Por Ana María Riveros Soto
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,
que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.
Estas palabras quieren ser
un puñado de cerezas,
un susurro –¿para quién?–
entre una y otra oscuridad.
es bueno saludar los platos y el mantel puestos sobre la mesa,
y ver que en el armario conservan su alegría
el licor de guindas que preparó mi abuela
y las manzanas puestas a guardar.
(Jorge Teillier)
Al término del poemario “Reunidos al fin del mundo” de Juan Carlos Reyes (2020) publicado por Bogavantes, leemos en sus casi últimos versos: “en el espacio de tu casa / iluminada por dentro, / bendecida de simpleza, / el canto de tu gallo, / la verdad de estar vivos” (Reyes, 2020: 75). La verdad de estar vivos, aquello que responde sin más a la dimensión de lo verdadero, clave medular evocada por el autor y presente a lo largo de todos los poemas que conforman esta obra, expresada mayoritariamente en silencio como una certeza invisible que se asoma, no obstante, en toda su palabra cada ciertos versos. Lo verdadero. Aquella belleza que parece acontecer en el poema y que se difumina, desaparece “en el momento mismo de su aparición” (1997: 16), como nos dice Enrique Lihn –“se hizo humo a la hora de los quiubos” (Lihn, 1997: 82)–, desde el espacio de una poética que deja en evidencia la imposibilidad de su materialización por medio de la palabra y menos aún de su develación, por lo que aquello que el poema guarda y creemos asir a través de nuestra lectura no es más que un “bello aparecer” (80), la imagen o el oasis ilusorio que se desvanece cuando intentamos aproximarnos y capturar su esencia. El poemario “Al bello aparecer de este lucero” (Lihn, 1983) es una clara alegoría o manifestación de aquel encuentro y extravío –por medio de la metáfora del amor–, de la ausencia y la pérdida que rige uno de los derroteros centrales –sino el central– de toda la poesía lihneana. Jorge Luis Borges, a propósito de aquel extravío perenne e inescapable en el dominio de la experiencia estética y de aquello que colma y acompaña nuestra existencia cotidiana, como expresan los versos finales de Reyes, escribe precisamente lo siguiente al cierre de La muralla y los libros: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás, el hecho estético” (2010: 14). En la obra de Juan Carlos Reyes, sin más, acontecen bajo asombrosa confluencia los signos evocados en la prosa borgeana por medio de los cuales es posible acercarnos a tal revelación, vislumbrarla en cuanto las huellas de lo cotidiano constituyen las señas de una correspondencia íntima y secreta con aquella otra realidad que nos asecha desde cierta oscuridad y a la cual en rigor pertenecemos, aquel “mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, como nos reveló Jorge Teillier (1999: 59), el “paisaje visto como un signo que esconde otra realidad” (62). De este modo, cada uno de estos signos propios de lo común y lo cotidiano, provenientes y vinculados a nuestra experiencia llana y palpable, se manifiestan en los versos de Reyes con prístina claridad, se hacen patentes a lo largo de sus poemas, plasmando la conexión certera e inquebrantable con aquel otro dominio de orden poético, mítico, íntimo, sagrado y humano que busca la lengua poética incansablemente develar/velar: la música –“Mi nieta bailando / tus baladas de invierno, / el generador que nos salva / de la oscuridad (…) tu música y el amor de esos años / cruzan a pie desnudo las calles / y sus inviernos” (38)–, los estados de felicidad –“la lengua oceánica / ha venido a poner todo en su lugar / y dan ganas de bailar en la playa de Nigue” (42)–, la mitología –“Una mujer vieja afirmada en un coligüe / pregunta a los dioses, / responde en la puerta la machi, (…) invocando a sabios ancestrales que sabían de humos” (15)–, las caras trabajadas por el tiempo –“el obrero apellinado / de manos enmohecidas / en este extraño mar de lluvias” (16)–, ciertos crepúsculos –“con el corazón al revés / vemos levantarse el sol / en el horizonte del mar de Queensland” (52) y ciertos lugares –“Quiero volver a ese invierno / bajo la lluvia / de calle Pérez Rosales” (30)–. En la poesía de Juan Carlos Reyes se hace manifiesta una constelación de claves poéticas que responden precisamente a este propósito: la expresión de una voz calma que respira profundo –“la poesía / es un respirar en paz / para que los demás respiren” (Teillier, 1996: 93)–, que busca aproximarnos a aquella revelación que aprisionan y desatan las palabras, aquella verdad que se intenta condensar y plasmar en todo texto poético a fin de ser reconocida por el lector mediante las correspondencias íntimas que este establece con el poema, aquella verdad dispuesta por ende en la misma línea del corazón, “al ritmo del alma” como versa Reyes (2020: 65). En los años noventa, a poco tiempo de iniciada mi formación universitaria, recibo uno de los libros de poesía que me acompañan y han signado/encaminado mi lectura poética hasta el día de hoy, “Los dominios perdidos” de Jorge Teillier (1992), antología del Fondo de Cultura Económica, en su reimpresión de 1996. La dedicatoria de quien me extiende este obsequio dice así: “A ver si lo perdido / se deja ver en estas líneas. / A ver si nos visita”. En efecto, lo perdido, lo extraviado, se hizo presente siempre en la lectura teillierana mediante el encuentro con sus versos y una poética estudiada amablemente en profundidad, la comprensión de un sentido poético cuyo fundamento se asocia a la verdad mítica, aquella verdad sagrada que tiene lugar en el origen de los tiempos, como consigna Eliade (1967: 85). Después de muchos años, en la experiencia de mi lectura, aquello perdido se deja ver nuevamente con alta y significativa nitidez en los versos de Juan Carlos Reyes, con asombrosa transparencia en los versos iniciales –primera mitad del poemario–, pero presente siempre en la extensión completa de esta obra en tanto este, su carácter medular, constituye el afluente que atraviesa, sostiene y alimenta en lo profundo esta poética. Lo perdido se deja ver en estas líneas, nos visita, y se traduce en Reyes en la expresión de lo verdadero, de aquello que nos constituye como seres humanos en el sentido más noble del término, de aquello que nos otorga humanidad y que nos permite ser, compartir, reunirnos con los nuestros –reunidos al fin del mundo– con quienes interactuamos y somos a partir de las redes de afectos, el calor y los sentidos/sentires invisibles, ese aire, pues somos en el vínculo estrecho con los seres que forman parte de nuestro “pequeño reino afortunado”, como versa Gil de Biedma (1998: 19), al interior del cual siempre persiste una “imposible propensión al mito” (19), la que nos devuelve inclaudicablemente hacia nosotros mismos, hacia aquello que nos forja en esencia: “y aquel silencio / bien adentro de nuestros huesos / que seguirán raspando años / en el después del agua y el tiempo” (Reyes, 2020: 59). Los signos de una poética de un “humanismo inclasificable”, como sostiene Mario Rodríguez a propósito de la poesía teillierana (1992: 168), se hacen presentes claramente en Reyes, las marcas de una poética asociada al mito por medio del cual el poeta alcanza “su antigua ‘conexión con el dínamo de las estrellas’” (Teillier, 1999: 61). Para Eliade el mito constituye, precisamente, aquella “historia verdadera” (1963: 7) en cuanto revelado “pasa a ser una verdad apodíctica: fundamenta la verdad absoluta” (1967: 85), asociada indefectiblemente a nuestro origen, al inicio de los tiempos y de nuestra existencia, el develamiento y resguardo –secreto– de lo más profundo de sí. En Reyes, lo verdadero responde a esta esencia que tiene su germen ab origine, inillo tempore, pero que no obstante se replica y actualiza cada día –la función del rito– por medio de una red de correspondencias a través de las cuales se entrelazan el tiempo mítico y el tiempo cotidiano, este último como la vía que nos conecta con nuestra propia verdad original y sagrada en los términos de Eliade (1967: 86). En la poesía de Juan Carlos Reyes, aquella verdad o lo verdadero se manifiesta simple y directamente a través de las marcas de lo cotidiano y de lo común; la experiencia cotidiana, aquella que constituye su espejo, el retiro –y no– de la metáfora:
Quédate reparando bicicletas
en el fin del mundo
salpicado
de los últimos soles
que arriban
al tráfico de días
silenciosos, verdaderos (11)
Hemos venido una vez más
a parecernos a los elementos
que gritan nuestros nombres y callan (35)
Todo dice que somos nosotros
bajo la lluvia
en la electricidad que viaja
desde los primeros albores
a nuestro corazón casi reseco (58).
Nombres que se pronuncian y callan –develamiento y velo poético–, días silenciosos y verdaderos, signos que dicen que “somos nosotros”: el reconocimiento de nuestro verdadero rostro. Aquellos sentidos fluyen permanentemente en los versos de Reyes y constituyen la correspondencia y analogía de aquel secreto que persiste en el otro mundo, en la otra orilla, de aquello que se enuncia en silencio y frente a lo cual el sujeto poético está absolutamente claro y atento, a la escucha de aquella otra cosmogonía que también reconoció la añorada Mistral –“Oír, oír, oír / la noche como valva” (1938: 52). De este modo, en Reyes leemos: “las manos dibujan señales / que algún día traduciremos” (41), “vendrás a susurrarme / más verdaderamente / cosas que no pudimos enunciar en esta tierra” (27), “Escucharé voces / como siempre / casi en silencio / escucharé voces / desde ese extraño mundo” (48). El silencio constituye precisamente el trasluz mediante cual la revelación de aquello verdadero se hace –y no– ver u oír, el ventanal transparente a través de lo cual esta ausencia/presencia se deja escuchar, desaparece y/o acontece por medio de lo común de nuestros días. Para Blanchot, el poema acontece ligado a una palabra que no habla, próxima al origen, la palabra que sugiere y evoca, pero que no comunica directamente en tanto “viene del silencio y regresa al silencio” (2002: 33). El poeta entonces debe atender al lenguaje puro(35), apunta el autor, el que permite el retorno a su esencia, el “canto por venir” (2005: 23); frente a ello, el espacio poético y literario es simplemente el dominio del centelleo, del merodeo, aplazamiento constante que permite la aproximación (45) hacia “lo neutro, lo que se desvanece sin producirse” (98), huella o ausencia, ese “paso (no) más allá” (149). En la obra de Reyes, el silencio, el murmullo y el susurro constituyen signos y claves mediante las cuales aquella verdad acontece/desaparece en esta poética en medio del respiro cotidiano –“las consonantes de un sonido / mudo tras la cortina” (27)–: la casa y sus quehaceres domésticos, la reunión familiar, el tiempo compartido con los amigos, el transcurso de los días y su quietud, las horas de la tarde “junto a gatos ancianos / que nos enseñan la calma / como una brasa entre sus garras” (16), los paseos por el pueblo y descansos en la plaza, el sol tibio del otoño, los recuerdos familiares y de infancia, la bicicleta de antaño, las ascendencias, la ciudad lluviosa y el invierno, los ritos que marcan el ritmo y las rutinas caras del día a día. En medio de estos escenarios, la invitación es a escuchar el silencio, los sonidos y susurros de la naturaleza, la que nos habla y envía mensajes secretos, su “carta de lluvia” (1996: 53) en palabras de Teillier y en los versos de Reyes: “Quédate silbando / como en el fin del mundo / mirándote en los bosques / y escucha el arroyo / de aguas meridionales” (2020: 11); “Un gallo canta al mediodía / y planetas antiguos / desatan claridades” (15).
El paisaje sureño, la lluvia y el invierno, tal como acontece en la poética teillierana, constituyen una de las vías de acceso en la comunicación prístina con aquel otro mundo, con aquel realismo secreto (Teillier, 1999: 23) propio de la poesía lárica. La escritura de Reyes pertenece de igual modo a estos lares, comparte la misma raíz, escritura oriunda de Temuco, poesía de la frontera. El invierno es, en este sentido, el tiempo feliz, aquel que nos conecta con nuestros orígenes cuyo arco alcanza –o retrocede– hacia la dimensión de la muerte, dominio que posibilita asimismo la recuperación y el reencuentro con el paraíso perdido: “Esos galpones donde se puede guardar / el amor más grande de mil inviernos” (Reyes, 2020: 7), “Las tablas con musgo / acogen la felicidad del invierno en su muerte” (16), “Siempre esperamos el invierno así / como preparados para morir / de un momento a otro” (18), “Me tomo una malta del sur / en un pueblo olvidado / a plena lluvia” (19). Si bien, bajo estas líneas –y bajo toda lectura–la escritura de Reyes es absolutamente teillierana, la memoria en esta poesía ejecuta un giro o imprime en su distingo el arco que establece su curso en función de sus vértices centrales: pasado y futuro, origen y término, nacimiento y muerte, infancia y vejez. Es permanente en la poesía de Reyes esta referencia: fuimos y seremos, en el encuentro imposible de ambos extremos en tanto responden ellos a un mismo fin, esto es el retorno a los tiempos primordiales, la recuperación del paraíso perdido, el (re)encuentro con lo verdadero. La nostalgia, de este modo, y tal como acontece en Teillier, se extiende no solo hacia el pasado, sino hacia el futuro en el encuentro con la dimensión de la maravilla: “Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos” (1999: 63). Es así como, particularmente al interior de las cuatro primeras secciones que conforman el poemario de Reyes, acontecen en su reiteración las imágenes melancólicas de un pasado familiar: la casa de antaño, los gestos de las abuelas, la ascendencia, los espacios empolvados, roperos, velas y candelabros se yerguen en medio de recuerdos de infancia, de un tiempo anterior en el cual confluyen ambas edades, ambos extremos de una misma genealogía: “La abuela con la nieta / limpian candelabros antiguos / con el rostro de los antepasados / (allí el tiempo es aún la tímida ampolleta de la infancia)” (Reyes, 2020: 17), “Mi abuela rezaba en las noches / con su pelo destrenzado en el borde de la cama, / una vela encendida (…) La escuchábamos protegernos desde abajo, / arrodillada rezaba por nosotros / por todos nosotros” (20), “Su madre hilaba años / ampolletas encendidas / y un ropero antiguo / para guardar todos los abrigos / del invierno” (23). Aquella evocación hacia el pasado se extiende en la escritura de Reyes, se abre y estira en un movimiento elástico mediante el cual se inscribe tanto el pasado como el presente en su diálogo con el futuro, en un tiempo que no ha acontecido aún, pero que viene, que se vislumbra, que se acerca, toca/acaricia en una fracción de segundos y desde el otro orbe nuestra existencia, en un ir y venir casi imperceptible mediante el cual los sujetos son transportados hacia tiempos pretéritos y futuros (des)conocidos. Es un ir y volver, movimiento pendular cuyo vaivén vuelve a darse en Reyes cada ciertos versos, cada ciertos poemas, la memoria constante mediante la cual el sujeto recuerda su lugar en el mundo, aquello que es y será, aquello que fuimos, somos y seremos, en íntima y estrecha concordancia con lo verdadero, pues aquel futuro no es otro tiempo que el mismo pasado que vuelve a ser: “Algún día / seremos fotografiados / frente a viejos roperos / en revistas antiguas / entre recuerdos desgarrados” (10), “Tendré un amigo / que me susurrará por años al oído (…) y sabré que eres tú / que viene a mostrarme aquellos arroyos / que aún se mantienen invisibles” (27), “Estas aguas / fueron un fin y un inicio / de huesos rotos / en el tiempo” (42), “Escucharé voces / desde el corredor de esa casa” (48). Proyectar o vislumbrar el futuro significa, de este modo, escuchar el pasado, retornar a él, la confianza de un derrotero que nos devolverá, restituirá a nuestro lugar de pertenencia.
No obstante y tal como acontece en el universo teillierano, en el transcurso poético que traza esta memoria algo se quiebra involuntariamente, algo se triza en medio de este recorrido e imprime una fractura, una escisión entre aquel pasado y el futuro que se advierte, una herida en el hilo invisible que teje este trayecto. En Teillier, es el paraíso perdido y las ruinas de una edad de oro que se palpan con mayor desazón a partir de “Un pueblo fantasma” (Teillier, 1978), su sino irrecuperable; sin embargo, en Reyes este quiebre constituye una certeza que se manifiesta junto a la memoria constante que intenta velar por lo verdadero, pues en este tránsito entre pasado-futuro, futuro-pasado, algo se tuerce y se trasunta en un fracturar leve y delgado–“un leve deslizarse de remos en el agua”, diría Teillier (1996: 108) en el sentido inverso–, un tenue signo que constituye la herida, la sutil hendidura que abre la ventana hacia una especie de vacío imperceptible donde yace la nada, la ausencia de la memoria y del tiempo anterior, el riesgo de la pérdida total: “En alguna época / perdida en la memoria / empezamos a caminar raro” (2020: 12), “un miedo sangra por boca y nariz / derrama / hacia abajo todo el peso / de lo que no somos / ni seremos” (51), “devorados en el límite del bosque / donde la alegría decolora” (68); “estos trozos de humanidad / que se nos caen en el camino” (61). Frente a ello, sin embargo, la apuesta y la resistencia que esgrime la poesía de Reyes es en pos del recogimiento de lo verdadero, su rescate, de aquello que se manifiesta en lo cotidiano y que surge fundamentalmente en los afectos, en los lazos filiales y de arraigo que establecemos con los nuestros, en medio de los espacios a los cuales igualmente pertenecemos, nuestra casa, nuestra habitación, nuestro hogar, nuestra ciudad, nuestra tierra, nuestro paisaje–el regreso a la casa es un regressus ad uterum, indica Giannini, el “regreso a sí mismo”(1988: 24)–. Es precisamente allí, en estos espacios y en estas relaciones entrañablemente humanas donde tiene lugar lo verdadero, lo que nos devuelve a nuestro origen, la fuente primigenia por medio de la cual fluye nuestra ascendencia, los antepasados, tal como se expresa en el poema “Tu padre y el ciruelo” (Reyes, 2020: 25), texto en el cual danzan y se condensa en esencia estos sentidos:
Allá en Temuco, en tu casa,
donde se escuchaba un canal impetuoso
tu padre encendía velas
a una virgen con el nombre de tu madre.
Una cocina con cuerpo y presencias
mientras tu viejo velaba solo
por sus hijos
que subían por el barro a las universidades.
Tu viejo cocinaba,
los esperaba dulce e interminable
mirando a la calle
desde la puerta con musgo,
cebaba el mate, desgranaba porotos
después de sus heladas guardias de policía.
(…)
Tu padre
alentándote con su poncho verde
a plena lluvia
mientras el temporal de las noches
te amenazaba de muerte
a contra viento.
(…)
Tu viejo hacía fuego,
calentaba el agua,
preparaba la mesa, traía provisiones (25-26).
La casa y los afectos en medio del invierno, un espacio con cuerpos y presencias de quienes nos acompañan invariablemente aun en su condición de ausencia, las huellas permanentes de un andar cotidiano por medio de lo cual se establecen las secretas y entrañables analogías que nos devuelven al instante primordial, las reiteración de un signo que persiste a pesar de sus grietas en el presente, a pesar de las luces que nos enajenan en medio de la modernidad–“Despliegue de hoteles / a una sombra de paz / en la ciudad esculpida” (52)–. Poesía analógica es la de Reyes –miroir que Rodríguez reconoció en la escritura de Teillier (1997: 37-38)–, ritmo idéntico que posibilita la reiteración, la persistencia y sobrevivencia del mito y de lo verdadero, red de correspondencias por medio de las cuales se coloca en evidencia la semejanza entre lo poético y lo cotidiano, cual espejeo y fuente de agua, “ritmo universal” como apunta Octavio Paz (97) en tanto en la analogía “todo se corresponde porque es ritmo y rima” (97). Ritmo y rima de aquello forjado en el origen y que mediante el respiro de los días y la cotidianidad vuelve a ser en razón del profundo vínculo y afecto hacia los otros y otras, hacia quienes nos acompañan en el arco del tiempo, en el sur, en el hogar, en nuestro pequeño reino afortunado “al fin del mundo” (Reyes 2020: 11),en este derrotero que constituye la memoria y la existencia hasta alcanzar/recobraren la misma vida y en la muerte el vértice original: “Tiempo y pausas para vivir / y revivirte, compañero, / en esa amistad de agua e inviernos / que nos dejó el sonido del alma, / tan definitivo e inclaudicable” (27).
Valparaíso, Invierno de 2021