Creo que nadie ha tenido jamás sobre el mito —como amigo y como enemigo— una lucidez comparable a la de Platón. Y creo que nadie ha practicado el mito de manera tan ambivalente. Un punto, de todos modos, permanece firme: la condena de Homero, la furiosa repulsa expresada en el II y en el X libros de la República, ha sido el acontecimiento decisivo, en lo que se refiere a la comprensión del mito, en nuestra historia; o, mejor dicho, sobre todo en lo que se refiere a la incomprensión del mito. De entonces a hoy diríase que los teóricos más diversos, a distancia a veces de siglos y siglos, se han preocupado, cada cual a su manera, de obedecer al mandato platónico. Eran filólogos y teólogos, anticuarios y poetas, historiadores y arqueólogos.

Pero, antes de mencionarlos, quiero volver un momento a la ambivalencia platónica. Platón, en el Fedón, nos ofrece una versión opuesta a la manifestada en la República. Hablando de los mitos, Sócrates dice: “Es bello, en efecto, este riesgo, y ocurre con estas cosas [o sea con las fábulas mismas] que, en cierto modo, nos hechizamos a nosotros mismos”. El conocimiento mediante simulacros aparece aquí como una especie de hechizo al que la propia mente se sujeta: un encanto peligroso y bello, un riesgo que debemos aceptar porque el conocimiento que nos llega por este camino no sería accesible de otro modo.

Y volvamos ahora a la República. Después de la condena platónica puede decirse que el relato mítico ha sido puesto bajo tutela o, como mínimo, en libertad vigilada. Que las fábulas antiguas eran absurdas, inmorales, perversas e infantiles se ha repetido durante siglos innumerables veces; sobre todo, evidentemente, por parte cristiana, aunque también el noble alegorismo neoplatónico, que alcanza su ápice en Proclo, sirvió para debilitarlas, para volverlas devotas y obedientes a un proyecto filosófico. Y finalmente la ciencia, cuando entre los estudiosos de la antigüedad clásica aparecieron cohortes de doctos mitógrafos, siguió obedeciendo a la condena platónica, circunscribiendo con desesperada y muchas veces cómica diligencia los acontecimientos míticos a esferas impropias e inadecuadas. La obra inmensa y magistral de la mitografía, el Lexicon de Roscher, presenta huellas evidentes de esto. Allí encontramos probos estudiosos que se ingenian en reconducir las fábulas a fenómenos atmosféricos, a formas diversísimas de nubes y auroras y temporales. Así como ya entonces, a partir de Mannhardt, se abría paso la otra palabra contundente: fertilidad, para reconducir a ella cualquier imagen. Mientras, poco a poco, se desplegaría otra obsesión —la obsesión ritual—, siempre con el mismo fin de enjaular y ordenar la promiscuidad de los simulacros. Y, llegando a nosotros, el último e imponente intento de sistematización del mito, el de Lévi-Strauss, se nos echa encima como la obra de un Linneo de las imágenes, preocupado fundamentalmente por pensar lo que el mito no podía pensar, a no ser inconscientemente: esto es, innumberables variantes de la oposición cultura/naturaleza, pensamiento que, con mucha mayor fidelidad, habría que atribuir al propio Lévi-Strauss y a toda nuestra época, dominada por la fe supersticiosa de la sociedad en sí misma.

En el ínterin, sin embargo, los simulacros míticos han seguido actuando. Pero ¿en qué forma? Ovidio definió sus Metamorfosis como “carmen perpetuum”; “encantamiento sin fin, podríamos traducir, tomando el significado originario de carmen. Esa obra, junto con las Dionisiacas de Nonno, es la última summa superviviente en la que los simulacros hablan en la lengua de los simulacros. Los continuadores de Ovidio, en su mayoría, no cantaron sino que pintaron.

Es instructivo establecer una comparación entre los numerosísimos comentaristas de Ovidio y sus ilustradores. Entre los comentaristas, a partir de Ovidio moralisé de la Edad Media y después durante siglos y siglos, es tenaz la tentativa de conducir a Ovidio a una lectura evemerista o moralizante o trivialmente narratológica. Pero observemos, por contra, a los ilustradores de Ovidio y de las fábulas griegas. En la Atalanta de Guido Reni o en el Apolo y Dafne de Bernini, en el Eco y Narciso de Poussin (al que el propio Bernini definió “gran fabulador”) o en el Rapto de Proserpina de Rembrandt, en el Rapto de Europa de Tiziano o en el Dédalo e Ícaro de Saraceni, en el Ulises y Penélope de Furini o en el Zeus que pinta mariposas de Dossi, parece que el carmen de Ovidio siguiera entretejiéndose indiferente a las eras y a las costumbres, como si una misma sapiencia de los simulacros se transmitiera silenciosamente de uno a otro, como si un tapiz de palabras prosiguiera sobre la tela y el mármol. De ese modo las fábulas que, al mostrarse en la palabra, habían acabado por aterrorizar, siguieron siendo contempladas clandestinamente. Cabría pensar que la cultura europea ha descubierto este honorable compromiso para asegurar su supervivencia, acogiéndolas en la esfera irresponsable del arte.

Afirma Salustio en De los dioses y del mundo: “Ya que al propio mundo puede llamársele mito, puesto que en él aparecen cuerpos y cosas, mientras las almas y los espíritus en él se ocultan”. Era preciso llegar al fin del paganismo, a este oscuro y somero tratado neoplatónico, para que se nos ofreciera una definición del mito tan deslumbrante en su simplicidad como para eliminar cualquier otra. Así pues, cuando contemplamos a nuestro alrededor el espectáculo del mundo ya nos hallamos dentro de un mito. Por consiguiente, ahora podemos entender por qué las historias míticas, incluso cuando nos llegan fragmentadas y mutiladas, nos suenan a familiares y diferentes de todas las demás historias. Esas historias son un paisaje, son nuestro paisaje, hostiles y acogedores simulacros que nadie ha inventado, con los que seguimos encontrándonos y que sólo esperan de nosotros ser reconocidos. Así que ahora podemos confesarnos qué era, qué es ese antiguo terror que las fábulas siguen provocando. No difiere en nada del primero de todos los terrores: el terror del mundo, el terror frente a su mudo, engañoso y dominante carácter enigmático. Terror frente a este lugar de la metamorfosis perenne, de la epifanía, que abarca fundamentalmente nuestra mente, en la que asistimos incesantemente a la contienda de los simulacros.

Roberto Calasso
«El terror de las fábulas» (fragmento)
Re-Encontrado en Los cuarenta y nueve escalones
Editorial Anagrama

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