Dos versiones bíblicas: Berlín Alexanderplatz (1929)- Alfred Döblin

Dos versiones bíblicas: Berlín Alexanderplatz (1929)
Alfred Döblin


Y hay una montaña y el viejo se levanta y dice a su hijo: ven conmigo. Ven conmigo, dice el viejo a su hijo y echa a andar y el hijo echa a andar con él, anda tras él hacia la montaña, subiendo, bajando, montañas, valles. ¿Cuánto falta, padre, aún? No lo sé, cuesta arriba, cuesta abajo, hacia la montaña, tú ven. ¿Estás fatigado, hijo, no quieres venir? Oh no estoy fatigado; si quieres que vaya contigo, iré. Sí, tú ven. Cuesta arriba, cuesta abajo, valles, es un camino largo, es mediodía, ya estamos. Mira a tu alrededor, hijo mío, hay ahí un altar. Tengo miedo, padre. ¿Por qué tienes miedo, hijo? Me despertaste temprano, salimos, olvidamos el cordero que queríamos sacrificar. Sí, lo hemos olvidado. Cuesta arriba, cuesta abajo, los largos valles, lo hemos olvidado. no hemos traído el cordero, ahí está el altar, tengo miedo. Tengo que quitarme el manto, ¿tienes miedo, hijo mío? Sí, tengo miedo, padre. Yo también tengo miedo, hijo, acércate más, no tengas miedo, lo tenemos que hacer. ¿Qué tenemos que hacer? Cuesta arriba, cuesta abajo, los largos valles, me levanté tan temprano. No tengas miedo, hijo, hazlo de buena gana, acércate más a mí, ya me he despojado del manto, ya no puedo mancharme las mangas de sangre. Tengo miedo porque tienes un cuchillo. Sí, tengo un cuchillo, tengo que degollarte, tengo que sacrificarte, el Señor lo ordena, hazlo de buena gana, hijo mío.

No, no puedo hacerlo, gritaré, no me toques, no quiero ser degollado. Ahora estás de rodillas, no grites, hijo mío. Sí, gritaré. No grites; si tú no quieres no podré hacerlo, quiérelo. Cuesta arriba, cuesta abajo, por qué no he de volver a casa. Qué quieres hacer en casa, el Señor es más que la casa. No puedo, bueno sí, no, no puedo. Acércate más, mira, ya tengo aquí el cuchillo, míralo, está muy afilado, es para tu cuello. ¿Me atravesará la garganta? Sí. ¿Y saltará la sangre? Sí. El Señor lo ordena. ¿Lo quieres tú? Todavía no puedo, padre. Ven pronto, no puedo asesinarte; si lo hago, ha de ser como si tú mismo lo hicieras. ¿Como si yo mismo lo hiciera? Oh. Sí, y sin miedo. Oh. Y sin amar la vida, tu vida, porque la ofrecerás al Señor. Acércate más. ¿Dios Nuestro Señor lo quiere? Cuesta arriba, cuesta abajo, me levanté tan temprano. ¿No querrás ser un cobarde? ¡Ya sé, ya sé, ya sé! ¿Qué sabes tú, hijo mío? Ponme el cuchillo aquí, espera, me descubriré el cuello para que quede desnudo. Parece que sabes algo. Sólo tienes que querer y yo tengo que quererlo, lo haremos los dos, entonces llamará el Señor, lo oiremos llamar: escucha. Sí; ven aquí, presenta tu cuello. Sí. No tengo miedo, lo hago de buena gana. Cuesta arriba, cuesta abajo, los largos valles, pon el cuchillo, corta, no gritaré.

Y el hijo echa el cuello hacia atrás, el padre se pone a su espalda, le aprieta la frente, con la derecha levanta el cuchillo de degollar. El hijo lo quiere. El Señor llama. Los dos caen de bruces.

¿Qué dice la voz del Señor? Aleluya. A través de los montes, a través de los valles. Me habéis obedecido, aleluya. Viviréis. Aleluya. Detente, arroja el cuchillo al abismo. Aleluya. Soy el Señor, a quien obedecéis y a quien debéis obedecer siempre y sólo a él. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Aleluya, luya, luya, luya, aleluya, luya, aleluya.



Conversación con Job, depende de ti, Job, tú no quieres


Cuando Job había perdido todo lo que un hombre puede perder, ni más ni menos, estaba echado en su campo de coles.

—Job, estás en tu campo de coles, junto a la perrera, exactamente a la distancia justa para que el perro guardián no pueda morderte. Oyes cómo sus dientes rechinan. Basta con que se acerquen pasos para que ladre. Si te vuelves, si quieres levantarte, gruñe, se lanza hacia delante, tira de su cadena, salta, echa espuma y da mordiscos al aire.

Job, ahí está el palacio, y ahí están los jardines y los campos que un día fueron tuyos. Ni siquiera conocías a ese perro guardián, ni siquiera conocías el campo de coles al que te han arrojado, como tampoco a las cabras que conducen por tu lado cada mañana y que, muy cerca de ti, mordisquean la hierba al pasar y rumian llenándose los carrillos. Eran tuyos.

Job, ahora lo has perdido todo. Por las noches puedes arrastrarte hasta el cobertizo. Tienen miedo de tu lepra. Cabalgabas radiante por tus propiedades y la gente se arremolinaba a tu paso. Ahora tienes una valla de madera ante la nariz, por la que trepan arrastrándose los caracoles. También puedes estudiar las lombrices. Son los únicos seres que no se asustan de ti.

Sólo de vez en cuando abres tus ojos pitañosos, tú, montón de desdichas, fango viviente.

¿Qué es lo que más te atormenta, Job? ¿El haber perdido a tus hijos e hijas, el no poseer nada, el helarte por las noches, las úlceras de tu garganta, de tu nariz? ¿Qué es, Job?

—¿Quién pregunta?

—Soy sólo una voz.

—Una voz que sale de una garganta.

—Quieres decir que debo de ser un hombre.

—Sí, y por eso no quiero verte. Vete.

—Soy sólo una voz, Job, abre los ojos tanto como puedas, no me verás.

—Ay, estoy delirando. Mi cabeza, mi cerebro, ahora me vuelven loco además, me quitan además mis pensamientos.

—Y si lo hacen, ¿sería una lástima?

—No quiero.

—Aunque sufres tanto, y sufres tanto a causa de tus pensamientos, ¿no quieres perderlos?

—No preguntes, vete.

—Pero si yo no te los quito. Sólo quiero saber qué es lo que más te atormenta.

—Eso no le importa a nadie.

—¿A nadie más que a ti?

—Sí, sí. A ti, no.

El perro ladra, gruñe, da mordiscos a su alrededor. Al cabo de un rato la voz vuelve.

—¿Son tus hijos a los que lloras?

—Nadie debe llorar por mí cuando esté muerto. Soy veneno para la tierra. Hay que escupir a mi paso. Hay que olvidar a Job.

—¿Tus hijas?

—Mis hijas, ay, también están muertas. Ellas están bien. Eran mujeres modélicas. Me hubieran dado nietos, pero han sido arrebatadas. Una tras otra fueron cayendo, como si Dios las cogiese del cabello, las levantase y las arrojase al suelo para que se quebraran.

—Job, no puedes abrir los ojos, los tienes pegados, los tienes pegados. Te lamentas porque estás echado en ese campo de coles, y esa perrera es lo último que te queda, y tu enfermedad.

—Esa voz, tú, voz, de quién eres voz y dónde te escondes.

—No sé de qué te lamentas.

—Oh, no.

—Gimes y tampoco lo sabes, Job.

—No, no tengo…

—¿No tengo?

—No tengo fuerzas. Eso es.

—Te gustaría tenerlas.

—No tengo fuerzas para esperar, ningún deseo. No tengo dientes. Soy débil, me avergüenzo.

—Eso lo dices tú.

—Y es verdad.

—Sí, lo sabes. Eso es lo más terrible.

—De modo que lo tengo escrito ya en la frente. Esa es la clase de harapo que soy.

—Eso es, Job, lo que más te hace sufrir. Quisieras no ser débil, quisieras poder resistir o, mejor, estar totalmente hueco, sin cerebro, sin pensamientos, totalmente como un animal. Desea algo.

—Me has preguntado tantas cosas, voz, ahora creo que puedes preguntarme. ¡Sáname! Si puedes hacerlo. Seas Satán o Dios o ángel u hombre, sáname.

—¿Aceptarías la curación de cualquiera?

—Sáname.

—Piénsalo bien, Job, tú no me puedes ver. Si abres los ojos, quizás te asustes de mí. Quizás pida un precio alto y horrible.

—Ya lo veremos, hablas como alguien que lo hiciera en serio.

—¿Y si soy Satán o el Maligno?

—Sáname.

—Soy Satán.

—Sáname.

Y entonces la voz se alejó, haciéndose cada vez más débil. El perro ladró. Job escuchaba angustiado: se ha ido, tengo que ser sanado o moriré. Gritó. Cayó una noche horrible. La voz volvió otra vez:

—Y si soy Satán. ¿Cómo acabarás conmigo?

Job gritó: —Tú no quieres sanarme. Nadie quiere ayudarme, ni Dios, ni Satán, ni los ángeles, ni los hombres.

—¿Y tú mismo?

—¿Qué pasa conmigo?

—¡Tú no quieres!

—El qué.

—¡Quién puede ayudarte si tú mismo no quieres!

—No, no —balbuceó Job.

La voz ante él: —Dios y Satán, ángeles y hombres, todos quieren ayudarte, pero tú no quieres… Dios por amor, Satán para apoderarse de ti más tarde, los ángeles y los hombres porque son ayudantes de Dios y de Satán, pero tú no quieres.

—No, no —balbuceó, rugió Job, y se echó al vuelo.

Gritó durante toda la noche. La voz sonaba incesantemente: —Dios y Satán, los ángeles y los hombres quieren ayudarte, pero tú no quieres. —Job, incesantemente—: No, no. —Trató de ahogar aquella voz, ella aumentaba, aumentaba cada vez más, estaba siempre un tono por encima de él. La noche entera. Hacia el alba, Job cayó de bruces.

Job se quedó echado, mudo.

Ese día sanaron sus primeras úlceras.




Fragmentos de Berlín Alexanderplatz
Alfred Döblin
Edición de Miguel Sáenz
Ediciones Cátedra


Publicado el

en

Comentarios

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Crea un sitio web o blog en WordPress.com

A %d blogueros les gusta esto: