En 1894, Octave Uzanne, bibliófilo borgoñés, escribió un particular opúsculo que, cuando en su momento no era más que una agraciada especulación de futurólogo, al día de hoy tendríamos que catalogarlo como poseedor de una consumada, y poco feliz, premonición. Se trataba de El fin de los libros, un breve relato que describe una aburguesada velada transcurrida en el Londres finisecular. Entre los concurrentes, asimilados como grandes eruditos, cada uno de su materia, se inició una plática en la que a cada uno se le permitía discurrir sobre el futuro de la humanidad. Algunos de ellos, avivados por los espumantes de sobremesa, se permitían el tufillo más ingenuo, al borde del catastrofismo o bien la imaginación más idealista, como aquel personaje, Julius Pollock, que en su utopía bucólica planteaba una verdadera resurrección del antiguo Valle de Tempé, presumiblemente fechado para los albores del siglo XXI. Evidentemente, con las circunstancias de nuestro presente, estamos lejos de constatar aquello; pero otros asistentes de la tertulia han tenido, para nuestro mal, más suerte con sus pronósticos, como Arthur Blackcross, quien, acompañado por su simbolismo fatalista, dirigió sus asedios hacia el devenir de la pintura y las artes, denunciando la mediocrización inminente que producía la reproductibilidad, en la misma estela aurática que un día adoptaría Walter Benjamin: copias de copias, adaptaciones falsas, consumidas por la fotografía “hasta el bendito momento en que la pintura morirá de hambre”, es lo que él decía. Claro que este aireado sermón, que alertaba sobre el avance de lo mecánico y su relación con el anquilosamiento del espíritu se contrastaba con su inquietante inclinación por la supresión del arte por el bien del arte, como si el genio se consiguiera exprimiendo sus capacidades elementales. Blackcross finalizaba su retahíla con un augurio necesario de subrayar: “al convertir toda representación pictórica en una cuestión de procesos mecánicos muy diversos y exactos, como una nueva rama comercial, será inevitable la desaparición de los pintores en el siglo XXI”, sentenciaba.

La divagación de Blackcross es una buena introducción para el discurso central del relato, el de Uzanne, el cual, a petición del petit comité, debió discurrir bajo su condición de bibliófilo y literato sobre el futuro de las Letras y los libros, también con fecha al siglo XXI. Uzanne cuadra su punto de arranque en las condiciones físicas de la lectura:

«Me apoyo en la observación innegable de que el hombre dedicado al ocio evita cada día más la fatiga, y busca con avidez aquello que llama comodidad, es decir, todas las oportunidades de ahorrarse, tanto como sea posible, el esfuerzo de sus órganos. Admitan que la lectura, tal y como la practicamos hoy en día, conlleva un gran cansancio, ya que no sólo exige por parte de nuestra mente una atención sostenida que consume gran parte de nuestros fosfatos cerebrales, sino que, además, fuerza nuestro cuerpo en diversas y extenuantes posiciones. Nos obliga, si leemos uno de los grandes diarios, con formato tipo Times, a desplegar cierta habilidad en el arte de doblar y voltear las hojas; si abrimos el diario, nuestros músculos se agotan, y, cuando se trata de libros, la necesidad de pasar las páginas conlleva, a la larga, una exasperante molestia».

Bajo la poco sutil ironía de sus palabras, que tal parecen construir un cuadro cómico del lector burgués, Uzanne, fiel a su diletantismo, no desatiende el encuentro sensitivo con el impreso. El lector escoge su periódico (si es que no ocurre a la inversa), prepara su asiento, adopta una determinada postura, alterna una pierna sobre la otra. Lee con las manos y toca con los ojos. Hoy por hoy nos puede parecer una práctica muy acomodada, aun entonces lo era; pero más allá de esto, lo que hay allí es la descripción de un ritual, de una entrega tanto corporal como intelectual a la lectura. Para Uzanne, el problema de este rito es uno con base material, es decir, un dilema mecánico, como también lo es aquello que entiende por libro; precisamente, aquellos compactos paquetes de hojas impresas bajo un preciso sistema de grabación denominado imprenta. En la escasa profundidad del relato, el jiance, el papiro y el códex, así como otros métodos de registro o comunicativos, son solapados por la maquinaria de Gutenberg, a la que le atribuye el cambio fundamental hacia una nueva forma de difundir el pensamiento. No en vano Rivarol denominaba a la imprenta como “la artillería del pensamiento”, nos recuerda Uzanne, y es un lugar común mencionar la acelerada influencia del luteranismo de la mano con la imprenta.

El ocaso advenedizo para el libro, que plantea nuestro bibliófilo, responde justamente al rechazo corporal que está en juego durante la lectura, presente de una u otra manera. Ya sea por la ausencia de un hábito, o por la tautología del mismo, la crisis del libro consiste en el riesgo de sucumbir ante otras actividades, como evasión o sustitución. Para la futurología de Uzanne, quien ya estaba cosechando el spleen de las grandes metrópolis, una de las mayores sustituciones vaticinadas para el libro venía de la mano con las recientes invenciones y avances técnicos de la época, escasamente vislumbrados en ese momento. Desde los aspavientos del kinetógrafo de Thomas Edison y W.K.L. Dickson, el cinematógrafo de los hermanos Lumière, hasta un peculiar aparato radiofónico que permitiría reproducir las obras literarias más significativas en formato de audio (imaginaba Uzanne), algo como lo que hoy en día conocemos como audiolibro, aunque descrito con las limitaciones científicas del narrador. Todos estos avances, a su juicio, vendrían a solventar el gran inconveniente al que se sometía el lector a la hora de tomar un libro, siéndole imposible a este poder sobreponerse e inevitablemente terminaría por desaparecer. Esta posición desfavorable vendría a ser un arma de doble filo, puesto que si la lectura puede llegar a significar un gran bien, en el más idealista de los sentidos, también exige un ejercicio activo que en muchos grados puede llegar a ser “desgastante”, como le denomina este relato. Por el contrario, la pasividad que reconoce en otros mecanismos, como el mismo radiófono, se le figura con un irresistible atractivo. Con estas palabras describe aquella situación: “Por ello estoy convencido del éxito que tendrá todo aquello que fomente y cultive la pereza y el egoísmo del hombre”. En relación a esta fatiga, no es muy diferente a lo que en otro plano cultural estaba sucediendo, cuando José Domingo Faustino Sarmiento reflexiona, en el paralelo 53 sur de este mundo, por la causa del fracaso de las incipientes Bibliotecas Populares:

«los libros aquellos eran escogidos, serios, morales, generalmente bien escritos, útiles… con todas estas recomendaciones (y mucho nos tememos que a causa de ellas) nadie se tomó la molestia de leerlos, y se perdieron […] Se pueden suministrar al pueblo libros morales, religiosos, modelos de pureza de lenguaje, [útiles y buenos, sin embargo, a ese] pueblo no puede llevárse[le] [por la fuerza y] maniatado a la biblioteca, a leer lo que nada le mueve a leer. ¿Es moral el libro, es serio, es útil? Razón de más para no leerlo. El pueblo, es decir, el que no tiene el hábito de leer, comienza a leer uno de esos libros tan recomendados y principia por bostezar y acaba por dormirse».

(Los corchetes son de Bernardo Subercaseaux).

No obstante, la consolidación del libro y de la lectura durante el resto del siglo XIX y particularmente durante el siglo XX, como andamiaje intelectual, propagandístico, institucional, etc., es indesmentible, y viene a refutar las inclinaciones apocalípticas sobre sus destinos. Si las predicciones de Uzanne están muy lejos de ser constatadas, entonces, ¿por qué interesa dedicarle estas líneas tan poco concluyentes? Pues, porque al contrario de esta aparente consolidación, tanto del catastrofismo decimonónico del relato, como de nuestras percepciones actuales (conscientes a su vez de la experiencia trágica durante el siglo XX), el libro pareciera estar siempre en una posición de riesgo y crisis constantes. Incluso hoy en día, en que la apreciación negativa de la lectura y el libro tradicionales está en creciente auge, se lee y se escribe, quizás, como nunca antes en la historia. Con esto, lo que la superficialidad bibliófila de Uzanne sugería de paso era la desaparición significativa de un determinado modo de lectura, de aproximación a ella, de los deleites asociados y las pulsiones que se desprenden al tomar un libro y eminentemente leerlo. Más aún, y esta es la inflexión crucial, lo que desaparece con la lectura también desaparece con la escritura. ¿Pero qué lectura y qué escritura desaparece, exactamente? Pregunta que se amplía si se tiene en cuenta que el grueso de la población actual está como nunca antes, tal vez, mayormente sujeta al verbo.

A pesar de que el credo del libro permanece estoico y el conocimiento se jacta de sus “progresos” (como haber vuelto al ostracismo más positivista), en el ambiente ronda una sibilina melancolía por una especie de “vieja erudición”, ceñida precisamente como contrapunto a las formas intelectuales del presente. En algún nivel, es una nostalgia imposible en un mundo que para el progreso prefiere ingenieros antes que escritores (como diría Walter Muschg). Pero sin duda, se ha generalizado esta seña epocal en que las generaciones, por más próximas que sean, visualizan un elemento distintivo en escrituras de antaño que no lo tienen las actuales. Es la “Edad de la ciencia”, como le denominó Sohn-Rethel al siglo pasado, y lejos estamos de modificarla en el nuestro; edad en que la neutralidad de la ciencia y de la tecnología es por completo una aporía. Cada maquinaria precisa de determinados circuitos que sean compatibles con sus piezas y prestaciones. Así como para hacer uso público de la razón en el siglo XIX era indispensable estar previamente alfabetizado, el nuevo lenguaje intelectual debe acomodarse a la maquinaria moderna en que transita el pensamiento.

George Steiner representaba a los antiguos pensadores de tal forma: “Además, los eruditos homéricos, los filósofos semíticos y los estudiosos profesionales de Shakespeare son por lo general criaturas apasionadas y poseídas por el fanatismo”. Esa suerte de pasión y fanatismo, que en grado alguno debió estar plena de paciente reverencia y consentimiento —y no necesariamente acuerdo—, que sabía promediar con una atractiva sensibilidad el orden de sus ideas con la sagacidad de sus palabras; no es distinta, si se guardan las proporciones, cuando Adorno decía que “en general difícilmente puede hablarse de algo estético de una manera no estética, despojada de toda semejanza con el asunto, sin caer en la trivialidad ni perder a priori contacto con el asunto”; o como cuando Albert Béguin escribía en El alma romántica y el sueño: “Convencido, con mis poetas y mis filósofos, de que no conocemos sino lo que llevamos en nosotros mismos y de que no podemos hablar sino románticamente de los románticos…”, cuando anteriormente ya había señalado que “Toda actividad ‘desinteresada’ [que presume objetividad], exige una imperdonable traición para con uno mismo y para con el ‘objeto’ estudiado”. Para Steiner, esa remota erudición es impracticable con las falencias de la educación (tanto elemental como profesional) de los nuevos lectores, donde se ha desplazado la vieja tradición viva de la memoria hacia un saber estéril:

«Saber de memoria —en algunas lenguas, “de corazón”: cuántas cosas nos revela esta expresión— supone tomar posesión de algo, ser poseídos por el contenido del saber del que se trata. Esto significa que se autoriza al mito, a la oración, al poema, a que vengan a injertarse y a florecer en nuestro propio interior, enriqueciendo y modificando nuestro paisaje interior, como cada una de nuestras incursiones por la vida modifica y a la vez enriquece nuestra existencia […]

[…]

La educación moderna se asemeja cada vez más a una amnesia institucionalizada. Aligera el espíritu del mito de todo el peso de la referencia vivida. Sustituye el saber de memoria, de “corazón”, que es también un saber del corazón, por un caleidoscopio de saberes siempre efímeros. Limita el tiempo al instante e instala, hasta en los sueños, un magma de homogeneidad y de pereza».

De aquella vieja erudición, que fundía plenamente los referentes simbólicos y mitológicos, las referencias históricas y culturales en sus críticas, no queda sino el rastrojo de un imaginario extraño, si es que no inaccesible. La transmisión mitológica y la tradición viva fenece con el paso intempestivo de la amnesia, y por eso la apología de la memoria que hace Steiner, la hace pensando como aquella que es la musa de todas las artes: Mnemosyne, ahora devorada por el miasma de lo efímero. La vieja pasión por la lectura, las provocadoras formulaciones críticas, las grandes ambiciones con la renuencia suficiente para perseguir las inquietudes más personales, movidos por la convicción de una noble causa —por más que el cúmulo vertiginoso de la contingencia las desdeñe—, son ahora un vestigio de confinada ralea. Lejos estamos de aquella erudición y, con ello, de la amenidad expresiva, o claridad de la exposición, como diría Hölderlin en una carta a Böhlendorff —hoy en día no tenemos ni fuego del cielo ni claridad de la exposición. En coloquial, nos hemos quedado sin pan ni pedazo. En cambio, el aprendiz de intelectual debe encaminar su producción investigativa con un redundante lenguaje artificial, caro a los correligionarios formados en una casta arrastrada al confinamiento. La propensión de objetividad es a las ciencias positivas lo que el despojamiento de apariencia estética es a los discursos sobre literatura. Puesto que el purismo cientificista desbasta toda exposición expresiva o fantasiosa, las precariedades destellan tempranamente, y el socavamiento del lenguaje literario no es el único que padece. El rational thinking, la sobrecientificación de las cosas, en un sistema que persigue el obstinado desprecio por la imaginación, lo imposible y lo inútil, la cantidad descomunal de palabras que aparecen y desaparecen, como anzuelos, despistes, formas y figurines, nos deja un conocimiento simplemente obcecado.

Una ciencia sin poesía tartamudea.

Hace más de doscientos años, aproximadamente, Friedrich Schelling, en su poco —en hispanoamérica— conocido diálogo Clara, incluye un capítulo muy sugerente y de notable actualidad. El discurso y las intervenciones no esconden su matiz crítico a la hora de denunciar el cisma abismal entre el estilo de los filósofos y el entendimiento de las comunidades. Un estilo desmesuradamente complejo e intrincado; “árida terminología” mencionan sus recientes traductores. El “Interludio”, capítulo referido, comienza así:

«¿Por qué es imposible que los filósofos de hoy en día no puedan escribir, al menos en parte, como hablan? ¿Son necesarias estas palabras tan terriblemente artificiales? ¿No se puede decir lo mismo de una forma más natural y humana? ¿Debe ser insoportable un libro para que sea de filosofía?»

Las líneas que continúan son mucho más elocuentes de las que yo podría elaborar, por lo que vale la pena seguir exponiéndolas en su naturaleza:

«¿Adónde se llegará con esta separación entre los académicos y el pueblo? En verdad, veo venir el tiempo donde el pueblo, que constantemente se vuelve más ignorante respecto de las cuestiones más altas, se alza y les pide cuentas a los académicos y les dice: Vosotros deberíais ser la sal de vuestra nación; ¿por qué no nos saláis entonces? Dadnos de nuevo el bautismo de fuego del espíritu; sentimos que lo necesitamos y que estamos lo suficientemente cerca».

Son ponderaciones que, a Natalia Uribe y Matías Tapia, sus traductores, se presentan como una suma urgencia de responder, de acatarlas desde este presente en el cual la comunicación se resuelve como una completa paradoja. La acentuación del problema sobre el acceso al conocimiento va de la mano, en este sentido, con una cuota de estilo y de arrogante jerigonza de la que dispone la divulgación del pensamiento, que Schelling (o Clara, la protagonista) reconocía críticamente en Hegel y su Fenomenología del espíritu. Términos arrestados en su sentido limbo, como le pudo haber llamado J. Middleton Murry. Y siguiendo a este casi olvidado crítico inglés, también se puede apuntalar el sermo communis de nuestros días, donde se ha constreñido el estilo en que las ideas intelectuales son expuestas. Podría excusarse en una limpidez, aunque más bien parece una soberbia intelectual que radicaliza el abismo entre la palabra común y la investigación académica. “Se hacen pasar por ilustrados cuando no son más que espantapájaros. Se expresan con sus jerigonzas e hinchan sus frases con conceptos y citas como si la vida dependiera de ello. ¡Debajo de cada piedra hay una etiqueta!”, se dice en El libro contra las palabras.

Con la llegada de las nuevas formas de producción y, específicamente, producción de comunicación, las palabras funcionan a su vez como un algoritmo, como partes de un sistema cerrado e invariable que va abriendo compuertas a medida que se les solicita. Fuera de este sistema, conservan el hábito adquirido luego de largas jornadas en que solamente se ejecutan. Vistas de este modo, como en una cadena de procesos, las palabras no son más inventivas ni imaginativas, no se asocian ni se relacionan, se agrupan en conformidad con su valor funcional. Si las palabras llevan consigo el pensamiento, el pensamiento a su vez se reduce en un continuum de operaciones que ve los signos como llaves de paso. Nada de esto es diferente a lo que el lenguaje digital nos tiene habituados. Gran parte de lo que se lee y se escribe sucede en el mass media como en ningún otro lugar. ¿Será acertado decir que la sociedad digital es la trasposición del espectáculo selectivo de la TV por el espectáculo personalizado? Como ácidamente describe Monsiváis a la televisión, podemos poner en su lugar a las redes sociales: “solo exige indignaciones súbitas, bienestares compartidos o el moderado hastío que un cambio de canal soluciona” (o el deslizamiento de la pantalla táctil). Pero uno tras otro, la artillería mediática atiborra el pensamiento y frente a este bombardeo incesante y atestado del cansancio o hastío, lo que pudo ser un modesto vicio en la lectura, un ocio delicado, muda, ahora, en un sinónimo de pesadumbre. Dada la relación de reciprocidad entre el tipo de escritor y el tipo de lector, es hacedero pensar que el alejamiento es inevitable en ambos sentidos, tanto por el escritor que se envanece con su terminología, como por el lector forjado en la cultura de masas. El lector acomodaticio —quien evita cada día más la fatiga, a pesar de encontrarla y producirla irremediablemente— opta por nuevas formas de espantar el sueño y sustituye la lectura por formas del entre-tenimiento, es decir: el tenerse a sí mismo a medias, ni en una ni en otra dimensión, sumergidos en la modorra del ennui. Con qué tino finaliza El fin de los libros, para terminar con Uzanne y con la velada que abrió este desvariado apunte, cuando uno de los asistentes, John Pool, esgrime las últimas reflexiones:

«Los libros deben desaparecer o engullirnos. He calculado que se publican en todo el mundo entre ochenta y cien millones de títulos al año, de los que se imprimen de media mil ejemplares, lo cual nos da una cifra de más de cien millones de ejemplares, cuya mayoría no contiene más que grandes extravagancias y absurdas quimeras, y no sirven más que para expandir prejuicios y errores. Debido a nuestro estado social estamos obligados a escuchar cada día buen número de tonterías; una más, una menos, tampoco representa ningún cambio excesivo de sufrimiento, pero ¡qué placer será no tener que leer y poder al fin cerrar los ojos ante la nada de lo impreso!

Nunca el Hamlet de nuestro gran Will afirmó con tanto acierto: Words! Words! Words! Palabras… Palabras que desaparecen y que no leeremos más».

De esta manera, si viviera en el presente, el narrador del Quijote aún estaría leyendo fragmentos de texto, restándole cientos de años para finalmente escribir su primer octosílabo. Frente a este pandemónium de barullo martilleado, el viejo erudito está en el derecho de inmolarse junto a su biblioteca. ¿Pero cómo se justifica, entonces, la nostalgia por la vieja erudición?

Recuerdo, vagamente, la oportunidad en que Günter Grass cuenta en su discurso de aceptación al Nobel, ante la Academia sueca, cómo en su infancia debía leer con los dedos índices en las orejas. Ante el barullo de una casa estrecha debió aprender, sin proponérselo, a probar su concentración en medio del ruido y del ajetreo del hogar. Recuerda una pequeña anécdota, incluso, en la que, embriagado por la lectura y la narración de un libro, su madre (bromista empedernida) le intercambia un pan con mantequilla por una barra de jabón. Grass, en su estado de sumersión, no se percata de este engaño, sino hasta pasados varios minutos, en que mordía y masticaba la barra de jabón mientras seguía leyendo la historia que lo mantenía embebido. Para su madre y una eventual espectadora, esto no se trataba sino de un estado de distracción total. Para Grass, en cambio, era concentración. La intensidad con la cual leía era tal que a ojos de terceros no parecía estar ocupado en gran tarea. ¿Existen aún lectores de este cariz? ¿Cómo nació este interés imperturbable por la lectura y qué fue lo que desencadenó? Su condición de cercanía con los libros, ya sean los que estaban dispuestos en un pequeño armario, a los que accedía por medio de su madre en un club de libros o posteriormente gracias a la biblioteca municipal, junto con un oído atento y sincero, le llevan a Grass a responder la pregunta: ¿Por qué me convertí en escritor? Su respuesta es: “[Por] la capacidad de soñar despierto durante largos ratos, el gusto por el chiste verbal y los juegos de palabras, la pasión por mentir sin ganar nada con ello, porque describir la verdad hubiera sido demasiado aburrido…”.

Tal vez lo más crucial no es que Grass haya escrito El tambor de hojalata o Años de perro, sus dos novelas mayores, sino que, por más evidente que parezca, haya sido precisamente leído, sobre todo gracias a las ingentes proporciones en que se le editó. Porque su literatura exige una difícil prueba de confrontación con ese gustillo lingüístico a veces socarrón, a veces irónico, ubicado en la ciénaga donde los discursos se cancelan. Es también como un gran puñetazo ineludible que trae a la memoria los dichos de Kafka sacados de su correspondencia, a estas alturas un lugar común:

«Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».

No obstante, para Grass, la capacidad de la literatura de lesionar, de remover la displicencia o motivarla caprichosamente, es mucho más problemática de lo que se cree; en lo que la literatura parece ser una bomba a destiempo:

«Sin embargo, ¿cómo podría ese narrar subversivo resultar una dinamita de calidad literaria? ¿Habría tiempo suficiente para aguardar el efecto de su encendido retardado? ¿Cabe imaginar un libro que diera salida a ese artículo escaso que es el futuro? ¿No ocurre hoy más bien que la literatura queda relegada al retiro de vejez y que a los jóvenes autores, a lo sumo, se les deja como terreno de juegos la Internet? Se instaura un estancamiento diligente, al que la engañosa palabra «comunicación» da cierto prestigio. Toda reserva de tiempo se ha agotado hasta llegar al colapso humanamente posible. Un valle de lágrimas cultural mantiene cautivo a Occidente. ¿Qué hacer?».

***

Ahora bien, aun con todo lo anterior, el culto a la erudición libresca no es en sumo ciego, y quien así se entrega a esta especie de fetichismo de la escritura oculta un ensimismamiento alarmante. Un libro siempre descubrirá una falta en nosotros y, libre de despotismo, también nos proveerá de lo nuevo. De ahí que la formación completa le resulte insoportable a Canetti, señalando que “entre libros se camina con muletas”. Ambas cosas son indispensables para espantar el anquilosamiento y mantener la carencia pulsional del hambre intelectual. Claro que hay expresiones anteriores a la lectura —como anota Steiner, nuevamente: “La mayor parte de la humanidad no lee libros. Pero canta y baila”—, y su vigencia es signo de una sensibilidad que es todavía más abierta. Muchos, yo diría todos, no conocieron la trama de Romeo y Julieta precisamente por haber leído a Shakespeare, tantos de ellos nunca lo harán. Lo mismo con el célebre monólogo de Hamlet y con el Frankenstein de Mary Shelley. Manifestaciones en que literatura y sociedad se nutren mutuamente, y que algunos de manera atolondrada tildan de contaminación. No es sino el vuelo esplendoroso en que ambos se compenetran. Pero basta que sobre uno de ellos caiga la desventura, el desvanecimiento trágico de sus posibilidades, para sufrir una pérdida latente. Destinos trágicos han provocado las censuras, las hogueras de libros, el olvido forzado, la cruel difamación derivada de un saber a medias e interesado. Pero dentro de todos estos destinos, el más insoportable es que, aun en ausencia de estos factores catastróficos, los libros caigan presa de un olvido inopinado, desvanecidos en el aire, dejando a su paso una tierra hueca y ensombrecida. No es necesario que arribe el fin de los libros para que estos alcancen su ocaso, su muerte también consiste en enmudecer incluso ahogándose en sus propios signos. Con ello, desaparece, a su vez, una forma de tensionar nuestras convicciones, de crear desacuerdos con lo que está escrito y de lo cual se ha hablado; la posibilidad de un goce sin garantías, de vincularse anímicamente con un personaje, solamente por la corriente de la sintaxis; tomar los riesgos transformadores de la imaginación y sacar al espíritu de la indigencia más abrumadora; ensordecer por un par de horas, o tan sólo minutos, para adquirir a cambio una invaluable y prolongada sensibilidad auditiva. Desaparece el ejercicio de la paciencia, la contemplación y el entendimiento. La desaparición de un libro es en gran parte un nuevo tipo de silencio.

Carrasco, B.
Viña del Mar, XII-020

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