El cine, la soledad

Juan Carlos Vergara

Vi hace unos días la cinta documental Descubriendo a Bergman. Ingmar Bergman, a sus 51 años, tras descubrir la Isla de Färo en medio del Mar Báltico mientras rodaba Persona, decide trasladarse allí, para vivir los siguientes 40 años de su vida en el más completo aislamiento. No pude evitar sensibilizarme. Ha sido también mi utopía. Utopía extrañísima, porque no hay soledad que no sea demasiado ruidosa; y es ingenuo pensarla como la simple ausencia de distracciones para entregarse a una ligera tranquilidad, al reposo o el descanso.

La soledad, el aislamiento, para los que hemos sido educados en la Tradición del Libro, es la instancia decisiva, límite; aquella de la máxima intensidad existencial, del mayor agobio, de la más terrible aflicción, la del ataque despiadado de todas nuestras pasiones, todos los fantasmas, la convocatoria multitudinaria de nuestros demonios. Es la idea que subyace a la imagen del desierto, la posibilidad cierta, irrecusable, del aburrimiento. Cuando es superlativo el acoso de la duda, no sobre lo que es (o sólo extensivamente), sino sobre lo que somos. Donde la imposibilidad de afirmarnos frente al otro al decir: “yo soy esto”, o incluso, y en su extremo: “heme aquí, sufro, sufro”, comienza a generar la angustiosa sensación de la evaporación, la desaparición de nuestra ilusoria esencialidad, la disolución última de la creencia que depositamos en nuestra realidad efectiva. Indicando tal experiencia, la llaga donde constatamos que somos una pregunta que no hemos sabido percatar, y que ahora, en su asalto más estrepitoso, nos arranca del supuesto lugar estable que creíamos ocupar en el diseño de la creación.

Cuando la imagen epocal de la juventud –allí donde eclosiona la pulsión sexual, el éxtasis alcohólico o narcótico, la distensión del goce y el gregarismo de la juerga– se ha marchado sin despedirse de mí, no puedo encontrar ningún alivio en las evasiones del goce. Y entonces, desengañado ya, cuando no hay nada con qué divertirse, comienza (y sólo comienza) el fin de la evasión. Momento aquel de partir a la Isla de Färo. Mi momento de partir hacia la Casa de Campo. De estar solo. Qué cruel utopía, entonces, una vida sin diversión posible.

Otra vez una cinta cinematográfica, esta vez Simón del Desierto de Buñuel. La historia de un anacoreta que decide dejarlo todo para vivir en lo alto de una torre, con el mínimo de viandas para subsistir, dedicándose a la más estricta contemplación, donde recibe a diario las visitas del demonio, quien quisiera distraerlo de su ascética empresa. Una noche, Simón delira en su soledad, y comienza a verse a sí mismo corriendo alegremente tras una mujer que es su madre también, con quien se toma de las manos y danza haciendo una ronda. Qué conmovedora escena, de la más simple e inocente felicidad. Simón percata que se ha distraído de su ascesis y por un momento se compadece de sí mismo, comenzando a dudar, preguntándose por qué ha renunciado a algo tan bello y puro como ese amor para dedicarse al tormento de una soledad llena de voces. Pero entonces comprende que imagina cosas: se ha aburrido, y la evasión del goce –sublimada hasta proyectarse como “la” felicidad– ya no podría restaurar ninguna inocencia perdida, ninguna ignorancia dorada de no pensar. Comprende, pues, que cuando uno se ha aburrido, no hay goces que reparen ese estremecimiento ontológico, esa herida, siendo esta misma aflicción, la desgracia misma, la que moviliza todas las potencias morales hacia la redención.

Es lo que señala Tarkovski en un diálogo de Nostalgia que siempre vuelve a remecerme: “su problema es que usted quiere ser feliz… pero eso no es lo importante”. Si no fuera suficiente con el parlamento mismo, añade el ruso en la cinta documental Andrei Tarkovski: un poeta en el cinema, que este mundo no está hecho para la felicidad, que hace falta simplemente ver cómo acaece la vida en él para darnos cuenta que su finalidad no es la felicidad, sino cobrar conciencia del escenario que somos, donde se enfrentan fuerzas  morales antagónicas: el bien y el mal de modo permanente, y que sólo en el sacrificio, que asume incluso formas agobiadoras, llegamos a desaparecer en la “llama de amor viva”, permitiendo que el bien sea carne y se exprese a sí mismo como pura donación: toda bondad sea para los otros…

Tal vez en un punto me distancio de Bergman, y tomo la mano de Tarkovski, y es que el segundo aconseja a los jóvenes buscar cierta soledad, aprender a estar solos, a pensar las cuestiones importantes a contrapelo de las tendencias más degeneradas de nuestra civilización –afanosa del ruido de las máquinas, su velocidad y prisa– para aprender a vivir. Distintamente, Bergman sólo pudo marcharse siendo hombre adulto, ya maduro, y se dice que sufrió enormemente dada su apetencia libidinal permanente y disipada. Cuántas noches de tristeza y masturbación, de lágrimas o demenciales ataques de ansiedad, ya sin retorno. He de ser yo quien conozca un poco más sobre sí, quien oiga todas esas voces, sus fantasmas.

Así, al final de esta utopía paradójica de la soledad, vuelve a aparecer la felicidad, pero ya no como ninguna cosa externa, sino como una jovialidad mucho más consistente, una alegre dádiva, cuando hemos constatado nuestra real capacidad de servir al bien. Todo retiro está hecho para el retorno.

Y ya es momento de callar.

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