Rams, el valle de los carneros: el arraigo de la existencia

“Un día, a las muchas invenciones los hombres agregaron otra: empezaron a rodearse de animales que se adaptaban a los hombres, en tanto que durante un tiempo muy largo habían sido los hombres los que imitaban a los animales. Se volvieron sedentarios –y ya un tanto envejecidos.”

Roberto Calasso, El cazador celeste

En una antología donde se reúnen los fragmentos póstumos de Friedrich Nietzsche bajo el título de La hora del gran desprecio (Otoño, 1882 – Verano, 1883) se afirma lo siguiente: “Los rebaños no son nada bueno, aunque te sigan a ti”. Como suele ocurrir con su escritura fragmentaria, nos encontramos con frases que parecen sintetizar toda una idea, por lo tanto, manifiestan a medias una gran complejidad. Es habitual tener la sensación ante sus textos más punzantes estar frente al asomo de un pensamiento enigmático, que esconde sus secretos y rehúsa revelar sus más recónditas elucidaciones. Así, el fragmento citado entraña una reflexión por momentos relacionada con el cristianismo, en particular, contra el carácter gregario de su fe, fundada en misterios sólo revelados a los iniciados: los sacerdotes. Gracias al conocimiento de las verdades fundamentales, se arrogan la condición de ser pastores a cargo de las ovejas pertenecientes a la grey de Dios. 

El juicio negativo de la sentencia nietzscheana puede entenderse además en una clave distinta, casi antinómica a la anterior: el efecto de rebaño apelaría además a determinada condición del sujeto moderno plegado a las mayorías, cuando se suma a ciertas causas, en las cuales los individuos se sumergen en la masa indistinta. Como si increíblemente se tratara de un juicio anticipado de los acontecimientos históricos y políticos sucedidos ya entrado el s. XX, su crítica feroz se dirigiría a la pérdida de voluntad y, por qué no decirlo, a la falta de reflexión por la que los individuos se someterían a los mandatos de quienes los lideran. De ahí que se habría adelantado, entre otros, a fenómenos propios de una sociedad industrial en los que hemos de reconocer una lógica de homogeneización, como diría Georges Bataille, debido a la cual se borraría —o al menos por ese carril irían sus pretensiones— los aspectos singulares de la existencia. 

La presencia de la figura de los animales se remonta a los primeros escritos de Nietzsche. Se encuentra ya en su ensayo de juventud, redactado cuando aún era un veinteañero, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, conocido también como la Segunda Intempestiva. En el ensayo, como se sabe, critica el exceso de historia, esto es, pone en cuestión la valoración desmedida de la misma, muy propia de un tipo de historicismo surgido a lo largo  del siglo XIX. Con la finalidad de caracterizar tal sobrevaloración, Nietzsche alude en el breve texto al animal para señalar cómo éste carecería de una necesidad de historia. Más bien, los animales estarían anclados a una especie de eterno presente. Inocentes de sus rigores, se hallan fijados a la estaca de un momento singular, sin la trascendencia a la que aspira un ser con consciencia histórica.

La existencia asociada a una singularidad tal se muestra indiferente a las estridencias de la historia, a los avatares humanos en los que suelen descollar, en los relatos más tradicionales que acometen la explicación de sus causas, la presencia de personajes históricos. En la indiferencia reconoceríamos la falta de experiencia temporal. Por ello, en esa especie de circunspección ante las preocupaciones del ser humano, respecto a las cuestiones acuciantes de la historia, notamos cierta impasibilidad. El carácter impasible de los animales por la historia y la realidad humana quedaría refrendada, en algunas ocasiones, por la profundidad inescrutable de sus ojos, en los cuales se reconocería la ausencia de una mirada. Cuando los seres humanos buscan aferrarse a sus logros históricos, en algunos casos asociados a acontecimientos, en otros a la lucha diaria de sus vidas, dicho carácter sirve de contraste a un aparente tesón del hombre en el momento de proponerse doblegar las adversidades del mundo.  

De ahí que la búsqueda de cristalizar las expectativas humanas en un escenario adverso, implica someter el orden de la naturaleza y de los animales. Tarea con la que se legitimó el avance de la técnica desde los inicios de la modernidad. En el cine son muchas las formas de representación de esta voluntad. Una de las formas de representación más tradicional fue el western. Así, se trata de uno de los géneros más significativos al interior de la industria en la época del apogeo de los estudios de cine en Hollywood, entre los años 30 y 50, dedicado a poner en escena argumentos en los que la conquista de un espacio inhóspito se convirtió en una proeza épica. Sus personajes más conocidos fueron el sheriff, los renegados al margen de la ley y los colonos que se internaban en el desierto tratando de vencer los obstáculos, de tal manera de transformar ese espacio indómito en propiedad privada. La búsqueda de la prosperidad suponía asentarse corriendo el riesgo de que las fuerzas no conocidas por la civilización occidental, pudieran derribar hasta el más último de sus sueños. 

Max Weber dio cuenta de este ímpetu original, motor del dinamismo vertiginoso vinculado al capitalismo en Estados Unidos. En su viaje a esas tierras, se habría percatado cómo una variante de la ética calvinista tuvo afinidad con la expansión del capital. Su índole ascética dotó al trabajo de un valor en sí mismo. La ganancia, entonces, no es oportunidad de ostentar el éxito, ni granjear el poder para el solo deleite personal: si bien el desarrollo de los negocios tendría como uno de sus objetivos la prosperidad, lo más importante es que el éxito se transformaría en un signo anticipador de la posible salvación del alma de los afortunados. Como decía el mismo Weber recordando palabras de Benjamin Franklin, uno de los fundadores del país, se destaca en la ética antes mencionada el carácter virtuoso de la utilidad, de hacer de las cosas un medio para conseguir el éxito económico. Sin embargo, la acumulación de dinero no es para la pura satisfacción personal, digamos para el goce inmoderado de su suerte; habría un fin superior, definido por alcanzar un estado moral. Ese estado moral guiaría, supuestamente, el comportamiento de los individuos al interior de una sociedad capitalista. De ahí que: “la ganancia del dinero —como se verifica legalmente— representa dentro del orden económico moderno, el resultado y la expresión de la virtud en el trabajo, y esta virtud, fácil es reconocerlo, constituye un alfa y omega de la moral de Franklin”.

Pero las vicisitudes de la realidad histórica de ese Estados Unidos del s. XIX, mientras se forjaba a sí misma, no era homogénea. Es decir, no todo estaba regido por la severidad de la moral calvinista, aunque sí persista la capacidad de enfrentar un contexto hostil, incluso usando la violencia más descarnada. El western posee innumerables ejemplos al respecto. Una de las películas más importantes del género, cuando ya había alcanzado su cumbre y comenzaba el declive, fue Más corazón que odio (The searchers, 1956) de John Ford. En el relato, Ethan Edwards (John Wayne) es un ex confederado que ha regresado a la casa de su hermano, quien vive con su esposa e hijos. En un momento en que Ethan se halla fuera del hogar, son atacados por los comanches. Matan a todos los miembros de la familia y raptan a la pequeña Debbie (Natalie Wood). El protagonista inicia la búsqueda de la niña, tarea a la cual dedicará años, junto a su sobrino Martin Pawley (Jeffrey Hunter), un mestizo de sangre indígena, con el que tendrá una relación conflictiva. Hacia el final del film, encuentra a Debbie en una comunidad comanche. Si bien quiere dar cumplimiento a la misión autoimpuesta —asumida como deber al cual subordina su vida—, no deja de sentir rechazo por su atuendo indígena, propio de las costumbres de sus captores. 

De hecho, mientras Ethan todavía se halla tras sus pasos, vemos episodios en los que se desata en él una violencia incontenible contra los indígenas y contra cualquiera que obstaculice su propósito. Como si lo moviera una voluntad sin miramientos, quiere sobreponerse a las dificultades del paisaje desértico, al cual pertenecen los mismos comanches. Esa lucha es congruente con otra de las características del western: en la medida que los personajes ven amenazadas sus aspiraciones, incluso mermando sus fuerzas, les sobreviene un brío que les permite no renunciar hasta imponerse o perecer en el intento sin rendirse. A causa de ello, no es raro encontrar en muchas películas protagonistas enfrentados a situaciones de esta índole que no escatiman esfuerzos para restablecer lo que ellos entienden como justicia. 

Una justicia derivada de sus más profundos anhelos, muchas veces carentes del aval de un marco normativo que le de legitimidad; responden más bien a un principio moral. Un ejemplo de lo que decimos es la película Último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959) de John Sturges, en la que el comisario Matt Morgan (Kirk Douglas) decide salir a la caza de los asesinos de su esposa de ascendencia indígena. Los persigue hasta Gun Hill, un pueblo dominado por Craig Belden (Anthony Quinn), un viejo amigo en las andanzas de juventud. Estando allí descubre a uno de los asesinos, Rick Belden (Earl Holliman) hijo de su amigo. A pesar de la resistencia del padre y sus hombres, se atrinchera en un hotel con el asesino, esperando la salida del último tren, su única posibilidad de huir, con la idea de llevar al culpable ante un juez. Gracias a la ayuda de Linda (Carolyn Sue Jones), una antigua amante de Craig, sorteará la oposición de sus enemigos, abordando finalmente el tren. Durante el tiempo en que se parapeta en el edificio, no cejará en cumplir la misión aunque se encuentra en clara desventaja numérica. Dispuesto a enfrentar a todos quienes quieran terminar con su vida y así rescatar al prisionero, agotará sus fuerzas para pelear al límite de sus posibilidades. No obstante, su intención no es cobrar venganza, sino hacer justicia, no sólo motivado por la prescripción de la ley, sino por el respeto a un principio moral: cumplir en todo momento su deber sin excederse en la fuerza aplicada, limitándose al uso de una violencia legítima, por ejemplo, cuando tiene que defender su vida.

Quizás por lo que hemos dicho hasta ahora, y otras razones a las cuales no hemos aludido, el cineasta islandés Grímur Hákonarson denominó Western escandinavo a su película Rams, el valle de los carneros (2015). El film narra la historia de Gummi (Sigurour Sigurjónsson) y Kiddi (Theódór Júlíusson), dos hermanos habitantes de un valle remoto de Islandia llamado Bardardalur, muy similar a determinadas zonas de nuestra Patagonia, donde predomina una sensación arrebatadora frente a un paisaje imponente y desolador. Llevan 40 años sin hablarse, probablemente debido a que el padre heredó la propiedad a Gummi. Esta decisión provocó en su hermano un rencor que, cada cierto tiempo, lo impulsará a recriminarlo en estado de ebriedad. No obstante, viven uno al lado del otro, cada cual en su casa. Ambos crían carneros y ovejas de buen linaje. Su prestigio lo deben a la calidad de la lana y a la contextura de su cuerpo imponente.

No está demás decir que la crianza ovina más tradicional es de suma importancia en Islandia. Las ovejas superan en cantidad a los seres humanos en la isla: las primeras alcanzan a ser 800.000 y los segundos 320.000. Mencionamos esto pues como ocurre en la película, tal actividad no sólo tiene ribetes económicos, además implica el arraigo fundamental de quienes la realizan, es decir, en la medida que para una parte importante de la población islandesa, ya sea se dediquen a ella en la actualidad o sean descendientes de quienes lo hicieron en el pasado, resulta significativa al haber sustentado sus vidas por largo tiempo. No es cualquier sustento, en todo caso, porque el ser humano debió y debe prodigarse de fuerzas para vencer las condiciones climáticas del todo radicales. Viento, lluvia, nieve atacan en medio de una planicie rodeada de cerros. La geografía causa un fuerte aislamiento para los pocos seres humanos que habitan ese lugar, emplazado dentro de una inmensidad propia de la naturaleza.

De esta manera, los animales no sólo son fuente para poder subsistir, también de apego al mundo, pues el trabajo de los criadores de ovejas ha construido al mismo tiempo las vidas silentes de hombres curtidos. Se han hecho a sí mismos lidiando con condiciones crudas, especialmente cuando transitan por la estación invernal. Aunque parezca un dato secundario, la mudez, la falta de palabra articulada, se daría porque han hecho suyo el territorio a punta de esfuerzo físico. Dicha rudeza mantiene a Gummi y Kiddi transados en un conflicto sin solución. No se hablan y su cotidianidad se caracteriza por una rutina fijada a partir de sus quehaceres. Suelen comunicarse a través del perro ovejero de Kiddi, por medio del cual Gummi envía mensajes escritos en un papel cuando necesita decirle algo. 

Al comenzar la película, Gummi descubre una oveja muerta de su hermano cerca de la casa del mismo. Un poco después, los dos participan de un campeonato de carneros en el pueblo. El carnero de Kiddi obtiene el primer lugar, y el de aquel el segundo lugar. Durante la celebración realizada en una sede de los criadores de ovejas, Gummi abandona la instancia, revisa el carnero de su hermano y se suscita en él una duda: al parecer el ovino se ha contagiado con la enfermedad llamada “tembladera”. Decide llevar a su carnero a la casa donde vive. Lo baña en la tina con un ritmo desesperado, tratando de evitar el contagio. A los pocos días visita a otro criador, presidente de la asociación que los agrupa, para contarle su sospecha: la enfermedad ha reaparecido. Inquieto por tal posibilidad, el dirigente se comunica con las autoridades locales. A raíz de lo anterior, se hacen presentes miembros del ministerio de agricultura, para llevar el carnero de Kiddi a hacer un examen y así comprobar si el contagio es efectivo. Su dueño opone una resistencia feroz, al punto que los policías que asisten en el procedimiento deben contenerlo. En la noche de ese día dispara contra la casa de Gummi, furioso por lo que considera una traición. 

Una vez confirmado el retorno de la enfermedad, las autoridades deciden sacrificar a todos los carneros del valle con el objetivo de erradicarla. Esto produce una conmoción en todos los criadores; algunos deciden abandonar el valle, sin esperanzas de retomar su trabajo, pues una vez sacrificados no podrán criar antes de dos años. Gummi mata a las ovejas con sus propias manos, previo a la llegada de los funcionarios para realizar el sacrificio masivo. Eso en apariencia, porque esconde a uno de sus carneros con el fin de utilizarlo como semental y un número menor de ovejas. Construye un corral en el subterráneo de su casa donde los encierra, alimentándolos periódicamente. La noche de navidad prepara la cena para comer solo. En un momento determinado, baja hasta el sótano, abre la puerta del corral en el que está el carnero para que se aparee con las ovejas. Luego de un rato tocan la puerta, es uno de los miembros del equipo de sanidad que trae a su hermano en estado de hipotermia: ebrio se desplomó en la nieve cuando venía de vuelta a su casa desde el pueblo. Gummi llena la tina con agua caliente y entre los dos lo sumergen. Ahí queda gran parte de la noche, hasta que se despierta, camina en dirección del living y cae inconsciente sobre el sillón, donde seguirá durmiendo. Habrá otro episodio similar más adelante, claro que esta vez lo llevará al hospital en una pala mecánica. Días después el mismo funcionario que rescató a Kiddi de morir congelado, pide a Gummi pasar al baño. Mientras está ocupándolo, escucha ruidos en el sótano causados por las patas del carnero y las ovejas. Sale rápidamente de la casa a dar aviso a sus superiores. El protagonista entra en pánico, recurre a Kiddi para ocultar sus animales en la casa vecina. Acorralados deciden huir con ellos hacia las montañas con el fin de salvar los últimos ejemplares de dicha estirpe. 

Tanto en la resistencia inicial, como en la huida con sus ovejas, los hermanos desafían a la autoridad establecida, a sus facultades otorgadas por la ley. La desobediencia al régimen procurado por las leyes plantea una cuestión de fondo de larga data. Una controversia, sin duda, con implicancias éticas, no sólo legales. En sus Lecciones de ética, Immanuel Kant explica en el proemio que el objeto de la filosofía práctica estriba en las acciones y la conducta libre. Su misión es dar una regla al buen uso de la libertad, sin atención a los objetos específicos a los cuales debe aplicarse. Es decir, sin sujeción a las determinaciones empíricas que condicionarían las decisiones. Exentas de esas determinaciones, se librarían de estar subordinadas a razones externas al sujeto y así habría verdadera autonomía y libertad a la hora de decidir. Toda acción para ser moral ha de tomarse en función sólo del respeto a la Ley. Varias décadas después, será Nietzsche quien comentará el rigorismo kantiano, ironizando sobre el supuesto desinteresado de su ética. Sólo el desinterés aseguraría la calidad moral de los comportamientos, a juicio de Kant. Su verdadera determinación debiera ser un fundamento a priori, anterior a cualquier contenido empírico. A Nietszche esto le parece arrogante e ingenuo, propio de los filósofos alemanes de ese tipo, que creen comprender el mundo desde las categorías con las que han construido su pensamiento, sin atender a la aspereza y opacidad de la vida o, lo que es lo mismo, a su experiencia. Según Nietzsche, Kant se transformó en una gran influjo para el pensamiento alemán: “y el júbilo llegó a su cumbre cuando Kant descubrió también, además, una facultad moral en el hombre”. Recordamos muy a la pasada la disputa filosófica, pues nos permite encuadrar en términos problemáticos una cuestión esencial a la discordancia con la ley presente en la película Rams: los rigores que enfrentan los personajes, no son los rigores de unos principios morales, sino aquellos en los que la sobrevivencia de sus ovejas también es su propia sobrevivencia. Tampoco se trata de preservar una forma de vida basada exclusivamente en el interés económico, dado que hay en ella toda una compleja trama de concepciones del mundo no verbalizadas, sino expresadas por medio de costumbres en apariencia anodinas, pero fundamentales para su existencia.

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