El viejito pascuero en sentido extramoral
Por Sebastián Diez
Cuando moría Elvis Presley en el 77, mi abuela María y mi mamá lloraban desconsoladas. Mi abuela por la muerte de su ídolo y amor platónico, mi madre porque unas niñas en los pasillos del edificio le acababan de decir que el viejito pascuero no existía. Presencié el 2011 un llanto similar, suponiendo el que había padecido mi abuela, en mi madre cuando murió Felipito (Camiroaga). Por aquel entonces mi abuela ya no tenía a quién llorar.
Me gustaría hablar sobre el desengaño, sobre cómo perdemos seres tanto reales como imaginarios. La pérdida de la ilusión, y también sobre la mentira. Mi abuela jamás conoció a Elvis, lo que ella amaba era más bien una idea, una sensación, y no un cuerpo. Jamás hemos visto al viejito pascuero. Ese San Nicolás reproducido hasta el hartazgo, vistiendo prendas de invierno en el verano del polo sur, un anacronismo evidente, es una idea nada más que los niños siguen perdiendo, año tras año, en un prolongado luto infantil.
De todas maneras, cada niño experimenta esta fantasía a su modo. Hoy el estatus de esa mentira ya está muy por debajo, ocurriendo que a veces son los mismos niños quienes engañan a los grandes haciéndoles creer que ellos efectivamente creen en estos entes caricaturescos: el viejito pascuero, el hada de los dientes, el conejito de pascua. Ya surfeando la ola vertiginosa de la tecnología, difícil es mantener ese secreto; es cosa que tecleen un par de palabras en Google para sepultar la fantasía.
Mi relación con estos personajes, sin embargo, fue materialista. Me lo creía al pie de la letra. Cuando cenábamos, la noche de pascuas, previo al rito de entrega de regalos, solía vomitar del nerviosismo. No entendía que un viejo desconocido y con saco se metiera en la casa. Y lo que menos alcanzaba a comprender era que mi padre ante esto se mantuviera impertérrito siendo él tan receloso con la propiedad privada. No entendía que un sujeto desconocido ingresara a la casa no a robar, sino a dejar cosas; y que mi padre, además, le diera la bienvenida con tal despreocupación, incluso con alegría. Jamás me cuadró la escena y mi nerviosismo se alimentaba de esa aberración. Siempre me ocurrió eso de niño, también me daban ganas de vomitar por los pacos, cuando detenían a mi papá en la carretera y lo parteaban. Dos fuentes de la náusea: pacos y viejito pascuero. Hubo una tercera: los payasos; pero la superé pronto. La de los pacos aún no la supero.
El engaño lo verifiqué en los albores de cierta navidad de finales de los noventa. Jugando a las escondidas en casa me metí en uno de los closets que jamás escudriñé, pues no despertaba mi atención. Allí estaba, una caja del tamaño de un televisor plasma, que en aquellos años no existían, conteniendo lo que le había pedido al viejo: una pista de autos de carrera. No me sentí estafado. Sentí alivio por la inexistencia de ese antiladrón psicótico, pero también cambió en mi ética el estatus de la mentira. Mi madre es católica de la médula y la mentira siempre tuvo ese carácter maléfico, algo que hay que evitar. Sin embargo, toda la faramalla inventada alrededor de este personaje obeso y acalorado, tenía la única función de alimentar la imaginación, pensé; y que mentir no estaba nada de mal si tenía una utilidad específica, no mal intencionada.
Ya la mentira había sido superada, no les dije a mis papás que había dejado de creer. Cuidé su engaño. Era ya el tiempo en que se instalaba un viejito pascuero a un costado de una tienda de telas en pleno centro de Calama. Era un viejo pascuero imponente, con traje diseñado por las mismas señoras que vendían género: gamuza, broches metálicos, cinturón de cuero, barba casi real, anteojos redondos de un alambre dorado, el copo de su sombrero parecía nieve. Me sentaba en su regazo a mentirle. Me miraba con unos ojos azules prístinos, muy hermosos. Le pedía juguetes imposibles. Él asentía con la cabeza, generosamente, con una sonrisa muy leve y honesta posada en sus labios.
Las mentiras siempre se presentan por capas.
Unos años después supe que ese viejo pascuero era en realidad una mujer disfrazada.