Cecilia Pontorno (La Plata, Argentina, 1979) es maestra de preescolar y profesora de Psicología. Integra el colectivo Tierra Poética, dando talleres de poesía para niños y adultos. Participó en las Antologías de Poesía de CasAbierta, de Mujeres Escritoras de Tucumán y del 10º Encuentro de Escritores Los Reartes, Córdoba; participa de la convocatoria internacional Anthology of World Poets 2022 Taiwanese; colaboró en blogs y segmentos radiales de difusión poética. Recibió una mención en el Concurso Internacional Hespérides (Poesía 2020), por “La mirada es un lugar” (2020).

I

Festejarte
como si fueras
una gota de rocío
sobre un diente de león.

II

En la continuidad del río
el cauce destierra
la tristeza del oleaje
quedate conmigo
mirando la piedad del agua
el manto callado
del camino de los peces.

III

Hay una palabra escondida en la rompiente
y una costa que dice
aquí no hay nadie que pueda doblar su recuerdo
como una carta
Del otro lado del mundo suceden milagros
En una casa habla el temor
A veces, se ríen las paredes
Un hombre muere en otro idioma
es velado por diez pájaros azules sobre una piedra de luna
Una anciana se lamenta por algo
Entre rezos y olor a pan tostado, es abrazada y besada por
su nieto
le obsequia un té de tiempo y un pañuelo
Escuchar la voz de la noche y ser la noche
no es lo mismo
Los pájaros envejecidos
hablan de paciencia y una voz
que no es la noche
permanece quieta por piedad
No es fácil alejarse del aliento del tiempo
cuando ha caído el cuerpo
y el invierno es una catedral donde duerme la tristeza
Hay una palabra escondida en la rompiente
Del otro lado del mundo suceden milagros.

De La hora suspendida (La Plata: Hespérides, 2021)


Quién fue el miserable que dijo
“no se puede hacer el amor con la tristeza”,
si ella es la madre de todos los milagros,
la cálida luz entrando por los ojos,
lineales y oníricos.

Quién fue el miserable que dijo
“a partir de esta hora, viví”.

Aquello que nos corta,
que nos hunde,
que nos convierte en muertos pero vivos,
en medio de un carnaval de otros,
de blancos esqueletos,
danzando cromados, bebiendo coronados,
llorando, riendo,
calle abajo, frente en alto,
como tótem de la horda,
como poner el dedo en la llaga,
como herida que fuimos, que somos,
al nacer con tantos nombres,
con tantos nombres.
Quién fue el miserable que dijo
“tomá, éste es tu dolor,
amalo,
es tuyo, tuyo, tuyo,
no permitas que sea robado,
no permitas que muera de amor,
es tuyo”,

y uno, que ama lo propio como si fuese de otro,
amó también el llanto, la verdad develada, los indicios
de la ira de un dios o quizás
la propia compasión hacia la noche,
hacia el hundimiento de las horas.

Es tuyo, tuyo, tuyo,
y también el milagro
y la tristeza
y el amor entrando
y la luz matando
y cadáveres, cadáveres, cadáveres…


Ir hacia los platos sucios,
que vengan con su olor a grasa de carne recién comida,
dejar entrar los restos de fideos y de miga de pan
por los agujeros de la nariz,
a eso llamo yo caos incipiente.

Las cosas en silencio mirándonos,
el silencio de las cosas, ordenando estantes y cajones.
La gota que se precipita de la canilla a la fuente,
de la fuente al desagüe,
del desagüe no sé a dónde,
suena como filo cayendo sobre el ojo,
suena como filo,
como filo,
sangra como ojo,
hasta penetrar la carne pegada a los huesos.
Una mesa, la silla de siempre, una pava,
el cuadro de Monet, la maceta colgando en la ventana,
la hornalla, la comida recalentada,
un plato roto, una cuchara,
un cuaderno azul, y sobre él, una naranja,
la mesa de luz, los santos, el rosario,
los libros de cocina, una galleta,
la luz prendida,
un hilo colgando de esa remera todavía,
un cinturón de cuero, la interminable pila de ropa para planchar,
los mocasines.

Todo se sucede, tranquilamente, por los rincones de la casa.
Hay una parte del mundo que se nombra sola,
entre tantas cosas y fragmentos de las cosas,
y al nombrarse se deshace como polvo,
como en ese minuto después de la bomba,
como la nube oscura que deja la estampida.

Una mosca vuela sobre los cacharros,
como mendigo devora, lo demasiado pobre, lo demasiado insano,
las paredes observan, desde abajo, como un soldado cuerpo a tierra,
en la única guerra que puede darse por perdida.


Cuánto pesa una pluma, cuánto pesa
y si cae como pluma cayendo
cuánto pesa esa pluma, cuánto pesa
en el silencio

la tristeza también grita
aunque su voz no sea
su voz

aunque su voz no sea.

Ahora, un giro del viento
y todo es vida y piedra y gotas
que improvisan aleteos casi
casi hasta perderse
en la boca

en la boca y en la ciénaga.

(Inéditos)

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