A QUIÉN ESCUCHO…
Escucho, de entre los no profesionales (esto no quiere decir que escuche a los profesionales), a todo gran poeta y a todo gran hombre, y mejor — a ambos en uno. La crítica de un gran poeta en su mayor parte es crítica apasionada: de afinidad o no afinidad. Por esto — actitud personal hacia una obra y no juicio; por esto: no-crítica; por esto, tal vez, yo escucho. Si de sus palabras no surge mi imagen, en todo caso aparece — él. Una especie de confesión, como cuando soñamos con otra persona: actúas tú, ¡pero yo sugiero! El derecho a la afirmación, el derecho a la negación — ¿quién los disputa? Yo estoy únicamente en contra del derecho al juicio.
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Igualdad del don del alma y de la palabra — eso es el poeta. Por eso —no hay poetas que no escriban, ni poetas que no sientan. Sientes pero no escribes — no eres poeta (¿dónde está la palabra?); escribes pero no sientes —no eres poeta (¿dónde está el alma?). ¿Dónde la esencia? ¿Dónde la forma? Identidad. Indivisibilidad de la esencia y la forma —eso es el poeta. Yo prefiero, naturalmente, a quien no escribe pero siente, que a quien no siente pero escribe. El primero —quizá— mañana será poeta. O santo. O héroe. El segundo (el versificador) —no es nadie. Y su nombre es legión. Así, tras haber establecido quién es el poeta en general y cuál es el signo más esencial de su pertenencia a la poesía, afirmamos que con «la esencia es la forma y la forma — la esencia» termina toda semejanza entre los poetas. Los poetas son tan diferentes como los planetas.
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Presto oído a toda gran voz, no importa a quién pertenezca. Si de mi poesía habla un viejo rabino, con la sabiduría que le dan la sangre, la edad y los profetas, lo escucho. ¿Ama la poesía? No sé. Quizá nunca la haya leído. Pero ama (conoce) todo — todo aquello de donde viene la poesía, las fuentes de la vida y del ser. Es sabio, y su sabiduría es suficiente para mí, y para mis versos.
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¿A quién más presto oído, además de la voz de la naturaleza y de la sabiduría? A la voz de todos los artesanos y maestros. Cuando recito un poema sobre el mar y un marinero —que no comprende ni una palabra de poesía— me corrige, le estoy agradecida. Lo mismo con el guardabosques, el herrero o el albañil. Del mundo externo, cualquier cosa que me sea regalada me es preciosa, porque en ese mundo —soy una nulidad. Pero necesito de ese mundo cada minuto. No se puede hablar de lo imponderable de manera imponderable. Mi meta es confirmar, darles peso a las cosas. Y para que mi «imponderabilidad» (el alma, por ejemplo) tenga un peso, se necesita un poco del léxico y de la vida cotidiana, alguna medida de peso que ya sea conocida en el mundo y que haya sido reconocida. El alma. El mar. Si mi símil marino es equivocado, se viene abajo toda la poesía. (Son convincentes sólo algunos detalles: cierta hora del mar, cierto aspecto, una costumbre. Pero con el «Te amo» no se gana en amor). Para el poeta el enemigo más terrible, el más maligno (¡y el más honorable!), es lo visible. Un enemigo al que sólo puede vencer a través del conocimiento.
Esclavizar lo visible para servir a lo invisible —ésa es la vida del poeta. A ti, enemigo, con todos tus tesoros, te hago esclavo. Y cuánta tensión de la vista exterior se necesita para transformar lo invisible en visible. (¡Todo el proceso artístico!). ¡Qué necesario es conocer bien lo visible! Todavía más sencillamente: poeta es aquel que debe conocer todo con la máxima exactitud. ¿Aquel que ya lo sabe todo? Es otra cosa lo que él sabe. Conociendo lo invisible, ignora lo visible, y necesita de lo visible continuamente para la creación de símbolos.
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Una poesía es convincente sólo cuando puede ser verificada con una fórmula matemática (o musical: es lo mismo). No seré yo quien verifique. Por eso, con mis poesías que hablan del mar, acudo al marinero y no al amante de poesía. ¿Qué me brindará el primero? Una osamenta para el alma. ¿Y el segundo? En el mejor de los casos — un debilitado eco del alma, de mí misma. En todo lo que no es el alma, necesito —de los otros. Y así, de las profesiones, de los oficios —a las ciencias. Del mundo conocido al mundo por conocer. Del marinero, del guardabosques, del herrero, del cerrajero, del panadero — al historiador, al geólogo, al físico, al geómetra— siempre ampliando el círculo.
A QUIÉN OBEDEZCO
«j’entends des voix, disait-elle, qui me commandent…»
Obedezco a algo que constantemente, pero no de un modo uniforme, resuena en mí, ya sea dándome indicaciones o dándome órdenes. Cuando indica —cuestiono; cuando ordena— me someto. Lo que ordena es el verso primario, inmutable e irremplazable, la esencia que se presenta en forma de verso. (Las más de las veces como el último dístico, en torno al cual después crece todo el resto). Lo que indica es el camino acústico hacia el verso: escucho la melodía, no escucho las palabras. Busco las palabras.
Más a la derecha, más a la izquierda; más hacia arriba, más hacia abajo; más rápido, más lento; alargar, interrumpir: ésas son las indicaciones precisas de mi oído, o —de algo— a mi oído. Toda mi escritura es un continuo prestar oído. Y para poder continuar escribiendo —necesito de constantes relecturas. Si no releo por lo menos veinte líneas, no puedo escribir ni una nueva. Como si desde el comienzo me hubiera sido dada toda la poesía —algo como su cuadro melódico o rítmico—, como si la poesía que en este momento se está escribiendo (jamás sé si terminará de escribirse) ya hubiese sido escrita en algún lado, con mucha precisión y completamente. Y yo sólo estuviera reconstruyéndola. De aquí esta continua ansiedad: ¿será así?, ¿no me estaré desviando?, ¿no estaré cometiendo arbitrariedades?
Oír correctamente —ésa es mi preocupación. No tengo otra.
PARA QUIÉN ESCRIBO
No para millones, no para uno solo, no para mí. Escribo para la poesía misma. La poesía, a través de mí, se escribe. ¿Para llegar a los otros, o a sí misma? Aquí hay que distinguir dos momentos: durante la creación y después de la creación. El primero sin «¿para qué?»; todo en «¿cómo?». El segundo lo definiría como un momento cotidiano, práctico. La obra está escrita: ¿qué pasará con ella?, ¿a quién alcanzará?, ¿a quién la venderé? Oh, no oculto que, al finalizar una obra, la última pregunta es para mí la más importante. Así, doblemente —desde el punto de vista espiritual y desde el cotidiano— la poesía ha sido dada, ¿quién la tomará?
Dos palabras sobre el dinero y la gloria. Escribir por dinero es una bajeza, escribir por la gloria —heroísmo. También aquí se equivocan el lenguaje y el pensamiento comunes. Escribir para cualquier cosa que no sea la obra misma es condenar la obra a un día y nada más. Así se escriben y quizá así deben escribirse sólo los editoriales. La gloria, el dinero, el triunfo de esta o de otra idea, cualquier finalidad ajena a la obra, es su muerte. La obra, mientras se escribe, es en sí misma su fin.
¿Para qué escribo? Escribo porque no puedo no escribir. A una pregunta sobre la finalidad — una respuesta sobre el motivo, no puede haber otra. Entre 1917 y 1922 de mi pluma salió todo un libro de poemas así llamados civiles (sobre los voluntarios Blancos). ¿Yo he escrito ese libro? No. El libro surgió. ¿Para el triunfo de la idea de los voluntarios? No. Pero en él triunfa su idea. Inspirada por la idea de los voluntarios, me olvidé de ella desde la primera línea —recordaba sólo un verso— y me encontré de nuevo con ella después de haber puesto el punto final: me encontré con el ideal vivo de los voluntarios, encarnándose independientemente de mi voluntad. La garantía de la eficacia de la poesía llamada civil está precisamente en la ausencia del momento civil durante el proceso de la escritura, en la individualidad del momento puramente poético. Lo que he dicho respecto a la ideología vale para el segundo momento: el práctico.
Después de haber escrito mis versos, puedo leerlos desde un escenario y encontrar la gloria o la muerte. Pero si pienso en ello al disponerme a escribir, o no escribiré o escribiré de tal manera —que mi poesía no merecerá ni la gloria ni la muerte.
Marina Tsvetaeva
Fragmentos de El poeta y el tiempo
Trad. Selma Ancira