A más de cien años de su aparición, mucho se ha hablado del carácter inaugural que significó para la narrativa chilena la publicación de Sub-terra, ya sea por su novedoso realismo social o —lo más preciado— por el frondoso cultivo de cualidades de la prosa de Lillo; que sus deficiencias como escritor son sostenibles, que sus temáticas son afines a un programa ideológico específico, que su estilo es profundamente zolaíno, etc., son miradas que pueblan los escaparates. Entonces, ¿por qué detenerse, nuevamente, a roer un hueso mondado a destajo por los críticos, extenuado por los lectores juveniles, husmeado por tantos años en el sistema educativo? Ciertamente, por capricho. El lector sabrá juzgar si un capricho vanidoso o uno respetuosamente desinteresado. Nada nuevo, a la postre, deberá esperarse sobre un tema que ha alimentado tantas bocas en lo que va de historia literaria nacional.
Declarada la advertencia anterior, me gustaría detenerme en una lectura más bien mínima, que no alcanzará a aprehender ni el libro en su totalidad, ni tampoco un cuento en específico, ni menos un ideologema único; más bien, detenerme en un párrafo que no superará, con suerte, unas modestas doce líneas, como mucho. Permítase citarlo in extenso a continuación:
[…]
A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente divina, no germinará jamás.
[…]
Este párrafo lo extraigo del cuento “Los inválidos”, cuento que narra el proceso de extracción de un ya nictálope equino, desde las profundidades de la mina, y su posterior destino de carroña para tábanos y buitres. La impresión que causa este suceso es lo llamativo. Lo es también para los obreros, quienes se detienen a observar el espectáculo con cierto aire de extrañeza y también desesperanza: el término de una vida laboral impuesta a punta de latigazos que no entrega, al final de sus días, más que un pingajo desechable, en el que los trabajadores del carbón ven el reflejo de los sacrificios inútiles, de su dolor y del regadío de sudores inútiles. Al menos este es el símil que establece el personaje que a nosotros nos interesa, un obrero entrado en años que acostumbra a pronunciar discursos incomprensibles, pero tal como el inválido jamelgo, también inútiles entre tantos rostros demacrados por el músculo incesante de la precaria industria carbonífera de este entonces.
Ante esta imagen es que el anciano se detiene, sobreviniéndole una visión, una chispa, un destello ahogado, sin embargo, que no sería capaz de encender el grisú más denso de las galerías. Pero es una visión, de todos modos, una suerte de videncia entusiasta, en el sentido etimológico de la palabra —poseído por un dios, en este caso, una llamarada. Es en este instante en el que la prosa de Lillo también se transmuta, se desliza rítmicamente hacia una forma inesperada, llameante entre el sombrío perfil de una narración que se ha esforzado en ser opaca amén del mundo narrativo que construye, afanada en penetrar hasta el tizne más enraizado del cosmos minero. El fragmento, aparecido en una ráfaga, es necesario distinguirlo del resto, pues se precia de una vitalidad única.
Se puede afirmar, con responsable soltura, que este fragmento, y considérese, para tales efectos, el cuento y el libro en general, se contrae en el juego permanente de la anábasis y la catábasis, esto es, el ascenso y el descenso, respectivamente. No sólo en términos espaciales, sino también en términos estilísticos. La visión que tiene el anciano acontece como una irradiación repentina, un exabrupto poético que contrasta con el apaciguamiento de la sintaxis del cual deviene y en el que concluye. No es un fenómeno extraño que una visión literaria se plasme con un estilo sobrecargado y con tal celeridad. Fijémonos en la intensificación rítmica que produce la concatenación de oraciones subordinadas:
[…] todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias […].
Una acentuación más bien arrítmica, como sólo puede serlo un ariete iracundo que batalla contra los portones de la impotencia. En esto, se detecta un rápido ascenso imaginativo, un visionado que se presta tanto de una imagen idílica como de un acompañamiento estilístico clave para dar con la intensificación semiótica esperada. En este punto, la desinhibida prosa de Lillo es irreprochable y, como lo han identificado poetas y críticos (Gonzalo Rojas, como un epítome de ambos, por ejemplo), alcanza una fecunda prosa expresionista. ¿En qué sentido? Es el quid que intentaré develar en lo que queda de nota.
Pese a ser relativamente arbitrario asociar a Lillo con el Expresionismo como tal —un autor que poco confidencialmente se inclinaba por el naturalismo francés o su raspado español de fin de siglo, más aún pensando que el debate se ha inclinado hacia sus diatribas modernistas—, no será del todo descabellado pensar que en algún punto una sensibilidad estética coincida, aunque sea en una escasa serie de caracteres formales, con otra. Dos llamaradas azules que sólo se tocan en la idea, más no en la historia. El fenómeno cultural del Expresionismo, eminentemente germanófono, tuvo una recepción escasa —léase nula— en el panorama local, durante su vigencia y rápida agonía. Habría que esperar, años después, a un Humberto Díaz Casanueva, tal vez, para obtener una relación mentada al respecto.
Sin embargo, el fragmento en comento ofrece un vínculo común que no ha pasado desapercibido. Podríamos pensar en la constante barroca que persiste en Lillo, la ascensión al cielo, como diría Roque Esteban Scarpa respecto a lo expresionista de la poesía en Trakl: “resume el barroco propiamente tal, con su exaltación patética de la figura humana, su poderosa paleta de color, su realismo despiadado […]”.
En lo que atañe a Lillo, ante la salvedad de Rodolfo Modern, no es tanto expresionista por perseguir lo indispensable en su expresión o por evitar una floritura desgarbada —no lo hará, de todos modos—, pero la manera en que está escrita esta visión sí se sacude el armazón lógico y secuencial de la prosa regular. Su ritmo rompe en un simultaneísmo que persigue los brotes con que nace una nueva idea, un descentramiento que podríamos denominar alucinación descontrolada. Pese al recurrente horror vacui de Baldomero Lillo, estas líneas son donde menos pareciera sobrar un adjetivo; es más, estos últimos se fusionan con la palabra y el pensamiento, comienza a operar la profecía. En este sentido, su fluidez sobrepasa la mera contemplación y la carga con una eventual vehemencia, profundamente contradictoria, además: ni resueltamente utopista, ni por completo apocalíptica.
Respecto al personaje en quien recae el espejismo, es curioso que sea un anciano, puesto que: o bien su videncia está fundada en su longevidad o bien no ha madurado en él el bramante determinismo que se cierne sobre los achaques del destino. En cualquier caso, la videncia que nos ofrece no es benigna. Más bien, recrimina el estado de amansamiento con el que debe lidiar el ansia de cambio o la voluntad de elevación y superación del hombre, como expresaba Kasimir Edschmid. Valga mencionar la mirada explosiva que brilla en el iris del anciano. Excitación, dice el narrador. Agitación interna de la conciencia y exaltación anímica: en la palabra se refleja una irreconciliable saturación.
En fin, la visión enérgica del anciano termina por diluirse en la idea. La verborrea interpretativa del narrador omnisciente es decidora al respecto. La lucidez muere en cuanto cese también su aliento, su bocanada. El esfuerzo anodino de esta visión contrasta con la voluptuosidad con que se construye, resultando en un juego irónico —es difícil captar momentos tan sutilmente irónicos como este, en Sub-terra. Claro, es una vitalidad apasionada, adornada de colores e imágenes palpitantes: la llama en los ojos, olas humanas, la famélica legión oceánica y la imprecación justiciera. Pero es también una imagen convulsa por su ironía. Es un atisbo quimérico. Tal se formula en el párrafo que le secunda:
[…] Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaba a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.
La pasión rebelde se transforma, entonces, en ensueño. La incomprensión de sus congéneres sepulta la palabra en un esfuerzo patético. En aquella ironía se aprecia la constatación de la catástrofe y el carácter trágico en que se ahogarán los inválidos. Es parte de un inevitable ocaso espiritual.
Carrasco, B.
Viña del Mar, V-021