La película La caza (Jagten, 2012), de Thomas Vinterberg, narra la historia de Lucas (Mads Mikkelsen), un maestro que ha vuelto al pueblo donde creció junto a su familia y amigos. Se ha radicado una vez más en ese lugar luego de separarse de su esposa, quien reside con su hijo Marcus en otra ciudad. Con el retorno quiere tener un nuevo comienzo en un contexto no sólo conocido sino donde todo se inició. Suerte de arcadia, acude allí con la intención de recuperar la tranquilidad necesaria para retomar su vida y seguir adelante, a pesar de los conflictos con su ex-esposa.
Rápidamente, Lucas se reencuentra con sus amigos de infancia, incorporándose tanto a su vida cotidiana, como a actividades acostumbradas, constitutivas de una suerte de tradición local. De hecho, la película comienza con todos ellos lanzándose a un lago en pleno invierno. Hay otra costumbre que da nombre a la película, más fundamental para su historia: la cacería de venados. Las dos, en todo caso, son ritos, pues vuelven a recordar y fortalecer los lazos de fraternidad entre quienes conforman una comunidad o al menos pretenden pertenecer a ella.
Como recuerda Roberto Espósito en su conferencia Comunidad y violencia, en esta pretensión latería lo común como indiferencia, esto es, un estado donde no habría una diferencia radical entre sus miembros sino que prima ante todo lo común. Consistiría en una condición original carente de los límites que se darían en la sociedad moderna, imprescindibles para ésta última en su organización y en el resguardo de los individuos ante la violencia. Uno de esos límites tendría que ver con poner coto a la violencia a través de la prescripción de la ley positiva. La ley determina qué se puede hacer y qué no. Instala una frontera entre lo permitido y lo no permitido, estableciendo la prohibición. Si alguien incurre en un acto contrario a ella, si la transgrede, entonces recibe un castigo proporcional a su crimen. Sin embargo, el cuerpo legal posee excepciones en las que es lícito el uso de la violencia: la legítima defensa o el derecho a huelga como recuerda Walter Benjamin en ese inextricable ensayo que lleva por título Para una crítica de la violencia.
En nuestra opinión, la relación entre comunidad, verdad y violencia son cuestiones centrales en La caza. Funcionan como ejes temáticos que convergen en un hecho dramático a partir del cual se gatilla el conflicto alrededor del que giran una serie de sucesos. Ese hecho consiste en una mentira dicha por Klara, hija de Theo, el mejor amigo de Lucas. La niña de cinco años asiste a una guardería donde trabaja Lucas luego de su retorno al pueblo. Entre ellos hay una relación peculiar de afecto, toda vez que Klara posee una personalidad especial, asociada a algunas manías, como la de no pisar las líneas que marcan la división de las veredas y mantener una actitud un tanto distante, por momentos fría, respecto de la manifestación de sus emociones.
Lucas suele pasar a buscarla a su casa camino a la guardería o deja que se entretenga con su perra Fanny. Un día cualquiera, estando en medio de un juego en una cama de pequeñas pelotitas con los niños a los que hace clases, Klara se acerca y lo besa. Lucas reacciona; le explica que ese tipo de demostración de afecto sólo debe tenerlos con su papá y mamá. La niña le entrega un corazón hecho por ella, pero su profesor lo rechaza, dándole las gracias y diciendo que no puede aceptarlo. Ese día, cuando ya ha terminado la jornada escolar, Klara espera a su madre en medio de la oscuridad de una sala de reuniones. La directora de la guardería la ve y le pregunta cómo está. La niña retruca haciendo una pregunta de vuelta: ¿todos los hombres tienen pene? Con el asomo de una risa coloquial, la mujer le responde que sí, como su padre Theo y sus hermanos. A continuación, Klara afirma que Lucas le ha mostrado el suyo.
De ahí en adelante, se precipitan una serie de hechos que van minado la situación de Lucas al interior de la comunidad: la directora alertada por el comentario de Klara comunica la situación a las profesoras y solicita a un psicólogo hablar con ella, suspende a Lucas de sus labores e informa a la madre. El protagonista encara a la directora; junto con exigirle una explicación, niega el abuso que se le ha imputado. Ella responde que cree a Klara porque “los niños no mienten”. La última frase es clave en cuanto repite una idea de lugar común: la inocencia de los niños los hace incapaces de mentir como lo harían los adultos, quienes habrían perdido este privilegio propio de la infancia. Como idea de lugar común se ha vuelto convincente de tanto repetirla, sin que se haya probado su validez. La inocencia es, entonces, un principio de verdad. Contra éste parece que ningún argumento sirve para rebatirlo. No obstante, Klara ha mentido.
Juntamente a causa de ese argumento en apariencia invencible, Lucas es condenado antes de probarse su culpabilidad. Sin mediar límites, ciertos miembros de la comunidad reaccionan con violencia contra quien hasta hace poco era su amigo. No se trata de la violencia ligada al poder de la justicia, que actúa con legitimidad cuando usa la fuerza para restablecer el orden quebrantado por una acción delictiva. En La caza vemos operar la violencia en otro sentido; proviene de un origen no racional que, estando invisible, se hace patente una vez que uno de sus miembros rompe los lazos simbólicos. Esos lazos corresponden, entre otras cosas, a normas no dichas, sustanciales eso sí para salvaguardar el bien común y asegurar la sobrevivencia de la comunidad.
En la película hallamos varios ejemplos de lo que decimos. Comienzan con la suspensión de la labor de Lucas en la guardería, prosigue con su visita a la casa de Theo a quien le dice que no ha cometido el abuso, que él lo conoce y sabe que no sería capaz de hacerlo. Su gran amigo ya ha tomado una decisión, opta por creerle a su hija y lo echa después de espetar una amenaza. La reciente relación iniciada con Nadja, una compañera de trabajo, casi naufraga debido a que en ella se anida la sospecha, cuando es testigo de una visita de Klara a la casa de Lucas para pedirle jugar con Fanny. En esa situación difícil, su hijo Marcus llega al pueblo con el fin de estar con él. Es un reencuentro, una forma de retomar la vida juntos. Una noche, mientras conversan acerca de las novias en la cocina de la casa, en medio de una tranquilidad precaria, una piedra atraviesa un vidrio y cae en el piso. La interrupción acelera la ruptura del orden cotidiano de su vida como efecto de la imputación del abuso, verdadero acontecimiento que lo va a terminar por desbaratar.
Hay un punto sin retorno en la escalada de la violencia: justo después del piedrazo, Lucas sale al patio de su casa y encuentra a Fanny muerta. Herido en su intimidad, ya no quedan restricciones para la violencia. Ha emergido con una fuerza implacable, sin atajo, en total desconocimiento de los vínculos de amistad, reforzados año a año por los ritos que solían realizar. Un poco más adelante en la película va al supermercado; dependientes del lugar lo golpean y sacan a la fuerza. La escena es vista por Theo y su esposa desde el interior de su automóvil aparcado en el estacionamiento.
Como se insinúa en los episodios mencionados, ellos remecen la estructura de lo cotidiano, rompiendo los leves eslabones con los que se sostiene. Lo hacen gracias a que son parte de un proceso de transformación que hace irrumpir la violencia en la vida de Lucas. Hemos señalado cómo tal acontecimiento trastocó el orden de su vida diaria, haciendo evidente no sólo su carácter frágil, sino además la diferencia entre el orden cotidiano y el mundo que parece rechazarlo. La cotidianidad de Lucas se desintegra cuando los que habitan el pueblo lo agreden, poniéndola en jaque y haciendo que pierda estabilidad. Al volverse inestable por completo, pierde su normalidad, hasta el punto de ponerla en una especie de estado de excepción, por el cual su existencia se transforma en extraña cuando no coincide con el contexto más inmediato.
Como dice Bruce Begout en su artículo La potencia discreta de lo cotidiano, cuando la crisis aflora se presenta una brecha abismal entre los sujetos y el mundo. Como consecuencia de lo anterior, los primeros se sienten extranjeros en medio de una realidad estimada hasta hace no tanto como suya. Sin la pertenencia suficiente, emerge una inquietud original, como la denomina el mismo Begout, ataviada de la angustia surgida por la falta de adecuación entre los fines del ser humano y los que mueven a las dinámicas del mundo.
La tarea fundamental de la vida cotidiana implicaría morigerar la angustia, para lo cual nos hace creer que ha restañado la distancia, fuente de la contrariedad humana. Para lograrlo debe ocultar su propia artificialidad, con tal de generar la sensación de normalidad, como resultado de la reiteración de las actividades dentro de un orden establecido. Las actividades se repiten de forma regular, sin que las modificaciones alteren por completo cómo y cuándo ocurren. Por eso, la posibilidad de que se repitan nos hace vivir en un tiempo circular. De ahí su carácter iterativo, cuando más o menos vuelven a suceder hechos y acciones organizadas en el tiempo. De ahí también que el mundo se torne predecible.
Sin embargo, lo que hemos dicho respecto del tiempo cotidiano no supondría un tiempo totalmente cerrado sobre sí mismo, es decir, delimitado por la clausura total. Podemos reconocer que, junto con lo regular, en lo cotidiano la espontaneidad se hace presente. Su presencia se debería a que está sometido a lo contingente, es decir, a que cosas o hechos puedan ocurrir o no. Por lo mismo, haría que se exponga a la dimensión de lo posible, a las potencialidades que escapan al control de los sujetos. Fuera de su alcance se hallan las causas de muchas vicisitudes en las que se ven inmersos. Pero no todo consiste en que sea llevado por fuerzas superiores, pues la espontaneidad se liga a las pequeñas decisiones que tomamos a diario. Las decisiones introducen cambios que nos sacan de la inercia del presente, abriendo el futuro como un vector temporal asociado a nuevas posibilidades. A nuestro entender, en La caza podemos detectar elementos de esta tensión temporal, de la que se derivan implicancias dramáticas. Por un lado, la acusación aísla a Lucas, dejándolo en un tiempo presente sin salida, sin futuro; por otra parte, lucha constantemente por demostrar su inocencia, incluso para lograrlo enfrenta la violencia de la comunidad, la desafía, y la ejerce en un momento determinado como recurso, con el fin de salir de la condena simbólica, con la idea de dar una alternativa a su vida.
En tal eje dramático, sólo algunos amigos del protagonista no se dejan llevar por la sospecha, manteniéndose junto a él durante toda la película. Es más, colaboran en esclarecer la verdad y de esa manera reintegrarlo a la comunidad. Sus esfuerzos serán recompensados hacia el final del film, al menos en apariencia. Antes del desenlace de la historia se nos muestra un pasaje fundamental, a propósito de lo simbólico: después de ser golpeado en el supermercado, Lucas va a su casa conmocionado; usando sus últimas fuerzas se viste con el traje de día domingo para asistir a la celebración de noche buena. Una vez dentro de la iglesia protestante, se sienta solo en una banca. Ve entrar al coro de niños y niñas, entre las cuales está Klara. Comienzan a cantar un villancico que los feligreses siguen. Intenta cantar, pero llora y su voz se quiebra. Mientras hace este esfuerzo, mira a Theo sentado más adelante junto a su familia. La imagen que encabeza este breve comentario corresponde a ese momento; fue la imagen con la que se promocionó la película, siendo parte de la carátula y el afiche usados para su difusión.
¿Qué hay en esa mirada? Una pista para responder a esta pregunta la podemos encontrar, al menos planteada de manera elusiva, cuando no resiste la situación, se levanta, camina por el pasillo central de la iglesia provocando el silencio de los y las asistentes. Se para frente a Theo y le exige que lo mire a los ojos, que vea en ellos si es culpable o inocente, como si allí pudiera conocer la verdad. Su mirada, por tanto, mostraría quién es, su amigo de toda la vida y alguien confiable, incapaz de haber abusado de su hija. Como no recibe respuesta, Lucas golpea a Theo sin que éste se defienda. Se deja golpear renunciando a responder con la misma violencia. Es curioso, pero si Lucas había sido objeto de la violencia de sus antiguos amigos, que lo expulsan de los lugares que hace no tanto eran también los suyos, ahora cuando exige dar con la verdad la utiliza de vuelta. Habría que entenderla como efecto de su impotencia luego de ser llevado al límite. No le quedan más recursos que provocar un shock con la finalidad de remecer los prejuicios nacidos de una mentira y los rumores que surgen a partir de ella.
Dijimos en algún momento que comunidad, violencia y verdad se entrelazan en La caza. El entrelazamiento de los tres factores no es nuevo en la filmografía de Vinterberg. Es un tema ya abordado en su primera película La Celebración (Festen, 1998). En ambos films el abuso sexual efectivo o presunto se trata como fenómeno desintegrador de las relaciones entre quienes conforman una comunidad, tanto bajo la modalidad de una familia como de un grupo de amigos. En La Celebración se nos narra la historia de Christian, quien asiste al cumpleaños de Helge, su padre, a realizarse en el hotel que éste administra. En el desarrollo del relato sabremos que pretende desenmascararlo delante de todos los invitados, denunciando que abusó de él y de su hermana melliza que se suicidó tiempo atrás en una habitación del hotel. Como agravante, Else, su madre, sabía de esta situación, pero no hizo nada para protegerlos. De este modo, a falta de justicia por las vías legales, Christian hará justicia revelando el secreto que ha consumido a su familia.
Hay una tensión permanente anclada a ese secreto inconfesable. Lo podemos constatar en la actitud de su hermano Michael, un energúmeno y xenófobo que en la cena canta una canción racista para ofender al novio de su hermana Lisbeth. Ésta lleva una vida disoluta, fuera de control. La crisis del núcleo familiar de Christian estaría tramada de acuerdo a dos dimensiones que se combinan: una de esas dimensiones tiene que ver con la institución de la familia, base constitutiva de la sociedad moderna y, por lo tanto, parte de un régimen social con el cual se busca establecer ciertos límites a partir de la definición de los roles de quienes la componen; la otra, se encontraría ligada a la noción de comunidad elaborada de relaciones simbólicas, de ritos y de un bien común, por lo general asumido sin ser verbalizado.
Las dos dimensiones están en crisis desde la infancia del protagonista. A causa de la crisis, dejó el hogar y se fue a vivir a otra ciudad, en la que trabaja como dueño de un restaurant. La familia como institución racional con la que se pretende regular las relaciones humanas, ve rota sus fronteras cuando el padre abusa de sus hijos, causando que ellos terminen por ser subjetividades disfuncionales. En este sentido, la familia como lugar de vínculos afectivos y primera instancia de socialización no ha cumplido su tarea producto del trauma que se aloja en ella, rompiendo las convenciones sociales y legales. El rompimiento de las convenciones normativas va de la mano de una ruptura más profunda, diríamos originaria, aquella que afecta las posibilidad misma de lo común dentro de la comunidad. Así, los miembros de la familia de Christian son individuos enfrentados a la vida, cada uno por su lado.
En La caza, asistimos, como hemos dicho, a una crisis al interior de una comunidad de amigos, en la que se hace patente este doble orden, distinguible por sus características y condiciones diferentes. El régimen racional con el que la sociedad se habría dado a sí misma un marco regulatorio es reconocido, por ejemplo, en los procedimientos activados por la directora de la guardería después de escuchar las primeras palabras de Klara. En tanto, la dimensión comunitaria es detectable en los ritos con los que se refuerza la camaradería y en la violencia cuando sus códigos se rompen supuestamente por parte de Lucas. Una relación nada fácil entre la estructura social y la dimensión comunitaria es la que vemos en el film cuando la violencia desborda el marco legal propio de la organización racional de la sociedad. El desborde haría de la caza una metáfora: Lucas, víctima de la mentira, pasa a ser una presa que debe ser acorralada, sentir los pasos de quienes lo vigilan —sus propios amigos—, decididos a darle caza si fuese necesario con tal de proteger a la comunidad.