia (Barcelona: Seix Barral, 2016), a propósito de “Tercera Carta: entre el bien y el mal”.
[4] Eagleton, Terry, La cultura y la muerte de Dios, trad. de Fermín Rodríguez (Buenos Aires: Paidós, 2017), p. 135.
[5] Eagleton, Terry, Ibíd.
[6] Citado en Magris, Claudio. El anillo de Clarisse. Tradición y nihilismo en la literatura moderna, trad. de Pilar Estelrich (Barcelona: Ediciones Península, 1993), p. 178.


Armando Roa Vial (Santiago, Chile) 1966. Poeta, traductor, ensayista y narrador. Ha recibido el Premio Pablo Neruda y el Premio de la Crítica.  Su obra poética está recogida en Ejercicios de Filiación, Shakespearean Blues y La Nave de los Muertos. Ha traducido Beowulf y también selecciones de la obra poética de Thomas Hardy, Ezra Pound, Robert Browning, Kenneth Rexroth, John Berryman y Michael McClure.

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