Un solo relato bastará para elevar mi invitación a leer a María Gainza (1975), escritora y crítica de arte que deslumbra en su segunda publicación titulada: El nervio óptico (2014). Llámese novela o colección de cuentos, la verdad es que este libro ha sido incómodo para la crítica y un regalo amable para el lector que se pregunte cómo interactúa el arte con nuestra vida. De esta colección de microrrelatos, «Una vida en pinturas» será mi ejemplo para mostrar cómo esta autora logra trenzar, en su justa medida, esa relación entre arte, percepción y humanidad a la velocidad de un coup d’oeil.
En «Una vida en pinturas» las primeras dos palabras del texto son suficientes para introducir el tema a narrar: “Tengo miedo”. Esta afirmación, rotunda pero válida a fin de cuentas, será desplegada a lo largo del relato mediante la voz de su protagonista, una mujer de edad indeterminada y de pasado oculto, que presenta un problema común: su ojo tiembla o, para ser más específicos, su párpado inferior lo hace. El miedo a la anomalía física la llevará a una consulta oftalmológica, sin embargo, es un temor más profundo el que habla cuando enfoca la mirada en la reproducción de una obra de Rothko que cuelga de la pared del consultorio.
En el plano de lo narrativo, una afirmación y un escenario serán suficientes para constituir la punta del iceberg de algo que es imposible de describir o capturar explícitamente. Después de todo, la limitación del lenguaje es la que nos impulsa a la creación artística, es el límite el que nos lleva al salto y Gainza toma el desafío sin recular. Es el miedo confesado el que llevará la narración más allá de una mera consulta oftalmológica. Es el miedo en contacto con la obra de Rothko el que impulsa la voz narrativa hasta construir una ficción que muestra mucho más de lo que una modesta reproducción vertical de colores rojo y negro puede enseñar.
«Una vida en pinturas» tiene una estructura sencilla, brevísima dirían algunos. Cuatro breves cortes son los que entregan progresión a un relato que inicia con la presentación del conflicto en el marco de lo concreto y material para luego ir saltando a otros planos mediante una voz narrativa que se desmarca del tiempo presente. Esa voz abstracta se cuela para compartirnos la biografía de Marcus Rothkowitz, artista visual y gran exponente del expresionismo abstracto norteamericano. Unos creerán que esta voz narrativa es de la protagonista experta en arte, tal como lo es la misma María Gainza. Otros creerán que es una voz neutral y banal. Pero la verdad es que no lo sabemos y no viene a cuento. Dicha voz nos contextualiza en una aburrida visita médica que se difumina tras la atención que prestamos a ideas que van y vienen desde el póster de Rothko a su protagonista de párpado latiente, desde la biografía del artista letón a la biografía de una persona que se devela tras la estela de la afirmación: “Tengo miedo”.
La consulta al médico es irrelevante para toda la red de conexiones que se desarrollan producto del nervio óptico, literalmente, el encargado de transmitir la información visual desde la retina hasta el cerebro. Así, Gainza logra plasmar en su relato el problema que supone la interpretación del arte. Este ejercicio busca responder a la expresión de un artista quien, en soledad, desea sintonizar con otros mediante un objeto material, su obra. El golpe de gracia del arte lo acusa quien eleva puentes y reúne coordenadas a través del espacio y tiempo para establecer una comunidad, una comunicación de un algo particular que, en el cuento de Gainza, es un único mensaje: “Tengo miedo”. Queremos creer que la protagonista del relato es más que una emoción, sin embargo, el límite de lo que siente y lo que es juega a diluirse: parece más una acuarela que una pintura de Rothko. Por ello mismo, cuando la protagonista de «Una vida en pinturas» insiste en su temor, la narración avanza hacia la única pregunta ineluctable: ¿miedo a qué?
Luego de tres secciones ya queremos trazar una línea divisoria entre sensación y realidad. Queremos hechos a los cuales podamos aferrarnos y, por sobre todo, un diagnóstico de nuestra protagonista. Para el malestar ocular la respuesta es sencilla: mioquimia. En la última sección, el término médico nos da seguridad, aunque la mayoría de los lectores desconozcamos los detalles del malestar. La ciencia puede silenciar los males con solo rotularlos, sin embargo, nosotros sabemos que ese término médico es incapaz de contener la afirmación radical de la narración. Es mediante el arte de Rothko que la protagonista nos confiesa el núcleo de su interpretación: “Me hace sentir única: la brutal soledad de este pedazo de carne transpirada que soy. Me recuerda que estoy viva y me entristece, como cuando uno abraza una promesa de felicidad que sabe que no va a durar”. El miedo de la protagonista emana de una vida alejada de quienes amamos y que, en su caso particular, se identifica con la separación de quien ha elegido amar para un proyecto de felicidad común. El sentimiento de la protagonista es real y la prosa de Gainza lo deja respirar hasta acompasar nuestras exhalaciones con las de sus personajes que se desgarran en los silenciosos corredores de los hospitales.
Por respeto a la autora no quiero rastrillar su biografía buscando claves de lectura, creo que su prosa es superior a este mecanismo usado y abusado por la crítica literaria. El lector ansioso de cotilleos podrá revisar esto en cualquier página de internet. Quisiera aportar en lo que no dicen las páginas cambiantes en las que confiamos para creernos amos de la supuesta verdad. Sigamos la propuesta de María Gainza, revisemos cómo el sentimiento queda prendado de la pintura de Rothko y cómo la tinta barata de una reproducción puede transportarnos hacia el interior de uno mismo y, de manera consecuente, al costado de aquellos con los que hemos compartido la experiencia del arte.
El Rothko del relato tiene características de un objeto hierofánico, se trata de una obra que arde, pero nunca se quema, y que ingresa “como un fuego a la altura del estómago”. El arte tiene esta facultad, pero es esa reproducción en contacto con la protagonista en específico que da vida a una comunicación mayor. La mujer de «Una vida en pinturas» se debate en este problema de comunicar una experiencia espiritual, pero esas que no responden a una religión o un sistema de creencias, es un fluir vivencial que no puede cortarse con un concepto. Ella misma lo dice: “Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko, una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es «puta madre»”. Quisiéramos tener palabras más elevadas que las últimas dos, pero seamos sinceros, a veces son las únicas que hay para echar fuera el impulso de una emoción que nos sobrepasa. En el caso del relato esta emoción es el miedo de “la brutal soledad” de una mujer que ha visto cómo la muerte se lleva a quienes amamos. Y esto, simplemente, no puede condensarse en “duelo”, “pena” o “rabia”. Ninguna de estas palabras dice realmente qué se siente cuando las producción de Rohtko te lleva a enfrentar y conocer lo que está tras bambalinas lingüísticas o conceptuales.
El nervio óptico nos obliga a conectar con el contenido prelingüístico que nuestros conceptos silencian. Me lo imagino como una serie de casillas de formas determinadas donde la mente intenta ubicar las sensaciones de manera infructuosa. Me lo imagino como si la mente fuera ese niño que juega con sus figuritas de madera intentando que el cubo calce en el espacio del triángulo. Es contradictorio y parece sencillo insistir infructuosamente, utilizamos el tiempo hasta que nos cansamos y seguimos con otra distracción. El arte, por el contrario, nos invita a revisar lo que está en nuestra red de posibilidades para buscar una solución. No se trata de que las figuritas de madera calcen, más bien, la solución responde a descubrir que existe calma y asombro en el problema planteado y ampliado en una nueva red de relaciones. Julia Kristeva lo decía en alusión a su materia “todo texto es absorción y transformación de una multiplicidad de otros textos”. ¿Y si con los sentimientos fuera igual? ¿Y si el arte nos permitiera hacer el recorrido en nuestro historial memorístico para sosegar la necesidad de comunicar aquello líquido que la mente no logra encasillar?
Todos los relatos de El nervio óptico comparten la doble velocidad de la vista y la interpretación, en algunos la imagen es más rápida que la idea y, en otros, la idea busca acunarse entre las líneas de la descripción. El lector podrá aventurarse en esta lectura dual y descubrirá que el arte no ha muerto, solo nos hemos descuidado: “Dejando que el negro se trague al rojo”. Es la pulsión enfrentada a la quietud: el rojo que observa el feto desde el útero materno y el negro que sepulta todo lo que no se deja tocar por la luz y la interpretación.