Escribir un secreto a voces
El traslape de la oralidad en la escritura de la nueva constitución
Por Sebastián Diez C.
I
Mi madre ofició algunos años, cuando joven, de secretaria telefónica. Usaba tanto el teclado como la oreja adherida al auricular: el sonido. La música y la tecla por ello son sus grandes herencias en mí. Tecleaba en máquinas de escribir análogas, mecánicas, pesadas, de aquellas que demandan mucho tendón y músculo. La escritura para ella era un gesto pugilístico. Sabía (creo que aún lo puede hacer) apretar las teclas marginales con el meñique: el enter del salto de párrafo y la A. Una maniobra que siempre consideré casi deportiva, la corporización misma de la escritura, como a su vez de una motricidad fina encomiable. Trabajó en ello conmigo en su vientre, es por eso que la vibración del tecleo la sentí incluso antes de nacer.
Mi aprendizaje de la manuscrita, por otra parte, fue tortuoso. Recuerdo a mi madre ubicándome en el comedor de la casa a copiar palabras en un cuaderno de caligrafía. La producción en serie de una misma me distanciaba del significado, me quedaba con palabras vacías. El dicho “la letra con sangre entra” no funcionó en mí sino como una orden de alejamiento abrupto del deseo de la escritura, que curiosamente surgió luego, con el advenimiento del computador, vindicando mi amor por la literatura a través del tecleo. La voz fue otra manera de escribir sin marca. De niño cantaba encima de la música de la radio, y mi madre solía leerme en voz alta, lo que siempre consideré un acto de amor: cuentos, fábulas. No me dormía, sino que me despertaba.
Para mi mente infantil escribir era teclear, que las letras sonaran, repercutieran. La manuscrita, por el contrario, colindaba con el dibujo, maniobras que los adultos hacían a toda velocidad sobre libretas de comunicaciones, pagarés, trámites. La firma, aquella marca original que impide la suplantación, registro antiguo de una particularidad que luego la huella digital tampoco lograría desplazar, a pesar de los métodos de pirateo (el escolar que copia la firma de sus padres para enmendar faltas), siempre la vi envuelta en una bruma sospechosa, de algo que no se cumpliría o que generaría a futuro problemas. Recuerdo a mi padre ensayándola en los bordes del diario. En esos márgenes, donde se ensaya la firma y la firme, en su sentido autoritario, o sea de quien da la orden sin tiritarle la voz, de quien depende el peso de la situación, de quien autoriza. La manuscrita tenía la seriedad de los contratos. Mi impulso escritural es sonoro, jamás delineado bajo la sospecha militar de tener mala letra, sino una concatenación de sonidos. Además, siempre escribí en imprenta.
Pienso que es raro comenzar por esa extraña marca en la pantalla y continuar con palabras autogenerándose, sin tacto. La caligrafía del computador, si se puede decir de alguna manera, es un hecho extraordinario. La palabra no se toca. El tecleo se escucha y esa musicalidad fue la que se impregnó en mí como un aroma. Aprendí la letra con la oreja.
II
Mi madre era secretaria telefónica ―esto ya lo escribí― un oficio en el que la voz y la lengua cohabitan en un hacer, intermitentes. La secretaría se dedica a atajar los secretos, la intimidad. Quien guarda esa información que aún no es momento de que salga ni a la luz ni a oídos de nadie, pero que a su vez es también la instancia donde eso de alguna manera se secreta. Secreciones. La secretaría es un atajo y también un sitio de traducción. Una aduana ante la oficina de quien toma las decisiones, filtra el ingreso y la salida, delimita qué es decible y qué callable. Se anota el recado que se le deja a alguien ausente, se evalúa su circulación. Son las orejas del que no está. Acusa recibo, retraduce esta información y luego la pone a circular de manera “aceptable”, utilizable.
La taquígrafa o la secretaria de oficina golpean la letra. Las notarías, las secretarías desbordan ese coro de teclas que crepitan, sitios donde la lengua íntima se escucha, donde los deseos (propiedades, contratos, herencias) se vierten en una lengua fría, administrativa. En las secretarías la intimidad suena. Y ese ruido cauteloso podría ser el de la burocracia, la respiración del Estado que se oye a veces monótona y otras siniestra. No hay lugares más desprovistos de emoción, con tan poca calidez que estas zonas de tránsito administrativo (el registro civil, las notarías, los municipios, el congreso) y curioso que precisamente allí sea donde se certifique el fallecimiento de un hijo, donde se firmen divorcios, expropiaciones, poderes simples, se denuncien estafas, órdenes de alejamiento, las leyes. Refrigeradores del afecto donde la calidez necesita ser fijada mediante el frío. De lo contrario no sería material administrativo manipulable.
Claudio Magris, en su conferencia Literatura y derecho (2008), subraya las distancias entre corazón y razón: básicamente, que el corazón no necesita demasiada info para expresar su sensibilidad, tan solo un gesto, una ausencia, una exclamación para que la emoción aflore y se exprese. En cambio la razón requiere información gruesa y cierta precisión para especular y concluir, pues lo que busca es la certeza. Curiosamente, es la razón la que por este mismo impulso especulativo colinda más con la fantasía que la emotividad. Si consideramos a la literatura como aquella textualidad donde la razón y el corazón se funden, podríamos decir que se trata de una suerte de secretaría de la Historia. La torna audible y a su vez transcribe su devenir inmediato. Oye el barullo de lo eterno.
III
La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable1. Cuando Baudelaire tilda la pintura del salón de 1845 de no estar en contacto con lo inmediato, apelando a la necesidad de ser moderna, está anticipando un espíritu de época que se constituye luego a sí misma como Moderna. Es decir, inventa un concepto. La poesía va más aprisa que la historiografía. Intuye y nombra. Se anticipa a lo que aún no le alcanzan palabras, escucha el “secreto a voces” y genera significados que echa a andar en el aparataje cultural, para convertirse luego en moneda de uso.
Quien escribe está a solas, a pesar de su público, del escenario, del púlpito, de quienes esperan recibir sus papeles, lectores o diligentes. En esta intimidad y larga conversación consigo misma, en este distanciamiento, la lengua se derrite y permite una manipulación más fina. Una literatura es una lengua pública retorcida, una lengua desmenuzada y vuelta a juntar, para decir aquello no dicho, aquello que la lengua originaria se resistía a nombrar. La literatura y la secretaría coinciden precisamente en operar de mediadoras entre lo privado y lo público. Son una membrana activa, no algo que sencillamente es penetrado o afectado, sino que produce (no reproduce) conocimiento.
En ello radica quizás la funcionalidad de la literatura, pues, a diferencia de la lengua administrativa, no comunica, en el sentido pragmático del término, sino que opera como el taller donde se generan las posibilidades de la lengua, donde se extienden sus límites, donde la palabra se torna hiperlaxa y adecua a significar otra cosa. Allí donde la lengua delira, diría Deleuze2. Pasar de ese tratamiento de la lengua privada a la lengua pública, donde la literatura funcione como una instancia de reacomodación, de re-pronunciación, cambios de significados de un mismo significante, es lo interesante de observar a propósito de la redacción de una constitución.
¿Cómo las particularidades, las intimidades, desembocan en un acuerdo público, en una lengua compartida? ¿Cómo se desliza la lengua privada en una lengua común? Siguiendo el ejemplo de Baudelaire y Modernidad, ¿dónde se produce este nombramiento a propósito de la redacción de una carta magna? ¿En qué instancia se genera la osmosis?
IV
Hay una noticia, que apareció en The Guardian3, no hace mucho, que expone el que sería el texto más popular del Imperio Romano en el siglo II, un poema de amor, y las declaraciones de quien estudiara estas inscripciones en una serie de piedras preciosas, un clasicista inglés, que concluyó que por la irregularidad métrica de sus versos estos fueron escritos por poetas populares y/o no oficiales, sin el conocimiento técnico para componerlos. Podríamos notar aquí de qué manera se permea una oralidad viva en un texto y cómo eso nos muestra un correlato de lo popular. La falta de técnica entrega un retrato fiel. Su descuido permite aunque sea una vez atisbar aquel rumor que no pudo ser registrado por aparato tecnológico alguno. ¿Cómo sería la voz de Marcial? ¿Cómo hablarían los incas? La primera vez que escuché a Mistral en una grabación cambió por completo mi manera de leerla. Hay un saber en la oralidad que el corset de la escritura no logra captar.
Es necesario tener claro que la oralidad es una abuela y la escritura su bisnieta. Antes de la escritura existía la mnemotecnia, con la que irrumpieron estas herramientas técnicas mediante las que los textos4 solían ser memorizados: rima, métrica, motivos; que fueron, curiosamente, abandonadas anticipando un poco lo que vendría luego, la sofisticación de los métodos de grabación, decantando en el actual y vapuleado verso libre. Walt Whitman, sin ir más lejos, poeta fundamental en el desarrollo del verso no métrico, es el primer poeta del que se tiene registro sonoro leyendo sus poemas5. Cuando el saber se comerciaba por la oreja y no por la vista, la mnemotecnia era quizás el único método para darle permanencia a la sonoridad de la lengua, su forma primaria de registro. Sin embargo, ya con la escritura en andas como fuente primordial de conocimiento luego de su intensa propagación desde el invento de Gutenberg, la oralidad no ha dejado de ser la fuente inevitablemente inmediata, que se anticipa quiérase o no a lo escrito. La historia “en caliente”, en el proceso de hacerse, es una historia auditiva, el oído vuelve a ser lo que era en la Edad Media: no solo el primero de los sentidos (antes que el tacto y la vista), sino el sentido en el que se basa el conocimiento6.
¿Quién mete tanta bulla?, se pregunta Vallejo en un poema de Trilce. El habla es lo que no deja de meter bulla, la “resurrección dinámica de la oralidad” como dice el lingüista y párroco Walter Ong, que se opone no sólo al silencio cautivo de la página, al claustro de las bibliotecas, sino también a la velocidad, a la lentitud de la escritura. La psique puede acomodarse a la tensión en parte porque la caligrafía es un proceso físicamente muy lento, por lo regular más o menos la décima parte de la velocidad del habla oral. Con la escritura, la mente está obligada a entrar en una pauta más lenta, que le da la oportunidad de interrumpir y reorganizar sus procesos más normales y redundantes7. El campo de acción de la oralidad es más o menos del tamaño del planeta, pero fuera de la estratósfera, donde el oxígeno no puede ser, deja de existir. Charly García dijo que en el espacio exterior la música no era posible. Y aunque los cosmonautas lleven esas peceras en sus cabezas y puedan comunicarse vía radio bordeando la Tierra, nadie podrá generar sonido en el espacio físico, en esa oscura noche. La escritura, por otra parte, “se ubica fuera del mundo del sonido”, tiende a lo extraplanetario y su visa de circulación es mucho más extendida y permanente que la de los sonidos. Por ello las leyes son escritas. Por ello las leyes son el medio por el que los muertos siguen hablando. La escritura permite, así mismo, en su proceso escritural el espacio de tiempo para la reflexión, la tachadura, recular. Es borrable, no como lo dicho con la voz.
V
El poeta va de espaldas a la Historia especulando y escuchando lo que vendrá, es su función oracular, vestigios de su antigua función política, anticiparse a la crisis. La expresión “secreto a voces” ejemplifica esta hipótesis y, además, cruza lo oral y lo escondido. ¿Cómo la evidencia de la voz puede a su vez mantener el secreto, si cuando el secreto se dice se supone que deja de serlo? Es que no dejan de ser especulaciones en torno a un secreto que se ventiló y no tiene manera de volver a su baúl; es por ello que a partir de aquella evocación sonora (”a voces”) se desfigura el sentido, ¿por qué? Pues porque la oreja se presta para malos entendidos. Clásico es el juego de niños que se van contando una frase al oído en un círculo, y luego comparan lo que escuchó el último y lo que dijo el primero, que por lo general no tienen conexión. Básicamente así funciona el tráfico de la oralidad, sus soportes son vaporosos. Es allí donde opera la secretaría, fijando un sentido y brindándole funcionalidad. La escritura permitió fijar la ley de modo inequívoco, disipando las ambigüedades de la tradición oral o del derecho consuetudinario, además de otorgar precisión y garantías a los contratos, que antes eran orales, y establecer censos de población inequívocos8. Así mismo la literatura.
VI
Dicho sea al paso, la lengua de los amantes podría funcionar como un ejemplo de generación de lenguajes compartidos en la intimidad, pues involucra complicidad mediante un trastorno de las metáforas. Los amantes son la primera comunidad lingüística, inventan un lenguaje propio. En la redacción en terreno (en la cama, en el parque, en los moteles) del diccionario amoroso de su historia, de su narrativa, esta célula creadora de sentido nos demuestra el mecanismo para concebir una lengua compartida. La experiencia por lo tanto es fundamental. De ser necesaria una literatura, una poética para escribir una constitución, es a su vez necesaria una experiencia donde los modos de la lengua se pongan en práctica, se escenifiquen.
VII
En el contexto de la redacción de una nueva constitución vale preguntarse cómo el modo deseado de existencia, expresado oralmente por la comunidad, puede escribirse en frío y con el peso necesario de la lengua “jurídica”. Lanzo una hipótesis, dos instancias: por un lado los intérpretes de ese saber oral, los políticos; y por otra, los traductores a lengua fría, los abogados.
El político mediaría entre esta lengua emocional y la lengua pública, instancia por lo mismo sobrecargada de tensión. El raciocinio público es frío y a su vez necesita ser el saco o recipiente de emocionalidades diversas, en un tránsito difícil, que va desde la comunidad a la particularidad y de ahí a esa óptima “universalidad” propia de la ley. La taquicardia de la voz política, de los voceros, de las asambleas, es sintomática de esta sobrecarga. La necesidad del orador de seguir adelante mientras busca en la mente qué decir a continuación también propicia la redundancia. En la recitación oral, aunque una pausa puede ser efectiva, la vacilación siempre resulta torpe. Por lo tanto, es mejor repetir algo, si es posible con habilidad, antes que simplemente dejar de hablar mientras se busca la siguiente idea9. Se corre el riesgo que se bajen los fusibles de la máquina de sentido y se preste a aberraciones, el pasillo suficientemente estrecho así como holgado para que se escape lo lícito, dando lugar a la corrupción, al engaño. La velocidad, la cantidad de información desplegada en corto tiempo, la modulación que cobra la información, los pliegues que se construyen, se diferencia de sobremanera a la labor del literato que, como mencioné, crea su propia lengua en el encierro. El político traduciría la inquietud ciudadana a un lenguaje común y frío in situ, en la escena oral. La necesidad de improvisar, así mismo, les haría caer en el cinismo, en la careta, en la farsa. Son los riesgos (y los vicios) de la política, estas instancias polisémicas cuyas interpretaciones tan variadas dan cabida a juegos malintencionados. La lengua política aún es líquida. La cuña, expresiones que serían de mal gusto incluso escribirlas, se utilizarían para rellenar el espacio vacío. Esta es la vox vacui en la política.
VIII
Hay por ello que precisar la distinción entre voz y lengua. Los políticos tienen voz, pero no lengua. La oralidad funciona en instancias muy concretas, en escenarios específicos, precisamente en los espacios donde se trabaja la política. Entonces si ellos tienen voz y no lengua, digamos, no tienen literatura, no hay una sistematización de conceptos, de una episteme, hay solo voz. Es un lenguaje moldeado y modelado por sus circunstancias, independiente de su escritura. Es una primera instancia de tratamiento de aguas que los abogados, si seguimos con la hipótesis, se preocuparían luego de revertirla en frío y solidificarla. Pues ellos, a diferencia de los políticos, sí tienen literatura, la literatura del poder. La lengua del imperio, como diría Armando Uribe.
No obstante, la porosidad del lenguaje jurídico al momento de su aplicación expresaría a su vez su evidente funcionalidad de clase, apariencia de ser la ley escrita para un común imaginario (fantasioso, si me apuran) que en la práctica se apegaría a los derechos de un sector específico, al más rico, y a los deberes de los pobres, y la posibilidad de una libertad en la medida de las facultades y la propiedad de quien la ejerza, no de aplicación común. Quien más posee, en fin, más libertad tiene. Al menos eso dictamina de maneras sutiles la constitución del 80 y la que hoy rige en nuestro territorio nacional. Imaginemos, aunque no sea real, que vemos a Jaime Guzmán encerrado en una biblioteca tapiada de libros gruesos y antiguos, escribiendo la constitución a máquina. La redacción de aquella (la vigente) estuvo capturada por la especulación, del generar porosidades en el lenguaje para actuar de un modo o en otro entre situaciones jurídicas similares, en generar una inteligencia mediante un texto, un modelo al que siempre se remite, de pacto regulado mediante el tiempo aparte del documento y no del llamado consuelsalismo o el contrato de la voz.
El acuerdo escrito involucra de por sí una situación de desconfianza. Desde luego, la escritura es conservadora de sus propios estilos. Poco después de su primera aparición, sirvió para congelar los códigos jurídicos de la Sumeria temprana. Sin embargo, al asumir funciones tradicionalistas, el texto libera la mente de las tareas de conservación, es decir, de su trabajo de memoria, y así le permite ocuparse de la nueva especulación10. Y sin embargo, la porosidad y ambigüedad de la lengua jurídica, similar nunca gemela a la lengua del poema, le permite vida más allá de sus propias circunstancias de escritura. J.G. hizo de la constitución una máquina de sentido liberal y conservadora. Los abogados se verían en el imperativo de crear un lenguaje poroso, que diga y no diga, que se preste a múltiples interpretaciones.
IX
Ahora, podemos verificar esta porosidad en la calle misma: una popular consigna levantada luego del estallido del 18 de octubre. ¿Qué quiere decir específicamente “que la dignidad se haga costumbre” si ya desde el comienzo de la Constitución del 80 se consigna la dignidad como una condición inamovible e incorruptible? Artículo 1° Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos11. Esto podría significar dos cosas. La primera, que el apartado no se está cumpliendo y se exige que aplique sin espacio a particularidades, es decir, que sea una condición de uso permanente, no eventual. La segunda, que la dignidad que se exige en el panfleto no es la “dignidad” de la constitución, sino otra. El concepto mismo disputa significados muy distintos. Para el primer caso, de haber un acuerdo que no se está cumpliendo, el pozo oscuro de la cuestión sería el cómo medir la dignidad, o cuáles son los parámetros para llamarle tal. Y para la segunda, sería la pregunta: ¿se está disputando un uso de la lengua? ¿Qué sentido está cautivo en la dignidad de la constitución y cuál exige la voz popular?
El político recogería esta inquietud, pero no pasaría de lo oral: necesitamos sueldos dignos, casas dignas, etc. Quien fijaría el sentido de lo digno sería el abogado que redacte y posicione esa palabra en una frase (la sintaxis es política) para que cumpla con aquel valor. Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Nacen iguales en dignidad, ¿pero lo seguirán siendo a medida que crezcan? La condición de cuna parece implícita. Es la dignidad de la élite que puede perpetuar la misma con el paso del tiempo, la persona será digna en proporción a sus poderes y propiedades.
En la voz popular, al parecer, otra ley se oye. La misión sería prestarle oreja, escribir con la oreja. Lograr impregnar al texto constitucional de los deseos populares vertiendo ese corazón, racionalmente, en una carta magna.
X
Saliendo de lo hipotético, “todos los políticos mienten” no deja de ser una sentencia muy plausible. No hay que desconfiar de la masa supuestamente “apolítica” (si es que eso existe) que arremete con esta opinión ante tanta aberración que se estila en la política tradicional chilena, pues hay allí verdad. Es que la función del político precisamente no ha sido la de decir la verdad, sino la de transmitir voces corrompidas que engatusan la ley; su función ha sido puramente especulativa. Ahora, ¿serán así mismo los abogados? ¿Serán ellos los verdaderos peritos ―con la lengua de ese imperio, la lengua de la ley― a quienes se les encomiende la tarea de escribir lo venidero?
Los políticos trabajan con el mal entendido, los abogados con el poder. Puse políticos y abogados en la hipótesis porque han sido dos ethos fundamentales y constantes en la redacción de las cartas magnas históricas de Chile, sin embargo no es terminantemente necesario que sean ellos quienes escuchen y redacten esta vez. ¿Se imaginan una constitución diseñada por folcloristas y poetas? Seguramente se acercarían mucho más a ese sentir popular que la élite evade. En fin, aún queda tiempo para escuchar y escribir.
Sebastián Diez Cáceres
Septiembre 2021
Notas
1 Charles Baudelaire. El pintor de la vida moderna. Taurus.
2 Gilles Deleuze. Crítica y clínica. Anagrama.
4 Ong habla de una textualidad oral, el texto como un tejido de voces.
5 Walt Whitman reads America (1889)
6 Roland Barthes. Un mensaje sin código. Ediciones Godot.
7 Walter Ong. Oralidad y escritura. FCE.
8 Roman Gubern. Metamorfosis de la lectura. Anagrama.
9 Walter Ong. Oralidad y escritura. FCE.
10 Walter Ong. Oralidad y escritura. FCE.
11 Constitución Política de la República de Chile.