La escalera de Bramante, o cómo mirar la memoria – Miguel Molina Díaz

La escalera de Bramante: o cómo mirar la historia

Miguel Molina Díaz

  1. Contemplar una pintura

Según el pintor Kurt Landor, uno de los protagonistas de La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019), novela de Leonardo Valencia, en el primer instante ante una pintura no se necesitan palabras. “Ni las palabras ni las personas son necesarias cuando uno descubre una pintura”, piensa, precisamente cuando evoca el retrato inconcluso que en su juventud inició de su amiga Dora Lerner, y que debe retomar al final de su vida y su carrera. Su reflexión es, creo, sobre la aparición del arte, la imagen, o un momento creador: “El espectador que contempla la obra de arte repite el mismo instante mudo en que el pintor, abandonado al silencio buscado en su taller, sin interrupciones, sin esperar a nadie, se detiene delante del lienzo en blanco y tantea sus materiales como si no supiera qué escoger”. Quizá, ese primer momento frente al lienzo vacío o a la página en blanco del novelista es más significativo, difícil y misterioso que el mismo cuadro o la misma novela que devienen de ese instante. Y tal vez es aquel el gran tema, o uno de los grandes temas, de la novela que Leonardo Valencia escribió durante alrededor de una década y que vio la luz en el 2019.

La leí en Nueva York, en los albores del verano de ese año, casi de corrido y sin aliento. Terminar de leer las últimas páginas se sintió como una catástrofe. Es decir, como se sienten los libros esenciales. Yo, que me preciaba de ser reseñista de libros, no pude escribir nada. No tenía palabras. Leer La escalera de Bramante había sido como contemplar por primera vez una pintura añorada durante muchos años. Días más tarde partí a Europa, en el contexto de un proyecto académico tras los pasos, tal vez, de Kafka, y no pude dejar de pensar en Leonardo Valencia y su novela cuando contemplé, al fin, las obras de Tina Blau, Emil Nolde, EgonSchiele o Gustav Klimt en el Palacio Beldevere; esa emoción primigenia que, años atrás, ya me habían provocado Goya, Van Gogh y Dalí, asícomo los grandes músicos que han sido y siguen siendo el soundtrack de mi vida.

Sostiene Leonardo Valencia que la pintora ecuatoriana Araceli Gilbert se cruzó con el jazzista Sydney Bechet en París, entre 1951 y 1952. En realidad, nunca se conocieron, o él nunca la conoció a ella. Gilbert lo escuchó en la sala de conciertos Pleyel y nunca pudo olvidar su música. Él decía que cada instrumento cuenta una historia y que cada historia tiene un lenguaje. Tenía adentro de sí demasiadas historias, por cuanto necesitaba de una variedad de lenguajes. La Banda de Un Solo Hombre era el concierto de sus contradicciones. Cuando Araceli Gilbert lo escuchó, el sonido puro y marcado del clarinete y el saxo, con un profundo registro melancólico, se quedaron gravados en su memoria en una aparentemente arbitraria combinación de colores y sonidos. Ella, frente a los colores y sonidos, tenía el poder de la sinestesia:

«Quiero decir que vinculaba un sonido a un color, o al revés, un color a un tipo de sonido: el saxo correspondía al color gris pizarra, el clarinete al blanco, el piano al amarillo. Y en las pausas del Quiero decir que vinculaba un sonido a un color, o al revés, un color a un tipo de sonido: el saxo correspondía al color gris pizarra, el clarinete al blanco, el piano al amarillo. Y en las pausas del concierto, entre pieza y pieza, sin que sonara ningún instrumento, en el puro silencio, Araceli Gilbert pensó en el color negro. Cuando acabó el concierto, Gilbert caminó a su casa, en medio de una noche oscura pero feliz a pesar de la melancolía de lo que había escuchado, mientras recordaba los colores que asoció con los sonidos. La pintora regresó a su país al otro lado del mundo. Bechet murió el 14 de mayo de 1959. Apenas Araceli Gilbert supo la noticia de la muerte del músico, escuchó de nuevo los colores, o vio los sonidos de aquel concierto, y empezó a pintar el Réquiem para Sydney Bechet«.

Requiem por Sydney Bechet, 1963.

La primera ocasión frente a una pintura, entonces, tiene el misterio y la pureza de la primera contemplación de las montañas más altas, de los océanos, o la sensación irreal provocada por las notas de las canciones que nos disuelven en el enigma de nuestra propia existencia, como la fe en Dios o la comprensión definitiva del amor. Incluso, la observación de una pintura, en cuanto los colores asumen hondos significados en nuestra memoria, es la contemplación del pasado, nuestras tragedias y grandes descubrimientos. Es una forma de vernos, lo que fuimos, lo que ya no seremos. La revolución o la luz que no alcanzamos. Un color rojo, como el de Araceli Gilbert, que como un hito marca el fin de un concierto, un cúmulo de lenguajes o una vida, después de lo cual viene el silencio, el todo, la nada. “Un guía en un museo, concluye Landor, nunca te hará ver un cuadro. Está ahí para que no te pierdas, literalmente para que no te pierdas en ti mismo”.

  1. La escalera sagrada 

Este texto no es una reseña. Bajo ningún concepto es esa reseña que quise escribir y no pude en el 2019, al terminar de leer la novela. Este texto es, pienso, una confesión o el testimonio de un aprendizaje sobre cómo contemplar una imagen: ese primer y definitivo instante. Tiene que ver con el acto de mirar detenidamente la escalera de Donato Bramante—el arquitecto de la Basílica de San Pedro—, aquella icónica del centro histórico de la capital ecuatoriana y que da nombre a la novela de Valencia; esa serie de círculos cóncavos y convexos que se expanden hacia arriba y debajo de un círculo central: es la entrada y salida del Convento de San Francisco, llamado el Escorial del Nuevo Mundo, con sus más de 40.000 metros cuadrados de construcción, su leyenda que incluye un pacto con el diablo y la imponencia de su plaza en el centro del globo.

Pensaba Mircea Eliade que todo templo o montaña sagrada es un axis mundi, en el sentido de “una escalera que lleva al cielo: los chamanes trepan por [ella] en su viaje celestial”. Es decir, “los templos son réplicas de la montaña cósmica y constituye, por consiguiente, el ‘vínculo’ por excelencia entre la Tierra y el Cielo; los cimientos de los templos se hunden profundamente en las regiones inferiores”, en el inframundo, como los volcanes de la Cordillera de los Andes. Dice Carlos Arcos Cabrera sobre la escalera del Convento de San Francisco:

«Si se mira desde las torres, esta escalera es un círculo perfecto con un centro vacío desde el que se expanden como ondas los arcos que lo forman; son ondas inmóviles de piedras milenarias. Es una construcción que permite múltiples miradas. Si se sube desde la plaza, del mercado, del mundo de los hombres, hacia el atrio, hacia la entrada de la iglesia, se avanza por un semicírculo convexo que se va cerrando hasta alcanzar el centro. Es un punto en el que una visión mística cristiana podía afirmar que es el lugar en que se debe abandonar el mundo para ir al encuentro con Dios. A partir del centro, el semicírculo se vuelve cóncavo y se va ampliando hasta que culmina en el atrio y en las grandes puertas de la iglesia como queriendo afirmar que los brazos del señor están abiertos para los que los buscan. Si se hace el camino inverso, es decir, cuando se desciende por las escalinatas, se retorna al mundo, al mercado, a la vida terrena. Otra mirada de la escalera podría afirmar que lo alto se transmuta en bajo; lo masculino convexo, en lo femenino cóncavo y viceversa. También que se inscribe en la ruta del sol: la sección cóncava de la escalera mira hacia el este, mira el amanecer, hacia el lucero de la mañana, en tanto que la sección convexa mira hacia el oeste, hacia el sol que deja de alumbrar, hacia el Pichincha. Podría especularse que se trata de una arquitectura inspirada en la alquimia».

No recuerdo la primera vez que contemplé, desde la plaza, el atrio del Convento de San Francisco. Siempre estuvo allí, temblando en mi memoria, como la imagen misma de Quito bajo el Volcán Pichincha, es decir, la imagen de mi vida entre las más antiguas piedras que con furia expulsaron los Andes desde el centro del mundo, en la formación geofísica del continente americano. El 28 de febrero de 2021, cuando por primera me propuse alcanzar el Ruco Pichincha, entre la niebla y las nubes, divisé sobre el arenal la forma colosal de una cumbre formada por rocas milenarias. Durante el último tramo del ascenso, presentía que aquella experiencia, iniciática, era a mi cuerpo tan pavorosa y luminosa como la escritura a mi mente: una imposible hoja en blanco que, de pronto, se llenaba de palabras y esas palabras estaban muy llenas de silencio.

Me resulta inútil imaginarme cómo habrá sido el valle sobre el que brotó Quito antes de que se levantara el macizo de piedra que hoy se conoce como Convento de San Francisco y que antes fuera el templo de roca erigido en honor a las deidades de la América prehispánica. No podemos olvidar que en el Cusco los colonizadores construyeron el Convento Santo Domingo sobre el Coricancha, el templo dorado del incario y la sede del poder imperial. Dice Leonardo Valencia que nadie elige los recuerdos: “Son ellos los que nos nombran, […] los que buscan un nombre para acabar con ese anonimato dormido de la desmemoria y despertarse con una palabra que se clava como un letrero definitivo que nada significa para los demás.”La escalera de Bramante es muchas novelas: la historia de los ideales y sueños rotos de América Latina y los horrores de Europa, la imposibilidad de las transformaciones más profundas en el plano social y político, o el rutilante devenir del Río Guayas, que desde el colosal Chimborazo deposita sus caudales color café con leche en el azul del océano Pacífico. Quizá también es una novela sobre la sensibilidad de la mirada, la urgencia de no pintar la carne cruda con color rojo, la soledad y contundencia que tienen todas las ruinas. El silencio cósmico que rodea las montañas más sagradas y la certeza de que, en la operación del arte, muere algo, porque el relato perfecto será, para siempre, inaudible, como la sombra del Pichincha y la luz del sol sobre las torres y la plaza de San Francisco de Quito.

Captura de pantalla de video de Cifu TV de 2019. Escalera de la Iglesia de San Francisco en Quito.


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