Por Ignacio Vásquez Caces
Jorge Calderón es psiquiatra y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Previamente, ha publicado artículos propios de su especialidad médica, y en poesía una obra de gran prolijidad, también editada por Ediciones Altazor, titulada De tal astilla. Pero ahora hablaré de Viajero infrecuente, el libro que hoy nos convoca, aunque en mi modesto entender ambos textos estén imbricados.
La tarea a la que me convocó generosamente Calderón va más allá de la mera anécdota del lector atento. Me ha pedido, a fin de cuentas, transformarme en cómplice crítico de una aventura que, a mi modo de ver, es tanto literaria como política. Literaria, por méritos estéticos propios; política, porque su lectura tiene un propósito moral implícito cuando el hablante se expone al peligro y al desasosiego constantes y lo que hace de continuo es asilarse en una patria (su patria) que se cae a pedazos.
Por eso, comienzo este comentario de Viajero infrecuente parafraseando a Lezama Lima, quien frente a su aversión a los vuelos sostenía que los mejores viajes de su vida eran aquellos que hacía entre el dormitorio y el living de su casa. Yo diré que hay en el libro que presentamos, al modo de Lezama, un intento paródico de suplantación, una mascarada si se prefiere: por una parte, porque el viaje a que alude ocurre en el interior de un actor o de un constructo imposible, esto es, el sujeto o la subjetividad como cualidad estructural del viajero; por otro, porque en la ambigüedad de su título se esconde un hábito de nomadismo alegórico que contradice la idea de infrecuencia a que apela.
La poesía, como quehacer en el que queda al desnudo la humanitas de la humanidad, está sujeta a tantos cambios y mudanzas como el ser mismo. La historia de la poesía o, en general, la historia de la literatura, no es más que un fragmento de la historia en su totalidad, pues remite a un instante singular de la visión del mundo que corresponde a la lucidez del autor, cualquiera que sea la causa que transforma al creador en un lúcido. No obstante, esa singularidad es comunicable, se puede socializar, lo cual se realiza mediante los lectores, que al multiplicar la interpretación del texto constituyen una red sobre la que se asienta la historia cultural. En el caso de Viajero infrecuente la constitución de una suerte de comunidad de interpretación a su respecto es clave y necesaria, porque su hermetismo, su lenguaje cifrado no es sino una invitación para intentar su develación. Es un mecanismo de prestidigitación, complejamente ideado por el autor, pero que parece reclamar ser desmontado, pieza por pieza, metáfora a metáfora.
Los elementos a los que acude el poeta para edificar su poética, su sistema de símbolos y sellos, están cruzados por la cotidianidad y se muestran con una intencionalidad algo cinematográfica: pantanos, sitios lunares, encinas, mareas, estaciones desiertas, piedras, llovizna, mástiles y velas, ríos, basurales, ventanas, lenguas, sueños. Hay la voluntad explícita de radicarse en el lado prosaico de las cosas. Si se acepta que la poesía aparece en el entramado de la historia, es fácil comprender que algunos poetas no se planteen el problema de la eternidad del poema, o se lo planteen invirtiendo los términos clásicos. Si buscar el asentimiento de los siglos futuros es como tratar de hacer blanco con los ojos cerrados en un objeto en movimiento, es necesario apuntar al tiempo que se conoce, dirigirse al vecino del barrio con el que se limita, con el que se convive. En ese marco Calderón hace su apuesta metódica, allí instala una actitud moral, un compromiso respecto a las cosas más graves que nos suceden y que protagonizamos. Vivimos en un mundo demasiado comprometedor, entre realidades ante las cuales la indiferencia o el desconocimiento son inexcusables, por no decir imposibles. No hay más tiempo para la dilación ni para la contemplación embobada de la hermosura de la naturaleza.
Me parece que el efecto recursivo de un texto que se dobla insistentemente sobre sí mismo debe ser presentado no como un simple espectáculo que se ofrece a los ojos ultrasensibles del lector, sino como un problema planteado por el autor que contribuye a que nos interroguemos acerca de nuestra situación existencial ante la vida que nos toca vivir. Inevitablemente, el poema ha de ser necesario para quien lo escribe, si se quiere que después sea legítimo para quien lo lee. Del mismo modo como es materia poetizable lo que esperanza, alegra o emociona al ser humano, también lo es aquello que le preocupa, angustia o amenaza. Si no admitiera esto yo como lector estaría abogando por un confinamiento de la poesía en la tierra de la frivolidad. La actividad de psiquiatra le ha enseñado a Calderón a desconfiar de lo fácil: la médula del deseo humano es inefable e insondable.
Viajero infrecuente no es un mero ejercicio de la memoria. Es un trabajo lírico que no se propone rescatar sólo la anécdota, lo que acentúa su carácter necesario. El sujeto, noción que surge como una categoría conceptual y filosófica con la modernidad y que alude a una estructura cognoscente, se ha encargado de anunciar y de decretar el fin de una cosmogonía fundada en el carácter sobrenatural de los fenómenos, su pertenencia a un reino erigido como el campo de batalla de fuerzas situadas más allá del entendimiento y la lógica. Hoy podemos explicar los hechos naturales con arreglo a criterios de racionalidad objetiva, a principios de exactitud, despojados de todo misticismo. La vida es aséptica, se ha instaurado una ideología a partir de la ciencia y la técnica. El ser humano contemporáneo se ha desencantado, es decir, finalmente abandonó el estado de encantamiento ante el mundo. Como diría Popper, el rol de la ciencia es la verdad incondicional a pesar de que el ser humano se desencante. No es el momento de discutir las implicancias de este aserto, sin embargo es en este contexto en el que hablo del libro del poeta Calderón.
Hölderlin sostuvo que así como la flor vive de la luz los poetas viven de imágenes. Destellos que reverberan en la memoria sensible del poeta y que luego transmuta en versos que escapan, incluso, a su voluntad. ¿Desde dónde escribe el poeta? Esta pregunta nos ha rondado desde siempre, y es probable que no necesite respuesta, salvo en cuanto ejercicio académico. En lo que atañe a Viajero infrecuente se esconde un alegato mayor, a saber, aquel que desnuda una realidad oprobiosa en ocasiones, la de la propia vida de algunos seres humanos: un manifiesto elaborado con el lenguaje de la poesía y sus instrumentos lingüísticos asociados para dar cuenta de la existencia pesada, ominosa de aquellos que cantan en vano y habitan los márgenes de la sociedad. Este poemario condensa la representación de un universo constituido por fractales, esto es, por fotogramas de seres segmentados en los que nos vemos reflejados, escenas disociadas a las que debemos regresar para expurgar de la realidad aquello que no es más que invención. Nuestra matriz biológica, nuestra adscripción al reino de la animalidad, despliega sus ejércitos ante el prejuicio de la convención. Viajero infrecuente es, en este sentido, una reapropiación delirante del mundo humano desde la óptica de un sujeto que no es más que apariencia, un deseo moderno imposible de significar. Se ha dicho que la subjetividad requiere cumplir tres condiciones que hacen a su definición, que la componen ontológicamente, a saber, autoconciencia, autonomía y autorrealización. El recurso de plegar metáforas sobre metáforas, imágenes duras e implacables unas sobre otras, son disparos certeros al corazón de nuestra ceguera e indiferencia. Nos hallamos a la deriva en nuestra libertad destetada. Somos incompletos y cualquier propósito de integración es inútil, un remedo triste. Somos Sogol, el perro de Martínez desaparecido por no escuchar a tiempo las advertencias de su dueño. Somos Morel todavía deambulando en una isla desierta y dedicados a la construcción de ingenios absurdos para el control del tiempo y la gloria de Bioy. En Viajero infrecuente se anula la tensión entre sujeto y objeto, que ahora conforman una sola entidad. Sueño y realidad recuperan poéticamente sus fundamentos olvidados, pero para perder en el verso siguiente su estabilidad y descomponerse. ¿Que es lo constitutivo de la subjetividad humana? Dada la evidente imposibilidad del sujeto el libro de Calderón no puede ofrecer más que simulacros a modo de respuesta. Cantos desleídos, hilvanados con hilo invisible, apenas un perfume. Pero ese irracional anhelo del sujeto podrá respirar tranquilo, ha sido garantizada su persistencia espectral merced a su reconstrucción paródica. Viajero infrecuente danza orgulloso lo que en nosotros no es más que una coreografía del vacío.
Hace años me conmovió la crudeza de Malraux en la “Condición humana”. Este autor necesitó referirse a la revolución china y a los sucesos que caracterizaron ese convulso momento de la historia para efectuar desde la literatura una mirada crítica de la miseria humana, de sus triunfos pueriles y de sus fracasos estrepitosos. En mi lectura del asunto, Malraux en rigor prefirió un relato acerca de las febles tablas de salvación que mueven al ser humano a seguir levantándose luego de la devastación, una narración en los bordes de la sinrazón, una escritura que no admite la autocompasión de sus personajes, un discurso relativo al amor pero al amor que se constituye como un ethos personal y que, paradojas del lenguaje, basa su valor terapéutico en la carencia de logos. La propia honestidad comienza cuando el sujeto se despoja de todo heroísmo y comprende que el futuro ya no es lo que solía ser. El futuro es el minuto en que todo se pierde. Tratándose de Viajero infrecuente, que atestigüe esta pérdida el hablante extraviado que transita por sus páginas.
Viajero infrecuente, entonces y para ir finalizando, intenta un cruce radical entre marginalidad y trascendencia. Una revolución de seres sin lenguaje interpretable que se erige en la oportunidad que nuestro poeta aprovecha para redactar un himno extranjero a la conquista épica que un individuo hace de su libertad. Mas, en Viajero infrecuente, ¿qué libertad es esta? Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, conocido ya el horror de los campos de exterminio nazis, los intelectuales se preguntaron dónde estaba la humanidad, en qué podía consistir. Esta interrogante llevó a Heidegger a escribir un texto (Carta sobre el humanismo), en el que quiso acometer la cuestión de la humanitas de la humanidad, que, sin un corolario nítido, fue una pregunta que quedó trunca. La doctrina más difundida y aceptada pretende vanamente radicar en el logos, esto es, en la capacidad lingüística y racional, la explicación que justifica declarar al animal humano como un ser dotado de dignidad intrínseca, negándosela de paso a las demás especies. Discrepo, en línea con el poeta Calderón, de este aserto. Para Walter Benjamin articular históricamente lo pasado significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro: pues bien, no hace más de cuatro siglos los españoles iniciaron sesudos debates para dirimir si los miembros de los pueblos originarios de América tenían alma, esto es, si eran humanos y si la iglesia podía admitirlos en igualdad de condiciones con los colonizadores. Y no han transcurrido aún más de ciento cincuenta años desde la abolición de la esclavitud, oprobio fundado en la identificación de los africanos con una aberración biológica, individuos a mitad de camino entre los primates y la humanidad. Nuestros pueblos originarios y los afrodescendientes todavía lloran y portan en su sangre estas tragedias e ignominias, causadas por la prepotencia y la soberbia blanca. ¿De qué le sirve a la humanidad su dignidad si continúa luchando por símbolos inútiles, como la bandera del enemigo y la ampliación del campo de batalla, como diría Houllebecq? En Viajero infrecuente, en la poética de Jorge Calderón, y como advierte en las postrimerías de su libro, el viaje del despistado —de su viajero errabundo— ha terminado tristemente en las escoriaciones de una esquina abandonada.
Mayo de 2021
