El año de gracia de 1920, hubo en París una epidemia de peste bubónica. La cosa no se divulgó, porque ya se sabe cuán bien pueden enlazarse con el patriotismo los intereses comerciales y hosteleros; y también, por otra parte, cuánto las naciones del mundo viven ahora en la era del patriotismo y no en la era de la verdad. Pero el hecho es que el día 25 de junio, el doctor Guinon, en colaboración con M. Trousset y Mlle. de Pfeffel, presentaban a la sociedad médica de los Hospitales la primera denuncia.

¡En plenas jornadas del Grand-Prix, la Villa-Luz reproducía los horrores del bárbaro Oriente!

El morbo tradujo preferentemente su estrago entre el gremio de traperos. Había uno de éstos que era tal vez un poco turco. Cayó atacado fulminantemente, casi al tiempo que su mujer y que una hijita suya de once años. También cayeron dos o tres personas más, allegadas a la familia. Todos sucumbieron; el cuadro y curso ordinario de la enfermedad son conocidos.

Pero yo quiero referir ahora un rasgo extraño de aquel hombre, fulgor sobre un abismo donde se esconden algunos de los secretos más arcanos en la mentalidad de los primitivos y en el origen de ciertas instituciones humanas.

Y fue que, habiéndosele dicho en cierto momento, no sé con qué razón, tal vez por algún practicante mal informado, que se le iba a inyectar un cultivo obtenido con sangre de la mujer y de la hija, el casi turco pidió hablar en secreto a uno de los doctores del servicio, hombre famoso entre los enfermos por su bondad. Habló en efecto, y, con aires de gran turbación, hubo de manifestarle que, en lo de la sustancia obtenida de la mujer, consentía de buena gana; pero que a lo de la niña sólo por fuerza lograrían su sujeción.

«Esto era contrario a la ley de Dios», a su juicio. Era un grave pecado, una abominación nefanda… En medio de una agitada excitación, comenzó a explicar sus ideas sobre este punto. Comenzó y no acabó, porque pronto su discurso, calentado por la fiebre alta, tomaba los sesgos incoordinados del delirio.

Le dejaron en paz. Le dejaron morir en paz, o, por lo menos, quisieron dejarle. Porque es el caso que, habiendo tomado todos los que se le acercaban la precaución de cubrirse el rostro con máscaras de tarlatana y unos anteojos muy grandes, él creyó, en la agonía, que andaban rondándole la cama los demonios. Y su magra mano color de plomo, y con las uñas tan largas, intentaba alejarles, repitiendo incansablemente un movimiento de abanico.

Eugenio d’Ors
“La peste en París”
Recopilado en Cuentos filosóficos
Gadir Editorial

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