La poesía de Luis Oyarzún es, ciertamente, un paraje desconocido en el vasto océano de nuestra tradición poética. Emergidos sus primeros versos durante la década de los 50, la experiencia vital que canta Oyarzún se sostiene en tres arcos compositivos que configuran, finalmente, una apuesta estética delicada, asombrosa y cautivadora. En primer término, cabe contemplar el ritmo acompasado por el dictado métrico del que nuestro poeta se sirve: heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos que, al obviar ciertas acentuaciones, permiten articular un tono aireado entre las sílabas que tejen la estructura del poema: he allí la belleza de un canto que vivifica lo más vivo del rededor (melodía que se desarrolla por el aire). En segundo término, la fijación contemplativa de la voz solicita ahondar en la materia o, más bien, en la latencia metafísica de toda materia circundante. Así, el verso de Oyarzún es la extirpación armónica de una realidad escondida, que sin pretensiones se desnuda lentamente ante el canto del poeta. En tercer término, en el poeta chileno asistimos a una ruta señalada, a un trazado espacial de lugares que, a través de la nomenclatura de su indicación explícita o la presencia final de una fecha, comprendemos una situación en la que descansa el poema, pero de la cual el canto no se reprime a rendir cuentas a dicha realidad inmediata: más bien reside un afán de registro de la experiencia estética de la contemplación (de aquella suspensión de la voluntad y del deseo, siguiendo a Kant).

Erudito, esteta y lector devoto, Oyarzún deja en nuestras manos la belleza de la contemplación ante lo vivo. El reino natural se abre esperando, silente, que su existencia sea cantada para trascender en la experiencia de los hombres. He aquí el lugar del poeta; he aquí el lugar de Oyarzún.

-49 Escalones


Portada de «Mediodía», editado por Universitaria.

De Mediodía (1958)

Ebury Street

Presa de sí, la luz del gas no tenía camino
Cuando la niebla nos hacía reír.
Perdidos en la seguridad de las calles
Por donde vagaban perros que no hallaban socorro,
Nosotros nos bastábamos a nosotros mismos,
Completamente huérfanos
En aquella orfandad de Ebury Street.
La luz interior también era oscura.
Las cortinas velaban la paz en desconsuelo
De nuestros ignorados.
Nuestra dicha residía en la arbitrariedad,
En aquella bruma del río
Que era como la libertad en los infiernos.


Paseo

Un perfume de hinojos adormecía el aire
Cuando íbamos a casa a través de los campos
Y mi madre llevaba verbenas en la mano.
Cazábamos al vuelo las primeras estrellas.
Los bueyes se tendían en la hierba reseca
Y el agua del arroyo parecía más fresca
Al tocar nuestros labios transidos de deseo,
Un deseo sin nombre que animaba la sangre
Y que ardía en los bosques esa tarde.


Deseo

Una noche está llena de temblor y promesas.
Mas no basta mirarse ni acostarse ni hablar.
Los labios sedientos no bastan
Ni la ebriedad oscura del abrazo.
Dos estatuas unidas no podrían ser dios.
Hay en nosotros una sed olvidada,
Una palabra que jamás pronunciamos,
Nuestro perdido bien. ¿No quieres
Que lo busquemos juntos en el fondo del mar?


Luis Oyarzún hacia 1960. Archivo Luis Oyarzún; número 14.

De Alrededor (1963)

Tres hojas de otoño

1
Es ya el tiempo de las manzanas rojas
En los huertos de olor a pasto seco.
La azucena rosada entreabre los otoños.
La tierra se cubre de pisadas de niños.
El roble refulgente del establo,
Los naranjos al sol, ¡perfección suma!
Una gallina azul para el silencio
Y los sauces sin fin, ebrios de lluvia.

2
Árboles martirizados sin otoño,
Marchitos por el gas, no por el uso,
Pierden en polvo sus cansadas hojas
Sin el oro nostálgico de entonces.
El hormiguero aquí lanzó sus humos
Que arrugan la frutal cara del cielo
Y hasta la tierra en su raíz trizada
Perdiendo está la yema de su germen.

3
Corre por la alameda un coche de trompa,
Zumban moscas asustadas atravesando el río,
Los juncos abrigan felicidad de garzas,
Niños descalzos corren sobre la playa de los olmos,
Las carpas coletean en el pantano.
Es tiempo de cosechar y de sembrar,
Tiempo de rescoldos, de gallinero triste
Y abuela acurrucada junto al fuego.
Es el tiempo en que las aves se distraen,
Tiempo de gusanos brotando de los surcos,
La estación más antigua, el día más pródigo,
El día primitivo en que vuelve la lluvia.


De Tierra de hojas (1987)

Nuestros muertos nos hablan en la lluvia

Nuestros muertos nos hablan en la lluvia.
Los duendes les contestan con crujir de hojarasca.
Entreteje la araña los andrajos de Dios,
entre todos los muertos despiertos por la lluvia.
El agua dice al río que siempre está cansada,
henchida de respuestas sin tener las preguntas,
a veces devorada por sus lenguas de cielo.
Nuestra lluvia murmura sobre techos hundidos,
desterrada de abejas, con plumas desastradas,
toda lluvia murmura al oído de un muerto.


Pan candeal

Pan candeal de tus manos
haya en todas las mesas de espino.
El centeno bordea las acequias
y la piedra lo muele hasta juntarlo
en este pan comido por las aves.
Todo llega a su tiempo,
todo llega en la vida y en la muerte.
Pero el pan, que es de siempre,
a veces vuela y es un hueco en la mesa.
La sustancia candeal de la vida
se hace blanca en la piedra
y en el horno se dora
con cara de Dios Padre
con cara de la Virgen, el pan madre,
este pan nuestro oscuro
de quien nadie se olvida.
¿Quién no está con el pan durante el sueño?
Queremos tener siempre nuestro pan en la mesa
sin él no hay boda ni Semana Santa.
Gracias pan, gracias tierra,
trigo y harina gracias,
piedra, mano y señor de cada día,
madre de Pascua en la fiesta del pobre,
gracias cáscara y miga.


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