El tiempo y los libros – Carlos León

“La forma de una ciudad cambia más rápido, ¡ay!, que el corazón de un mortal”, afirmaba Baudelaire, ese desesperado que inauguró un nuevo estremecimiento en la poesía. Nosotros agregaremos que algunos libros cambian todavía más rápido que las ciudades.

Esta melancólica reflexión nos sobrevino a raíz de la relectura de dos libros deslumbrantes otrora: La montaña mágica, de Thomas Mann, que conserva todavía su carácter de montaña, pero que ha perdido ya gran parte de su magia y Contrapunto, de Aldous Huxley, considerado el libro más inteligente de su época y que empieza ya a mostrar las huellas implacables del tiempo.

El prefacio y los dos capítulos del primero, particularmente, el denominado Sobre la pila bautismal y Los dos aspectos del abuelo, conservan toda su frescura, pero la aparición de Naphta, el vehemente erudito, y de Setembrini, el humanista, que discuten incansablemente del progreso, de la pena de muerte, del orden, de la libertad, de moral, de política, de la república elocuente y de Carducci y hasta del espiritismo, con una versación y hondura notables, acaban por abrumar, transformando el libro en una aburrida enciclopedia. Hasta el idilio de Hans Castorp con Claudia Chauchat, la “rusa bien” de los ojos maravillosamente oblicuos, aparece como un cliché, y la famosa declaración de amor del primero, “muy a la alemana”, semeja a ratos más bien una declaración de principios y tiene, como estos, toda su fatigosa pedantería.

Posee, sin embargo, el libro que comentamos, un repunte magistral: La aparición súbita del anciano millonario plantador de café, totalmente ajeno a las grandes palabras a quien le importaba un pito la república elocuente, Carducci, el humanismo y toda esa cháchara moral y metafísica que fanfarronea por la historia; y que expresaba toda la gama de sus sentimientos con tres palabras: “archivado, perfectamente clasificado”.

Poseía dicho personaje una vitalidad tan intensa que acaba por adueñarse del sanatorio donde se desenvuelve la historia, de los lectores y hasta de Claudia Chauchat, y deja reducidos a dos sombras parlantes y patéticas a los esforzados habladores. Con Huxley, el autor de Contrapunto, ocurre algo similar. No existe problema social, político, económico, moral, que escape a su penetrante escalpelo. Los capítulos de su libro constituyen siempre brillantes ensayos: todas las doctrinas, ideas, manías y hasta tics de su época son revisados exhaustivamente; sobre todas las cosas tiene algo certero y agudo que decir.

La mayoría de sus personajes tienen clave: Burlap, el fariseo, es Middleton Murry; Webley es Mosley, el jefe de los fascistas ingleses; Rampion, nada menos que David H. Lawrence; Spandrell, “que se tiraba el diente picado” para no olvidar la presencia de su dolor, es Baudelaire; y Philips Quarles, devorado por su inteligencia capaz de deducir de una píldora para la digestión los principios generales de la medicina, es presumiblemente el mismo autor.

El humor de Huxley es muy efectivo, a ratos; es el humor despiadado del zoólogo que mira la humanidad sin simpatía ni piedad, como algo que simplemente acontece y cuyas leyes es necesario establecer. Remoto parece también ese libro brillante, hace apenas unas décadas.

Existen, sin embargo, otros libros de la misma época, contra los cuales no ha podido la destrucción. Aludiremos, brevemente, a uno solo de ellos: A la busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Nada dramático, espectacular o brillante ocurre en ese libro singular. Tampoco se barajan en él doctrinas, ideologías o principios generales.

Trata, simplemente, de un hombre que pretende desafiar el tiempo, para rescatar su vida enredada en los días y meses implacables. La memoria, ¡ay!, no le sirva para cometer tan bizarra empresa, pero de súbito descubre —aquí aparecen una de sus más célebres epifanías— que detrás de la memoria consciente existe otra memoria: la del tacto, del gusto, de la vista y el oído, más rica y fecunda que la primera, que puede hacer coincidir dos momentos separados por aludes de tiempo, conjunción esta que crea, aunque sea en forma fugaz, la eternidad y con ella la felicidad.

La primera de las experiencias de este tipo le sobreviene al narrador ya maduro, al saborear una magdalena, ese delicioso pancillo francés, mojado en una taza de tila. Ese sabor le produce de súbito una felicidad inefable, en esos momentos le hace recordar ese mismo sabor sentido hace ya muchos años. Esa sensación dormida en su paladar despierta de pronto y hace surgir su infancia, la provincia francesa y cosas, seres y acontecimientos dormidos también en su memoria y que empieza a vivir nuevamente con una vida más tenue, pero no por ello menos rica. Oigámosle brevemente:

“Eran habitaciones de esas de provincias que lo mismo que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar iluminadas o perfumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos, nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, del hábito, toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene en suspenso; olores naturales, sí, y con el color de la naturaleza, como los de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea industriosa y limpia de todos los frutos del año que fueron del huerto al armario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles que suavizan el picor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y sedentarios, descuidados y previsores, lenceros, madrugadores, devotos y felices henchido de una paz que nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado”.

En los dos primeros libros refulge la inteligencia; están más cerca de las ideas que de la vida; el último está impregnado de una poesía que ciñe y sigue a la vida como una sombra rumorosa; de una poesía que ningún mortal crea, que está en todas partes, que todos descubrimos a ratos y que muy pocos pueden expresar con plenitud.

Sus autores, llámense Cervantes, Kafka, Joyce o Proust, son, parafraseando a este último, como esas estrellas extinguidas hace ya mucho tiempo, pero cuya luz nos sigue llegando todavía.

Carlos León
Algunos días
Editorial Universitaria, 1977


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