Hacia el mar. Señales, derroteros y diseminación en «Caudal» (2021) de Catalina Ríos

Por Ana María Riveros

mientras pienso que la felicidad
no es sino un leve deslizarse de remos en el agua,
(…) la luz de un pequeño barco,
esa luz que aparece y desaparece
en el oscuro oleaje de los años

(Jorge Teillier)

Palpamos el fondo húmedo. Las gotas manaron y fueron creciendo
y de pronto nos encontramos frente a frente con la cara limpia del mar.
(…)
Dirígete a la orilla del mar y oirás cómo el agua suave se retira y resuena la escollera.
No hay autoridad que pueda entrar donde yo estoy. Sé poderoso.

(Ennio Moltedo)

En la línea del primer epígrafe que acompaña el presente escrito, Jorge Teillier publica en Poemas del país de nunca jamás (1963) un texto poético titulado “Señales”, con el cual me encuentro al azar mientras rastreo los versos citados más arriba, los que se deslizan ondulantes en mi memoria –estos últimos, ciertamente, pertenecientes a otra obra del autor, en el entramado, no obstante, del libro único escrito por Teillier como nos advirtió alguna vez Leonidas Morales (1996)–. Tales señales se manifiestan en la poética teillierana, como bien sabemos, por medio del paisaje entendido como aquel “depósito de significados y símbolos ocultos” (1999: 23) a partir del cual se develan las claves de un realismo secreto, como enunció Darío Carmona y recoge el mismo Teillier en su ensayo “Los poetas de los lares” (1965), indicios de una verdad oculta y clandestina que hoy borbotea, emerge y se deja de entrever tenuemente –y esencialmente– en el poemario “Caudal” (2021) de la poeta chilena Catalina Ríos (Renca, 1995), publicado en la ciudad de Limache por Provincianos Editores. La naturaleza constituye, en este sentido, la urdimbre y umbral a través de los cuales tienen lugar estos aconteceres leves, apenas perceptibles, que palpitan en medio del dominio boscoso de un igualmente paisaje sureño, en correspondencia con el lar, la Frontera teillierana, pero que en la obra de Catalina Ríos excede a esta en tanto la sujeto de estos versos ha endilgado sus pasos –como nos dice Violeta Parra (1998: 140)– por diversos derroteros opuestos a la ciudad acompañada de una mochila que pesa/aligera en su espalda: por la costa central, planicies, senderos y zonas camperas cercanas al mar, a orillas del mar y el viento costero que “trae / olor a pinos y algarrobos” (Ríos, 2021: 44), el paseo Mar Adentro –como se titula el primer poema de esta entrega– y el descenso/ascenso con énfasis hacia el sur y su costa, entre La Araucanía y la Región de Los Lagos junto con otros confines nacionales de la zona central y un tanto más al norte; y, en todos, el intento de la voz poética por escapar de la tierra adentro que la atrapa y encarcela. Es la tendencia inevitable y permanente de la sujeto de arrojarse hacia el mar, aproximarse a la orilla, en pos del caudal que la atraviesa, desborda y perturba incesantemente. La necesidad del mar y alcanzar su desembocadura, cual río, el instante de la vida suspensa: “la brisa / de una ola / nos moja / por un instante / la muerte / sabe a sal / se parece a la espuma / que descansa / entre las rocas / de Punta de Tralca” (15), “la humedad lo llena todo” (19).

En la portada de esta edición –de un verde compacto que no queda indiferente a la vista, juego y trampa de la evocación de un paisaje natural/artificial– se proyectan las líneas blancas de un mapa como las líneas de la mano, red de vasos sanguíneos a través de los cuales fluye y se pierde el yo, laberinto de ríos y caudales por donde este añora indefectiblemente desplazarse versus la ambigüedad de su ubicación –el ícono de Google Maps por estos tiempos y su ironía, como si fuese la punta blanca/plateada de una lapicera, de una pluma estilográfica que intenta fijar en el mapa su arraigo y recorrido–, al borde del caudal que emerge a su vez como origen de su trazo, formando y deformando la escritura: “todas estas cosas / en línea recta / al basurero” (33). Cauces, torrentes y caudales, las líneas del agua abundante –sujeta a restricción, aflicción del yo– que corren por el lecho del río anárquicas y rizomáticas en los términos de Deleuze y Guattari (2009: 41); arterias que, no obstante, dan cuenta a su vez de un extravío, de una búsqueda y una herida que permanece, el cuerpo de una sujeto desperdigada y diseminada por la larga y angosta faja de tierra como versan los antiguos libros escolares, fragmentada, mutilada y disgregada tal como refiere Violeta en sus décimas: “entre las aguas y el viento / me pierdo en la lejanía (…) mis nervios dejo en Granero / la sangre en San Sebastián / y en la ciudad de Chillán / la calma me bajó a cero (1998: 139-140). En el poemario de Catalina Ríos –apellido metonímico– observamos este mismo deambular, el insistente buscar sosiego por diversos terruños; el deseo por aniquilar, hacer desaparecer una angustia acuosa que desde su latencia y levedad inunda al ser manteniéndola húmeda y sumergida en medio de un tránsito que no concluye, pero que a su vez no logra aliviarla, eximirla del peso –la fuerza del caudal– que arrastra: “la angustia se ciñe al pecho / en la arena mojada” (Ríos, 2021: 41), “lleno de significado / las esquinas que desconozco / lo que quiero arrancarme no se va” (27), “esa pena / que es siempre la misma / arriba de un taxi / en cualquier lugar” (28). El recorrido de la sujeto poético se vuelve, en efecto, rizomático en tanto este no reproduce de modo alguno una estructura o camino prefijado –por otros– con antelación, sino todo lo contrario, es “mapa y no copia”, como apuntan los autores (Deleuze y Guattari, 2009: 42), en cuanto el derrotero de la sujeto constituye una existencia abierta, de múltiples entradas, dispuesta a toda alteración. Su errar por la geografía nacional acontece entonces sin destino fijo en cuanto al dominio terrestre, llevada por el azar como el oleaje del mar que se añora, su paso diseminado por los diversos rincones de esta tierra cual metástasis de un cuerpo y subjetividad que duele, que corroe, que no descansa. Frente a ello y a esta dualidad que constituye este mismo andar –irse desesperadamente como búsqueda y vía de liberación versus el imposible escapar de sí misma–, cobra forma en la escritura de Ríos una poética del éxodo, del tránsito, la que no reviste en primera instancia de la carga política de una escritura forjada claramente en dictadura como oficia en el caso de nuestra historia reciente, aun cuando en nuestro imaginario no deja aquello de remitir a esta circunstancia de una u otra forma no cesada y, por ende, a toda la herencia postdictatorial que conlleva y aún nos toca, el dolor moderno y postmoderno. De este modo, en los versos de Catalina Ríos éxodo no es precisamente exilio, sino más bien insilio, aquella fisura, herida que remite a un silenciamiento interior (Ingenschay, 2010) que, en este caso, se deja escuchar a lo largo del poemario –se deja correr–, manifestándose de modo explícito por medio del desplazamiento físico que le permite al yo atravesar y moverse por un amplio territorio eminentemente natural que acontece, sin embargo, como zona cercada, sitiada, proyección de aquella afección ramificada al interior de la hablante lírico, su zigzagueante derrotero como proyección de un yo escindido, diseminado y perdido en medio de los numerosos parajes a los que arriba –Nueva Imperial, Canelito, Pargua, Toltén, Pitrufquén, Maicolpué, Chépica, entre otros–; siempre bajo el signo de lo transitorio, la intemperie y la precariedad –“rompemos el cerrojo / de una casita que apenas / nos protege del frío” (19), “dormito en el sillón / de una casa habitada / por estelas de veraneantes” (20), “porque la plata que ahorras / no da para más” (21)–; de una sujeto, en definitiva, bajo el rigor de un apremiante tránsito, imperioso, del cual depende el hilo de su existencia:

la entrada a un sendero
nos lleva
a Laguna Verde

en la orilla
nos subimos
a un bote abandonado

bordeamos un tramo
del Llanquihue en bicicleta

en el camino a Ensenada
bebemos
de pequeñas cascadas

la tarde cae
como las piedras
que lanzamos al lago (14)

……………

esperamos por una hora
que pare alguien
nos lleve
lo más lejos que vaya
(…)

avanzar en dirección al sur
los brazos quemados por la espera
la bolsa de ropa sucia
colgando de la mochila (16)

……………

prefieres viajar de noche
así duermes un poco
y al despertar dejas atrás
las cosas que necesitas olvidar
aunque sea por un tiempo (21)

……………

pienso en las diferentes maneras
de abandonar el país
el desplazamiento como solución
a los problemas que no tienen
una raíz definida
(…)

viajo creyendo que no volveré
los pequeños monumentos se derrumban (27)

Las señales se dejan entrever, por consiguiente, por medio del caudal abundante que fluye permanente e inquieto a través de los distintos parajes evocados en el poemario, signos que emergen imperceptibles al ojo común –“las cosas que te resbalan la piel / a mí me punzan” (39)–, pero que no obstante, constituyen presencias altamente vívidas para la hablante lírico, quien las observa y reconoce en medio de la naturaleza, provenientes y ocultas en lo profundo del paisaje natural y cotidiano, asomando levemente su rostro, su respiración, dando cuenta de modo tenue de su significativa hondura. En este sentido, tiene lugar en la poesía de Ríos el despliegue de sutiles “actos perceptivos que remiten a una subjetividad” (2016: 23), como refiere Alicia Genovese, la atención puesta en los sutiles e invisibles movimientos del entorno, aquello que en medio de un instante se descubre en rededor: “la sombra / de una bandada de tórtolas / acaricia la arena” (19); “las horas avanzan / por la misma línea invisible / que siguen las hormigas / para alcanzar el durazno / que dejaste podrirse / en el frutero” (33). Hace ya más de cien años los mismos formalistas rusos colocaron énfasis en los procesos de percepción a los que invita el arte y la literatura por medio del extrañamiento u ostranenie en su lengua original, vale decir, la desautomatización de la mirada en cuanto el “propósito del arte es comunicar la sensación de las cosas en el modo en que se perciben, no en el modo en que se conocen” (Shklovsky, cit. en Selden, Widdowson y Brooker, 2010: 48). Aquel extrañamiento, como componente esencial del fenómeno literario desde esta perspectiva, se materializa en el texto poético por medio de versos, imágenes y palabras que dan cuenta de una mirada atenta y desfamiliarizada respecto de aquello que nos rodea, que no se pierde o anula en razón del tráfico de la vida moderna, sino que por el contrario, sobrevive, resiste, centrando su palpitación en aquellos detalles que nos acompañan a diario, rasgos mínimos, gestos diminutos, junto a las ondulaciones y agitaciones –breves e infinitas a la vez– que de ellos se desprenden tal como apunta Genovese: “Lo cotidiano que se desfamiliariza, un instante ínfimo que se privilegia, una escena que se vuelve a mirar desde otro lugar y se resignifica, un detalle que se enfoca para decir y adquiere ambigüedad, espesor u otra dimensión” (2016: 23). En la poesía de Ríos, los instantes ínfimos constituyen precisamente vías por medio de las cuales se produce el hallazgo y la revelación, aberturas nimias que posibilitan la comprensión de una realidad que no concluye ni se limita a los objetos que conforman físicamente el entorno, sino que por el contrario ofician estos como puentes y pasadizos para acceder a una realidad interior propia de la hablante lírico y que, en su consecuencia, la transforma. Es la angustia y el deseo absoluto de movilidad, desplazamiento y huida. Una inquietud permanente que carcome al yo, la búsqueda incesante por medio de la geografía y el alejamiento –lo mas lejos posible– de la ciudad, del centro capitalino. La necesidad de desparramo de una subjetividad que no termina por asentarse en sí misma o en un solo lugar, que no se asienta por naturaleza –su derecho propio– dentro de los límites preexistentes tanto del mundo exterior como interior que la conforman, sino que a la inversa, se encuentra regida por la necesidad absoluta de dar rienda suelta al caudal que la constituye en esencia, su flujo íntimo y personal –la pulsión psicoanalítica– en pos de la libertad requerida para hallar su centro, su lugar en el reino de este mundo, como consignó Carpentier (1949), una ubicación –en la siempre ironía de Google Maps– que en rigor no necesita, una fijación a la cual ella naturalmente excede, pues la búsqueda avanza orientada hacia los múltiples e infinitos espacios de su diseminación (Derrida, 1997: 11) en tanto no hay en su derrotero determinación ni significados transcendentales. Desde esta apertura, como los numerosos ríos y caudales que se abren paso empecinadamente por medio de las extensas franjas de tierra –la larga y angosta faja de tierra nacional–, se van imprimiendo en el poemario las marcas de un yo que deja huella: los surcos en la tierra, los versos en el papel –del latín vĕrsus, “surco que da la vuelta” como apuntan Ayuso,  García y Solano (1997: 398)–, nervaduras por medio de las cuales tiene lugar la disgregación que posibilita la realización/quebrantadura de la sujeto. Tales irradiaciones atraviesan la obra completa de Ríos y la amplia geografía evocada en ella, transformándola precisamente de acuerdo al mandato de los sentidos, siguiendo los planteamientos de Shklovsky (1916); sentidos que determinan al yo que habla, palabra que nos permite percibir el mundo y el entorno desde el dominio pleno de una subjetividad cuya mirada atenta devela y descubre sutiles hallazgos, zonas o breves portales a través de los cuales la interioridad de la sujeto se deja entrever, posibilitando la confluencia con aquello que se añora en el seno de un paisaje natural que vela y custodia la emergencia de los signos bajo una aparente calma. Es, de este modo, la pesquisa en el verde poemario de diminutas claves, espejos furtivos y clandestinos mediante los cuales la hablante lírico se observa, rastros y partículas imperceptibles dispersas en el entorno que relevan, en consecuencia, su búsqueda, la necesidad de encuentro y su propia diseminación:

MAR ADENTRO
(….)
asomo el lente
por el chaleco naranja
enfoco dos aletas dorsales
que se descubren
entre el oleaje

mi pelo se cuela en la foto

la superficie
en calma (9)

……………

encuentras el sufrimiento
como quien encuentra
un juguete plástico en la tierra

transitas los limites
ni aferrarse ni no aferrarse
al pinchazo de la ligustrina
la luz de la mañana (10)

……………

DICES QUE ACÁ NUNCA PASA NADA

algo se desacomoda y cruje (13)

……………

pequeños gestos
cruzan el océano
anclan en pueblos costeros
cuyos nombres
preferiría olvidar (41)

……………

el mar
que parece quieto
entremezcla los colores de la tarde (43)

No obstante el sinuoso andar de la hablante por distintas localidades de provincia, parajes y zonas costeras, el poemario se detiene en sus páginas centrales, por el contrario, en el emplazamiento urbano de mayor envergadura a nivel nacional: el centro del poemario es el centro del país, la región metropolitana, dominio aciago que encapsula a la sujeto y la encarcela bajo un tapado oscuro y gris de smog y de cemento. El flujo de los versos se detiene, por ende, en estas páginas, se quedan empozados en la geometría y cuadraturas de la urbe, los caminos predecibles de la capital que no conducen a lugar alguno, que no permiten avanzar y, menos aún, disponerse en pos del azar ni en dirección obligada hacia el mar en razón de los incesantes desplazamientos y la amplia disgregación –libre y dolorida, a la vez– experimentada y requerida por el yo. Junto con la inmovilidad que constituye para la voz poética la ciudad de Santiago, o como parte de su clara consecuencia, tiene lugar en la sujeto la progresiva desaparición de su rostro, el borroneo de su identidad, en otras palabras, el decaimiento de una subjetividad que lucha permanentemente por dejarse fluir y ser –su caudal– a lo largo de todos los versos que componen la escritura de Ríos. Es, en definitiva, la expresión clara y categórica respecto del aniquilamiento que produce en el yo su residencia en la ciudad, específicamente en la metrópolis santiaguina –versus el derrotero provinciano por medio del cual ella se impulsa–, el sometimiento bajo un paraje estrictamente enrejado, amurallado, conformado por avenidas y calzadas prefijadas, innaturales, que limitan y coartan de antemano el paso y flujo libre de la sujeto. La modernidad, como bien sabemos, pautea la existencia humana –“el control de la conciencia individual”, como adelantaron Horkheimer y Adorno (1998: 166)–, determinando, en consecuencia, nuestras acciones del día a día, homogeneizándolas, atentando por ende contra su pluralidad y los afectos disímiles y de origen feliz en su diferencia que de ella pueden nacer/acontecer, el dictamen impuesto en el seno de una sociedad que obliga a “controlar los afectos”, como expresa Ríos (2021: 30) en pos de normas y mecanismos disciplinarios (Foucault, 1998: 212) por medio de los cuales se busca regular la conducta y el sentir, atravesando/deteniendo completamente nuestro andar: “la instrucción es que riegues las plantas / aprendas la cantidad exacta / en cada nuevo macetero / regules el chorro de la manguera (…) te esfuerzas en fijar un horario / para terminar igual / regando de madrugada” (32). La ciudad moderna, símbolo del reducto físico y geopolítico que inhibe y subyuga al ser humano, impone precisamente en el poemario de Ríos su máxima expresión de sometimiento: la anulación de los sentidos –en el opuesto al extrañamiento, rasgo esencial de la palabra poética–, la limitación/supresión de la percepción, la abolición de los afectos profundos que nos sostienen en nuestra humanidad y que nos movilizan hacia la apropiación y encuentro libre de nuestra interioridad con la tierra y, ciertamente, con el mar, en toda su extensión, como propone el caudal movedizo de Ríos. La ciudad y el abrumador smog santiaguino, en el marco de un infausto diseño urbano y su rutina neoliberal, ahogan en efecto al yo, lo confinan y cercan a los márgenes de una existencia seca, sin agua, sin mar, sin la humedad necesaria para ser y sentir, oponiéndose en consecuencia a su despliegue emancipado por las tierras en dirección al mar, dominio al cual la sujeto pertenece. En razón de esta pugna ciudad versus mar, leemos, por consiguiente, en Ríos:

paso a paso por el centro
en cada arista
en cada cuadro del damero
el smog se pega a mi nariz
se borran las líneas de mi mano
la melanina del pelo
los rasgos de mi cara

la medida de lo que percibo
se concentra
en la geometría
de la ciudad (23)

……………

construyes un barco
en tu casa en Estación Central
el astillero en tu patio
como una excusa para no asumir
los límites de la capital

una mañana resuelves alejarte de todos
empeñar tus días completos
en reparar algo que nadie entiende
un desajuste en la estructura
un cálculo mal hecho (24)

……………

vives en una ciudad sin mar
con el miedo constante
a que te arrastren las olas
no puedas decir todo
lo que siempre
has querido
decir (26)

Es “reparar algo que nadie entiende” (24) y la búsqueda incesante del agua como acontece en Big fish de Wallace (1998) –y su versión cinematográfica–, el deseo imperioso y connatural del yo, aquel mandato intrínseco que tiende hacia el mar, que lleva a la sujeto incansablemente hacia la costa por numerosos y dispersos derroteros, y los leves signos que van develando este andar –“una lancha / se mece en la orilla”– (22), en razón de una severa oposición respecto del mundo exterior y moderno, la defensa de una subjetividad conforme los sentidos y su capacidad de percepción, aspectos bajo los cuales se determina su afección y resistencia permanente, el intento por asir la tierra en plenitud, recorrerla, palparla y avanzar, abriendo surcos para el paso del caudal que la hablante en sí misma constituye. Una sola dirección determina, en esta línea, la orientación de las palabras: la salida hacia el mar y el regreso al estado acuoso-original al cual pertenecemos, el tiempo primordial, única forma de sobrevivencia. No obstante y de momento, mientras dure el tránsito hacia aquel instante y zona culmine, la tierra y sus ríos constituyen el mar, es su presencia/ausencia en pos de la ley natural que los rige, el destino obligado del afluente que a pesar de los emplazamientos urbanos que lo detienen, vislumbra la desembocadura por medio de detalles breves, las señales, tenues destellos que durante el trayecto se asoman dando cuenta de tales aberturas, pozos cuyas agua borbotean en la superficie y nos conectan con napas subterráneas, advirtiendo en silencio la inminencia de la salida oceánica, la fuga de la sujeto por los dominios del mar: “la reja de madera / descascarada por la humedad / está abierta / de par en par” (43), “una fina humedad irrumpe / las faenas de la casa” (44), “un poco de agua también / te vendría bien a ti (…) abres la ventana para que salga eso / que se tiene que ir” (35), “desbordo todo / fuera de mí”.

Valparaíso, Verano de 2021-2022

Portada de Caudal. Editado por Provinciano Editores.

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