The Father: la llegada de un desconocido

Por Christian Miranda


Ya no reconozco mi casa.
En ella caen luces de estrellas en ruinas.
Mi amiga vela frente a un espejo;
espera allí aparezca el desconocido 
anunciado por las sombras más largas del año.

Jorge Teillier, Los conjuros

La película The Father (2020), de Florian Zeller, narra la historia de Anthony (Anthony Hopkins), padre de Anne (Olivia Colman). Es un anciano que se halla en un proceso de deterioro progresivo de sus facultades mentales. Vive en la ciudad de Londres, en un amplio departamento, elegante, muy cómodo, con el estilo propio de la clase acomodada. Ingeniero de profesión, se encuentra jubilado hace ya varios años. Sus días transcurren sin grandes sobresaltos. Dedica el tiempo a actividades como escuchar música clásica. De hecho, la película comienza cuando vemos a su hija caminando por la vereda, justo frente al edificio donde reside. Se oye de fondo el tercer acto de la ópera King Arthur, or The British Worthy (1691), con la música de Henry Purcell, letra del poeta John Dryden y la interpretación de Andreas Scholl. En un momento de la pieza que escucha Anthony se dice lo siguiente:

¿Qué poder eres?
Quien de abajo
Me hizo subir
Desagradable y lento
¡De camas de nieve eterna!
No ves tú, como yo rígido
Y maravilloso viejo
Muy incapaz de soportar el frío glacial.

Hasta ahí llegan las palabras proferidas —cantadas habría que decir— por Scholl, que alcanzamos a oír en el inicio de la película. No obstante, resulta relevante agregar el resto de la letra de esta ópera, tomando en consideración la historia a desarrollar posteriormente en el film:

Apenas puedo moverme
O exhalar mi aliento
Apenas puedo moverme
O exhalar mi aliento
Déjame, déjame
Déjame, déjame
Congelar nuevamente
Déjame, déjame
¡Congelar de nuevo a la muerte!

La apertura musical nos pone en el tono del drama presente a lo largo de toda la narración. La voz que declama las palabras recién reproducidas es la voz de quien enfrenta la muerte. En el minuto final, junto antes de expirar, quiere “¡congelar la muerte!” o, lo que es lo mismo, diferirla. Así, puesto ante los signos propios de la decrepitud, cuando las enfermedades acechan, ve acabar su tiempo. La amenaza menoscaba la salud, debilita a la víctima, haciendo del cuerpo evidencia de la fragilidad de sus fuerzas que, hasta hace no tanto, lo acompañaban. Ya decía Cicerón, en sus reflexiones en torno a la vejez —De senectute—, que la senectud trae consigo una especie de paradoja: pues según sus palabras —tamizadas por un tono irónico— muchas veces la ancianidad suele esperarse como una etapa donde la experiencia podría ser considerada una ventaja a la hora de enfrentar los desafíos, riesgos o problemas, pero termina por despertar resquemores en razón de sus efectos más negativos: “Todos desean alcanzar [la ancianidad] y se quejan de ella cuando la han conseguido: tan grande es la inconsistencia y la sinrazón de la necedad”. Para Cicerón en la necedad habría una carencia de sabiduría, producto de la cual se desconoce que la naturaleza depara a los seres humanos vivir distintas etapas. Una de esas etapas es la vejez.

Su juicio está muy en sintonía con la impronta estoica de la moral a las que se encuentran adheridas las palabras citadas. Dicha moral postula no sucumbir a la desesperación frente a los rigores de la ancianidad, sino prestar atención al sentido común que dicta comprender el valor de la vejez, aceptándola con resignación y dignidad. Tal actitud parece más prudente, porque asumiría una ley irrecusable del orden natural. Así, considera sensato prepararse para la ancianidad, haciendo de la moderación una regla de vida. Sin embargo, no sólo sería determinante el orden de la naturaleza, al que se hallan afectos todos los seres humanos. De mayor importancia resulta ser la trascendencia de la vida humana, gracias al ciclo de reencarnaciones que vendrían después de esta vida. Al final del ciclo, el alma podría desprenderse del mundo material, ascendiendo a un mundo puramente inteligible.

Las consideraciones de Cicerón son pertinentes para comprender algunas implicancias de The Father, no en el sentido de afirmar su vigencia. Nos ocupan en un sentido distinto. En principio, nos sirven de contrapunto para reconocer cómo en la película desde sus primeras imágenes nos introducimos a una situación de un temple dramático muy diferente. El protagonista parece haber aprovechado su vida, construido un sustento para ella, pensando en su familia, como en las postrimerías de su trayecto biográfico, una vez que deje de ser productivo. Ambos aspectos son patentes en la medida que todavía en su vejez Anthony disfruta de un cierto grado comodidad y su hija retribuye esa mediana sensatez con una preocupación por su padre, al punto de sentirse culpable por querer dar un cambio a su vida. 

Ya veremos en qué sentido lo anterior ocurre en el argumento del film. Por ahora insistiremos en el contrapunto: lejos de encontrar resignación en el orden de las cosas que explicaría haber llegado a la ancianidad, cunde la desesperación en el protagonista, una vez que va desintegrándose su memoria. Esto no sólo consiste en la pérdida de los recuerdos, por ejemplo, relativos a datos precisos como el nombre de alguien, sino en el retiro paulatino de aspectos sostenedores de su propia subjetividad. En tal sentido, hay dos aspectos fundamentales a nuestro juicio. El primero dice relación con la alteración del régimen de lo cotidiano, del cual Agnes Heller afirmó en su libro Sociología de la vida cotidiana que resulta imprescindible para la continuidad de la sociedad y sus procesos de socialización. Su continuidad asegura la continuidad de las vidas de quienes participan de la vida diaria. No es casualidad que así sea, si se piensa que esa cotidianidad se daría al interior de una sociedad moderna, donde era necesario sostener los procesos de socialización, destinados a replicar las condiciones productivas del sistema capitalista. De esta manera, a pesar de las diversas modificaciones a las cuales se hallaría sometido lo cotidiano, ninguna de ellas debería causar la interrupción completa de la normalidad, esto es, de las normas o reglas con las que se conseguiría dar curso estable a la existencia. Los acontecimientos históricos ponen en jaque la estabilidad, desconcertándola hasta provocar eso que Bégout llama angustia originaria. Surge cuando se establece una distancia radical entre las pretensiones humanas y los fines que rigen al mundo. Al momento de ocurrir domina la sensación de extranjería frente a la realidad más conocida.

El segundo aspecto, se vincula al anterior, en tanto tiene que ver con la experiencia, tramada por la cotidianidad, gracias a su carácter iterativo, como a cierto sentido común compartido por quienes forman parte del círculo más cercano de Anthony. Cuando un individuo no se adapta a la cotidianidad suele contrariar su orden, sin respetar sus preceptos no escritos. No es raro el desconcierto de quienes presencian un acto o dicho disruptivo. Así le ocurre al padre de Anne cada vez que no reconoce a su esposo o pareja, cada vez que pregunta por la otra hija, fallecida años antes, o en los episodios donde sus acciones se muestran erráticas y contradictorias.

En The Father se insinúa que la desintegración de la memoria de Anthony es la desintegración de su propia subjetividad. Por eso, parece pertinente decir que su pérdida de memoria es la pérdida de sí mismo. A consecuencia de lo anterior, todo se hace extraño. Los demás y los espacios cotidianos se tornan de pronto distantes y distintos. Si perseveramos en tal conjetura, es decir, en que tal extrañamiento abarca su propia identidad, podríamos aventurar que ese proceso implicará que su lugar sea ocupado por otro. Ese otro es él mismo transformado en un desconocido que ha llegado a su existencia sin avisar. En el libro Atlas Mnemosyne, Aby Warburg comienza el texto que funge de introducción aseverando lo siguiente: “El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el exterior puede calificarse de acto fundacional de la civilización humana”. Los dichos de Warburg conforman una sentencia rotunda y preclara, pues sintetizan una cuestión crucial acerca de la emergencia del mundo a partir una distancia fundamental. Esa distancia está entre el sujeto y el mundo exterior. El entre implicaría mantener la circunspección de la interioridad del primero, precaver sus límites, sin que el yo se vuelque totalmente fuera, sino sea capaz de un retorno a sí. El caso del protagonista diverge de lo que hemos dicho: la distancia se instala en el mismo sujeto, con lo cual impide la unidad de su propia interioridad. Sin el retorno, no se cautela la unidad de su fuero interno. A partir de ahí, se desencadenan en él una serie de escisiones que derivan en la fragmentación de la memoria y, por extensión, conlleva que trastabille constantemente su identidad.

La gravedad de la crisis provocada por el proceso de desintegración empuja a Anne a acudir cada vez que aflora un momento difícil, con tal de resolver sus complicaciones. Al empezar la película una de esas complicaciones la lleva a visitarlo agitada, con una expresión demudada en el rostro. Entra al departamento, recorre el pasillo llamándolo con un tono angustiante. Abre la puerta del estudio, donde lo ve escuchando música. Da un suspiro de alivio después de encontrarlo. Viene a hablar con su padre sobre la renuncia de Angela, cuidadora a su cargo hasta hace un par de días. La mujer dejó el trabajo alegando que Anthony la había insultado y amenazado físicamente. El padre se defiende diciendo que es su departamento, por lo tanto no debe dar explicaciones, aunque en verdad no recuerda lo sucedido. Como su hija insiste, acusa a Angela de haber robado su reloj de pulsera. Anne le pregunta si no estará en el escondite que tiene bajo la tina de baño. Anthony se sorprende, como si ella hubiese descubierto uno de sus secretos mejor guardados. Le reclama a la hija andar espiándolo. A continuación camina apresurado a la habitación, deja la puerta entreabierta, mira con desconfianza y luego la cierra. 

Después de un rato sale con el reloj en su muñeca, acomoda la correa, mientras silva de forma despreocupada. Vuelve al estudio donde estuvo escuchando música. Se sienta en el sillón y prende la televisión como si nada hubiera ocurrido. De hecho, la hija le habla nuevamente, entre sorprendida y sonriente. Él se muestra distraído, con una actitud desaprensiva. Es decir, la angustia dio paso a un estado repentino de tranquilidad. Así será gran parte de la película, pues sufre una constante oscilación emocional. Esto es una clara señal de la descomposición del equilibrio esperado de un hombre adulto, capaz de relacionarse con otros y estar inserto en el orden de la vida diaria con meridiana normalidad. La condición impredecible de su comportamiento demostraría la falta de límites de sus emociones. Se desbordan de manera inopinada. Ese desborde en el caso de Anthony viene premunido de arrebatos de violencia, de una verborrea a veces graciosa, otras punzante —inteligentemente punzante, habría que decir—, pero sobre todo cruel. 

En la crueldad contra su hija notamos una falta de sentido común, porque no muestra empatía y amor, esperables en un padre. En la conversación con la que se inicia el film, Anthony le reprocha a Anne ser tan exagerada en su preocupación por él, siempre lo ha sido, no como la hermana, su preferida. Anne baja la mirada, como dándose cuenta lo perdido que se encuentra su padre, no recuerda que Sofie falleció años atrás en un accidente. A reglón seguido, le hace ver la necesidad de que alguien lo cuide, especialmente porque en poco tiempo más se irá a vivir a París con su pareja, a quien ama. Si no acepta una cuidadora deberá ingresar a un hogar de ancianos. El padre la mira con una mirada un tanto ida, exclamando frases como “los ratones abandonan el barco” o más angustiosas como “que será de mí, quedaré abandonado”. Anne intenta explicar que no será así, lo vendrá a ver a Londres dos veces al mes.

El reproche se hará reiterativo durante el film. La repetición, entonces, consiste en una clave de lectura importante para The Father. Nos referimos a una repetición que ha extraviado eso que Edward Said nombra, siguiendo a Giambasttista Vico, como filiación genésica. De acuerdo a este tipo de filiación, los hechos repetidos en la historia se encuentran supeditados a un orden inteligente. Dicho orden hace que tal similitud no sea una repetición ciega, sino dirigida por las actividades humanas y sus más importantes intereses. La repetición se convertiría además en ocasión de desafiar el orden, dirección y sentido de la historia. Para Said la narración de ficción de los s. XVIII y XIX se basa en tal esquema filial de la repetición. La trama de sus historias consiste en repetir con ciertas variaciones la escena familiar: “mediante la cual los seres humanos con su acción engendran la duración humana”. Sin embargo, los héroes o las heroínas novelescas asumen una tarea por sobre todas las demás, labores estas de menor importancia al reducirse a la pura cotidianidad. Las figuras épicas buscan ser diferentes, salir del ritmo anodino de la rutina, para evitar estar atrapadas en la sola repetición. 

La novela Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, es un ejemplo de lo que decimos. Emma Flaubert rechaza ser una típica esposa de la clase social a la que pertenece, vinculada a la provincia francesa. Said afirma que ella desafía los lazos filiativos de la sociedad, se opone a la sensación de aburrimiento y de “prosaica monotonía, da lugar a la diferencia, a su deseo de vivir de forma romántica; y la diferencia produce novedad, que es al mismo tiempo su distinción y desgracia”. La disolución al menos momentánea de la filiación, a causa de la novedad heroica, supone poner en crisis las instituciones con las que se instauraría un régimen permanente: Emma Bovary tiene un amante, con lo cual irrespeta las convenciones normativas del matrimonio. Pero las consecuencias de la historia de ficción atravesaron la realidad; como se sabe, el mismo Flaubert fue acusado judicialmente por inmoral.

En la película de Florian Zeller, la repetición es de otro tipo; gira sobre sí misma, en una especie de vacío, marcado por la distancia progresiva entre Anthony y su entorno inmediato. En relación con esto, el punto de vista de la narración es esencial. Su carácter subjetivo nos instala en la mirada de Anthony, para la cual todo se va tornando confuso. Es decir, la experiencia del mundo o el mundo como experiencia se desconciertan. Los márgenes de certeza se van diluyendo, en cosas tan simples pero importantes para su vida cotidiana como saber ¿quién es quién?, ¿es su casa, la de su hija, una residencia para adultos mayores?

Después de la escena que inaugura el relato, vemos entrar a Anthony a la cocina del departamento con bolsas en las que trae algunas cosas compradas durante un paseo. Prende la radio, escuchamos música clásica. En un instante oye un ruido proveniente del living. Se dirige hasta allá, hallando a un hombre de mediana edad sentado en uno de los sillones. Le pregunta: “¿Quién es usted?”. El hombre lo mira extrañado, responde: “Soy Paul, el esposo de Anne, tu hija”. Paul agrega unos minutos más adelante que ese lugar no es propiedad del anciano, sino de su hija, quien lo ha invitado a quedarse hasta que encuentren una nueva cuidadora. Anthony entra en un estado de perplejidad que lo descompone. Exige hablar con su hija. El marido la llama a su celular. Llega a los pocos minutos y para sorpresa de su padre es otra mujer. En ese preciso instante vemos la expresión más conmovedora de su rostro: su ojos se hunden, su boca se abre como tomando un aire que no vivifica, sino que contribuye a la parálisis de un estado cuasi catatónico. Sin salir de su asombro pregunta: “¿Dónde está Anne?”. La mujer le dice que ella es Anne. Anthony no tolera la situación y raudo camina a su habitación, con la idea de buscar refugio. 

En el film se dan varios giros dramáticos de este tipo, los que abundan la angustia del protagonista. Al que ya indicamos, le sigue otro; vuelve a aparecer la actriz Olivia Colman y su marido es otra persona. Ya no existe una pareja con la quiera ir a vivir a París. La confusión de Anthony va en aumento y sus certezas disminuyen en proporción. Y esto es muy grave. En la vejez es usual necesitar aferrarse a ciertas seguridades vitales, a veces muy simples, pero no por eso irrelevantes. El acceso a remedios, el orden en el que deben tomarse durante el día, los horarios de las distintas comidas, el lavado y planchado de la ropa, etc., parecen imponerse. Es como si los problemas de mayor calado existencial hubiesen desaparecido, dejando a lo cotidiano plagado de pequeñas dificultades que han adquirido gran importancia, en especial cuando la salud se ve quebrantada. 

El quebranto de la salud pone a los seres humanos ante la finitud radical de su existencia. En la pura inmanencia de la vida —de la vida biológica— la muerte no es sino el límite debido al cual la trascendencia no tiene cabida. Quizás esa condición inmanente explique la angustia cuando se es consciente de la desaparición irreversible. Al menos, así parece acontecer a la mente extraviada de Anthony. Hacia el final de la película, desconcertado de tanto cambio, de tanta confusión, llora abrazado a la cuidadora de una residencia para adultos mayores. Quiere ver a su madre, muerta hace mucha tiempo. ¿Qué añora con ese grado máximo de sentimiento? Probablemente, volver a ese lugar de protección filial. 

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