I

Alguien ha dicho que toda poesía es genealógica; es decir, tiene un nacimiento y una descendencia. Desde esa perspectiva, es posible concebir la historia de la poesía como la historia de una familia. No me refiero al hecho consabido del “parentesco literario”, filiación estilística o temática (o ambas cosas) entre autores que no necesariamente comparten un mismo marco cultural. No me refiero tampoco al fenómeno de las influencias, que Borges pusiera en cuestión al plantear la paradoja del autor  que influye en sus precursores. El desarrollo histórico de la literatura no puede explicarse restrictivamente como la tensión entre influencia o mímesis, y el deseo de identidad o individualización.  Preferiría entenderlo, en cambio, como la biografía de un diálogo, de una conversación no exenta de polémicas, donde lo que realmente importa no es quién tenga la razón, sino la alternancia misma  de esa razón entre los distintos participantes del coloquio; en otras palabras, donde lo fundamental es el diálogo mismo, y no el objeto último del debate. Para que dos personas puedan entenderse es necesario que renuncien, al menos durante el tiempo de la conversación, a cualquier tipo de jerarquía que pueda establecerse entre ellos. Por eso es que un niño no puede dialogar con el padre, en tanto padre; para hacerlo, el padre debe hacerse niño, o buscar alguna forma en que ambos, padre e hijo se encuentren en alguna actividad común, un juego, por ejemplo, que supone de suyo la condición básica de la paridad.  Padre e hijo conversan y se entienden a través del juego. Quiero pensar que mi relación con mi padre, el poeta Armando Rubio, quien falleció cuando yo tenía cinco años, se ha sostenido en el tiempo al alero de un juego compartido; un juego rigurosamente serio y definitivo, parecido a la vida, en el que nos reconocemos como padre e hijo, cabalmente, haciéndonos juego siendo niños y volviéndonos niños, siendo juego. 

II

Genealogía y generosidad son palabras emparentadas por la misma raíz.  La poesía es generosa, en el sentido en que tiene la capacidad de engendrar y fecundar. Resulta interesante que una de las acepciones históricas de generosidad tenga relación con la nobleza heredada de los mayores. Herencia que se reparte como el pan en la mesa, a la hora en que los familiares se congregan, en torno a la primera palabra del día. La herencia familiar de la que soy un deudor agradecido, se remonta a mi bisabuelo, Alberto Rubio Domínguez, quien dedicó parte de su tiempo a escribir poemas que nunca publicó; fue, en un cierto sentido un poeta secreto, una especie de mito del que conservamos sólo un hermoso poema mecanografiado, único testimonio de su existencia real.  Tuvo varios hijos. Sólo uno de ellos, Alberto, mi abuelo, mostró interés, desde temprano, por la poesía. Siendo estudiante de leyes en la Universidad de Chile, publicó en 1952, su primer libro: La Greda vasija, extraño título que ya delataba uno de los hábitos lingüísticos más interesantes de mi abuelo, aquel que consiste en trastocar la categoría de las palabras: usar un sustantivo como adjetivo o viceversa, por ejemplo; costumbre adquirida, como por juego, cuando niño, antes de leer a César Vallejo, incluso.  Recuerdo como si hubiera ocurrido mañana, la tarde en que mi abuelo me contó cómo se fue gestando en él tempranamente ese lenguaje tan propio que le daría justa fama de poeta mayor.  Era un niño y vivía, por algunas temporadas en San Carlos, cerca de Chillán. Vecino suyo era un carpintero que se levantaba muy de madrugada, cuando el gallo quebraba los albores, a trabajar en su madera bulliciosa. Y él, ya poeta en la sangre, lo bautizó zumbonamente el maderero madrugada. Y quedó así, para su memoria de niño, con ese nombre extraño que suplantaba el más sensato de maderero madrugador.  De ese modo, el niño Alberto rebautizaba el mundo, creándolo de nuevo, y por gozo, sin sospechar siquiera que la greda iba criando su vasija, en ese juego. Recientemente adulto, a sus veinticuatro años, habiendo leído a César Vallejo, a Miguel Hernández, Quevedo y Góngora, y con su primer libro bajo el brazo, la greda fue vasija, de reciedumbre prematura y definitiva. Era la madurez de un poeta que no tuvo juventud, porque nació adulto, con una obra que no obstante, rebosaba de gozosa savia joven. Lo que tampoco sospechaba mi abuelo es que esa vasija contenía la sangre del hijo y el nieto, ambos hechos de la misma greda suya: el ciudadano y el otro.  Ni tallo ni renuevo: ¡la vasija y su greda!

III

Mi padre nació el año 1980, a los veinticinco años de edad;  tres años antes de la publicación de Ciudadano, el libro que le diera oficialmente el lugar que se merece dentro de la poesía chilena contemporánea.  Yo tenía cinco años, y no supe que era el hijo de un recién nacido, hasta mucho tiempo después, cuando yo mismo ya era un muerto. He oído muchas veces decir que los poetas no mueren. Y a fuerza de tanto oírlo he terminado por asumirlo como una verdad.  Los poetas no mueren, los que mueren son los padres, cuando los hijos mueren. Mi abuelo murió, en tanto padre, ese 6 de diciembre de 1980, el año en que nació su hijo, por accidente, en el nidal de una ventana. Nadie más que él, el vasijador severo,  pudo escribir un poema más hermoso a la muerte del hijo, al nacimiento definitivo del hijo poeta; tal vez su mejor poema, el que sería incluido más tarde en su segundo libro, titulado Trances, del año 1987. Se trata de Padre, desgarradora elegía al hijo que parte al lugar de los sueños:

Ni el tronco yo, ni tú la esbelta copa.
Ni tallo ni renuevo desgajado.
Ven a la mesa. Escarchará la sopa
de seguir enfriándose a mi lado.
Si no probaras nunca más la cena
furia, helor en mí: todo, menos pena.

Te pasó por tus fines de semana.
Huésped innumerable, apaciguado
al fin, en el nidal de una ventana.
(……….)

He escogido como título de este libro un fragmento de uno de los versos de Padre (“Ni tallo ni renuevo”), porque creo que por un lado, sintetiza el sentido profundo de reunir en un solo volumen parte de la obra de la familia Rubio, y por otro, contiene una lúcida reflexión acerca de las relaciones filiales en el ámbito de la creación poética. El título contiene una doble negación, que critica el sentido común que vincula metafóricamente al padre con el tallo de una planta y al hijo, con el renuevo, es decir, con el vástago que echan los árboles o las plantas, una vez cortados o podados. La negación del tallo como padre y del renuevo como hijo, implican otra forma de entender la relación filial, más allá del lugar común poético. Puede ser también que la rabia experimentada por el padre poeta ante la muerte prematura del hijo, lo haga negar la metáfora, en un acto de rebeldía, como si no quisiera asumir que no cuenta con otra forma de codificar su relación con el vástago, que el símil legado por la tradición. Pero es indudable, al menos para mí, que esa negación también esconde la afirmación del reverso del símil: es decir, la  subordinación del renuevo hacia el tallo, se invierte, en el plano de las relaciones literarias. En otras palabras, el hijo da vida al padre, en la misma medida en que el padre la dona al hijo. Ambos son tallos y renuevos, al mismo tiempo; o alternadamente. Borges lo dijo de otra forma: los autores influyen en sus precursores, en la medida en que permiten leerlos de otra manera; los renuevan, donándoles su propia savia. La greda es a la vasija lo que el hijo es al padre. Ni padre ni hijo ni abuelo. Ni tallo ni renuevo desgajado.

IV

No tuve el gusto de conocer a mi bisabuelo.  Sólo tengo de él referencias vagas: su trabajo como abogado, su afición por la poesía, su muerte temprana. Y recientemente, un poema suyo, titulado con una pregunta: ¿Por qué?, único testimonio que refutaría, aparentemente, su –hasta ahora- inquietante naturaleza mítica. De mi padre guardo –en cambio- recuerdos difusos, pero vivos. Debo haber tenido unos cuatro o cinco años cuando mi padre llegó a casa y me dijo, con grave seriedad: “tú te llamas Rafael, Rafael Rubio Barrientos”   y esas erres recónditas las sentí en todo el cuerpo, como una vibración ronca o  un relámpago,  como si desde ese momento mi nombre hubiese encarnado sonoramente en mi persona. Así, mi padre, a su manera, me bautizaba, poéticamente, sin sospechar probablemente los alcances de ese acto. Su muerte pasó desapercibida para mi conciencia de niño; me habitué a su ausencia, rápidamente; algo de rabia tuve al imaginar que mi padre había ido a una fiesta, y que se había quedado allí para siempre, celebrando. Supuse que esa fiesta debía ser como un cumpleaños, con globos, serpentinas y niños jugando. Recuerdo que a los pocos días de que mi madre me explicara que mi padre ya no estaría más con nosotros, fui al patio de mi casa y dibujé con tiza en el suelo una fiesta con globos de colores. Me costó mucho tiempo perdonar a mi padre por no haberme llevado consigo allí. Siempre lo admiré mucho como poeta, pero había algo que me distanciaba de él y que no pude resolver hasta el día en que tomé cabalmente conciencia de su muerte, hace unos cinco años atrás, cuando leí el expediente de la investigación que realizara mi abuelo Alberto con el objeto de aclarar las circunstancias de su fallecimiento. Encontré ese documento en una caja que llegó a mis manos luego de la muerte de mi abuela, Raquel Huidobro, en la que hallé también un tesoro invaluable: los poemas inéditos de mi padre, sus prosas, sus diarios de vida y sus cuadernos de anotaciones. Fue entonces cuando conocí a mi padre y simultáneamente, lo perdí. Recuerdo haberme abrazado a esa caja, filialmente, como con si en ese abrazo sellara un proceso dolorosamente inconcluso en la relación con mi padre. Decidí trabajar en sus poemas. Con ahínco, con rabia, con alegría. Reescribí algunos, intervine otros, reconstruí uno que otro texto a partir de distintas versiones, tachadas y corregidas; los agrupé según afinidades temáticas o estilísticas. Fue un trabajo a dos manos, en el que nos  reconocimos, cabalmente y de un modo definitivo, como padre e hijo.

Con mi abuelo Alberto,  logré  anudar un diálogo recóndito, fundado en el silencio compartido.  Pasábamos temporadas juntos en su parcela de la Isla de Maipo, ocasiones en que lo veía escribir, leer, sacar las paltas de los árboles,  alimentar las abejas.  Recuerdo nuestros paseos en bicicleta por las calles de tierra del pueblo,   felices de silencio,  jubilosos de ajena cercanía. Una vez,  vimos una lagartija, muy quieta y sola, en medio del camino.   Intempestivamente, mi abuelo rompió el silencio: “Tendidos se solazan los lagartos”, me dijo, señalándome la larga y sigilosa lagartija.  Esas palabras, dichas en un tono que no recuerdo, pero que intuyo vagamente ceremonioso, me quedaron hondamente grabadas en la memoria. Entonces no podía saber que la frase dicha por mi abuelo tenía once sílabas métricas y que correspondía  a un verso endecasílabo; no obstante, pude percatarme de su ritmo, abstraerlo y hacerlo coincidir con otras palabras, escogidas por mí, manteniendo los acentos marcados de la frase. 

De mi abuelo aprendí  la  noción de poesía como un trabajo y no ya como una vaga expresión de sentimientos o ideas, bellamente estilizados. Varias veces lo vi trabajar, arduamente. Sentado ante su máquina de escribir, leyendo en voz alta lo escrito,  tachando y reescribiendo una y otra vez sus manuscritos.  Cuando mi abuelo escribía,  entraba en un trance ritual;  un taza de té con limón en la mano, una manta sobre los hombros y un par de libros bajo el brazo. “Hay que estar calladito –me decía la abuela- porque el tata va a trabajar”.  A mí me llamaba profundamente la atención de que alguien se encerrara en su pieza a trabajar, cuando las piezas  estaban echas –pensaba yo- exclusivamente para dormir y viajar.  Recuerdo una tarde en que me leyó en voz alta un poema de Armando Uribe: “Padre de piedra el hijo te gritaba/ por qué lo abandonabas abba abba/ mala la piedra y malo el que la labra”.  Yo tenía diez años y no entendí nada del poema. Pero la palabra piedra y padre me quedaron zumbando dentro para siempre. 

De mi relación con él recuerdo un hecho anecdótico: comenzaba yo a escribir poemas y decidí mostrarle uno de mis bocetos: se trataba de un poema seudosocial que hablaba de las manos de los pescadores. Mi abuelo, luego de echarle un rápido pero atento vistazo, me preguntó si yo había visto alguna vez las manos de un pescador. Ante mi negativa, sólo me dijo: “no escribas nunca sobre aquello que no hayas visto con tus propios ojos” Tal vez tomé demasiado al pie de la letra sus palabras. La mayor parte de lo que escribo tiene un sustrato o un estímulo autobiográfico, que deformo deliberadamente hasta lo grotesco, con el propósito de difuminar lo más posible esa referencia,  sin destruirla por completo. Que el poema sea su propia autobiografía. Ese anclaje con lo real,  con la propia experiencia, me distancia enormemente de las disquisiciones metafísicas de cierto tipo de poesía, en la que se me hace muy difícil reconocerme. Mi abuelo cayó enfermo a fines de los años ochenta, cuando yo tenía, más o menos, quince años. Fue una enfermedad larga y penosa, de la que nunca pudo recuperarse. Nos acercamos bastante uno al otro, durante los primeros años de su enfermedad, antes que cayera en un estado de silencio definitivo. Nos enviábamos cartas. En una de ellas, yo le envié un par de poemas recientes para que me diera su opinión. Su respuesta fue muy afectuosa y alentadora. Sólo recuerdo sus últimas palabras: ¡A trabajar, nieto, a trabajar!. No volvió a escribirme otra carta. El pasado es más seguro.

V

No sé cómo denominar, genéricamente, a este libro, porque más que una antología es en cierto sentido, un solo poema escrito a tres manos, en colaboración filial: un extenso poema coral, donde padre, hijo y abuelo anudan sus voces –cada una con su propio tono, intensidad y altura- en una sola; como si se tratase de una obra colectiva, susceptible de ser completada –quién sabe- por otros hijos, nietos o bisnietos.  Me gustaría que este libro fuese leído como una conversación familiar; sostenida entre abuelo, padre e hijo, pero también entre ellos y otros familiares recónditos, algunos ya mencionados en este prólogo: Vallejo, Quevedo, Góngora, Machado, Mistral, Pezoa Véliz, Nicolás Guillén, Lorca, y tantos otros, con quienes los Rubio han mantenido relaciones de cordialidad fraterna. De esa conversación sostenida entre colegas que se quieren y respetan, poco importa el tema del que se habla, como el efecto del diálogo mismo: el intercambio fecundo de distintos puntos de vista acerca de un mismo objeto; la diferencia –y hasta la confrontación- que se resuelve finalmente en el enriquecimiento mutuo, la cercanía filial y el sólo hecho, en definitiva, de sentirse menos solos. 

Para la selección de los distintos fragmentos que componen Ni tallo ni renuevo, tomé en consideración varios criterios simultáneos: intuición, preferencias poéticas, sentido común. Pero tal vez sea el gusto personal, el criterio que terminó primando sobre el resto, aunque hablar de gusto personal sea una contradicción en relación a mi propuesta de obra colectiva. Debería decir, en consecuencia, “gusto grupal” o familiar, o algo por el estilo. Sin duda, un número considerable de poemas de mi abuelo y mi padre se imponen por si solos, categórica y objetivamente, más allá de cualquier valoración personal, exigiendo su inclusión sin derecho a réplica. Otros, los menos, están sujetos a debate. Y en esos casos, me dejé llevar por mis preferencias en las que reconozco, por lo demás, las preferencias poéticas de mi propio abuelo y mi padre, de quienes heredé la mayor parte de los libros de poesía que guardo en mi biblioteca. He querido pensar que Ni tallo ni renuevo es un poema inconcluso, aún en pleno proceso de escritura y poda; y su mismo carácter de trabajo en progreso, demuestra la vitalidad actual de sus tres autores, los que no han dejado nunca de conversar entre si, con animación creciente. Los poetas no mueren, dijo alguien que sin duda, debió ser un poeta demasiado envanecido por sus ansias de inmortalidad. Yo diría más bien: los poetas también mueren, pero sólo por un rato.


Rafael Rubio Barrientos. Poeta y profesor. Hijo y nieto de poetas. Nacido en 1975. Ha publicado los siguientes poemarios: Arbolando (1998), Madrugador Tardío (2000), Luz Rabiosa (2007), Mala siembra (2012), Viernes Santo (2019). Ha obtenido los siguientes premios: Premio Pablo Neruda, Premio de la Academia chilena de la lengua, Premio Municipal de Literatura, Premio de poesía joven Armando Rubio. Ha sido incluido en diversas antologías y revistas nacionales y extranjeras. Participó en el Festival internacional de poesía de El Salvador y en el Congreso internacional de poesía de la Universidad Católica de Chile.

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