Por Ana María Riveros Soto
(…) la mayoría
sin poder elegir tampoco el lugar
desta esférica superficie de esta redonda plana tierra
en el cual residir vivir o sobrevivir u subvivir
(…)
deste conjunto de fenómenos
en que estoy como una mosca en una telaraña
(Rodrigo Lira)
La inercia, el estancamiento, el encierro, la inmovilidad, una especie de parálisis inexorable que aqueja al sujeto poético y lo confina a un estado permanente de inexistencia y vacuidad, a la impuesta condición de ser nada, de andrajo o estropajo a la cual el yo es sometido bajo el rigor de un orden preexistente e irrevocable, asentado desde tiempos pretéritos, muy anteriores a sí mismo y que dan como resultado, en el flujo de los poemas de Diego Rosas Wellmann (Coyhaique, 1993), la expresión de una voz acalambrada, aprisionada, la emergencia tenue o sin escucha de una entidad signada como mínima, precaria y cuya libertad ha sido usufructuada, el respiro ahogado de un yo que ha sido desde siempre condenado al desprecio, la indiferencia y la subordinación: “mi nombre reducido a la espora / mi ánima restringida” (28). El carácter del sujeto en esta, la primera entrega de Rosas Wellmann, responde en este sentido y con amplia certeza al origen etimológico del término: del latín subiectus, participio de subiicĕre que significa “poner debajo, someter” (RAE, 2021: s/n). Es la manifestación de un homo sacer, como refiere Agamben (2003: 12), un hombre desprovisto completamente de valor —desde las perspectivas humana y divina—, un sujeto ruin, impuro, de orden residual (Bauman, 2005: 16), no más que “escombros humanos” (Rosas Wellmann, 2019: 14) en cuanto constituye un excedente relegado a un fuera de lugar, pena de un exilio que a su vez lo subyuga, encarcela y retiene.
La imposibilidad de desplazamiento es, precisamente —paradojalmente— la primera vía de acceso al dominio poético evocado en “Resquemores” (Bogavantes, 2019). La evocación al encierro o confinamiento en la habitación personal constituye, en el poema Habitación (10), una especie —admirable— de adelanto o poema-plaquette de la circunstancia que nos aqueja por estos días, hecho que convierte la lectura de estos versos, bajo el signo de lo fantástico, en una precipitada aproximación o caída estrepitosa al universo distópico propio del espacio poético, alienación calculada indolentemente por un sistema del cual todos deseamos escapar: “– calcomanías natales / en un amniótico océano de algoritmos” (14). La habitación es, en este sentido, el círculo concéntrico que atrae y magnetiza al yo, fuerza centrípeta que devela en las primeras páginas del poemario el agudo conflicto que asfixia y mengua al sujeto, la mordaza que lo circunscribe y condena a las posibilidades menores —migajas— de un transitar restringido y perturbado, acorralado en su “íntimo escaque” (10), cuadrículas que lo paralizan y afligen, cercenando toda alternativa de tráfico incluso en su propio laberinto:
Estaba buscando una salida
una respiración para escapar
de este íntimo escaque
Que de la rutina
es mi cabeza la que no soporta
ser prisionera en su propio yelmo
(…)
Y qué puerta
no tiene llave en su cerradura,
se abre para encerrarte
y marcar un horizonte
(…)
En esta habitación
la febril lucidez
me acorrala y estampa en mi ánimo
la inmovilidad
Me hace ventosa de maqueta
y me vuelve enser (10-11)
Los seis ángulos de la habitación constituyen las cuatro paredes al interior de las cuales el sujeto y su mirada rebotan constantemente de un lado a otro y lo hacen volver cada vez, invariablemente, al centro del espacio-claustro, a su ubicación cero o punto muerto, manteniéndolo en neutro —inercia del vehículo inmóvil— sin posibilidad alguna de arranque, huida ni transformación: “Qué ventana (…) Qué techo (…) Qué piso (…) Qué pared (…) Qué repisa (…) Y qué puerta” (10-11). Los golpes/rebotes del yo en cada uno de los ángulos del cubo-habitación se perciben secos al inicio de cada estrofa y se proyectan a lo largo de todo el poemario en cuanto el habitáculo se amplía en su restricción al dominio de la urbe y la modernidad alcanzando, a su vez, las tierras del sur: el sujeto confinado al confín del mundo, condenado en el exilio a su propia Siberia, provincia bajo la cual se apresa y paraliza el cuerpo, se congela en sus sueños y anhelos, y se atora en el intento de su expresión: “somos el ganado / que cumple su sentencia, / condenados a la quietud / y a cosechar la morriña / mientras escurren / las horas de escarcha” (13); “Vivir como un errante satélite / que se atasca en obsoletos meridianos” (14); “cuando capturas en la inercia / perennes insomnios / que delinean en ti / la rauda extinción” (18); “Las horas bajo arresto / la sangre que duele / y la desnudez atropellando palabras” (31); “[Con esta voz / me acorralo / y le planto el cuchillo a la luna / con esta voz]” (40).
La condiciones de inmovilidad relegan al sujeto y a los sujetos —pues el conflicto es colectivo— a la condena oscura y fantasmal de un muerto y de un conjunto de muertos cuyo deseo de libertad y movilidad sin amarras no tiene asidero. El deseo, en consecuencia, solo permite proyectar y dar cabida a la expresión de un deambular ilusorio, desorientado, un “extraviado reposo” (19); un andar perdido y trastornado, absorto en el mismo punto que produce la inercia, un andar sin andar, un dar vueltas, como versa Moltedo, insistente y sin sentido frente a “una pared de ladrillos frescos y rojos” (1980: 10). Es la quietud que en el sueño y anhelo se transfigura en andanza, la que no va ni lleva a ninguna parte, las vueltas obstinadas en el mismo círculo, “un carrusel fantasma” (Rosas Wellmann; 2019: 13), el merodeo de un animal acorralado en su jaula. La desesperanza de la imagen se traduce en la configuración de sujetos muertos, hombres muertos caminando en la metáfora del cine, seres alienados, desamparados y perturbados, producto de un sistema despiadado y de la feroz aniquilación y capacidad de exterminio que este ejerce sobre ellos: “muertos y ambulantes / de corazón entretejido / que la suerte castigó / Sus dolores combustibles transitan / por el negro invernadero” (21); “(…) muertos / fatigados de nacimiento / exiliados de todo derecho, / cuerpos que se pudren en la baraja / y flotan en la hogaza de yeso / sacramentada por la amnesia colectiva” (20); “Voy hacia ti con la bala en el cráneo / voy hacia ti con el rostro cubierto / voy hacia ti / deshilachado” (31). Muertos ambulantes, pero a su vez estancados, sujetos al enclave de sus féretros, detenidos bajo un rígido e implacable cementerio desde cuyas tumbas no obstante se asoman, se levantan e insisten en los recodos de los versos, prosiguen mediante estos hilos: seres de sombras acabadas, derribadas, espectros de aquello que no fueron e intentaron ser —“Son ellos / los que a medio coser dejaron / el ripio de sus cicatrices” (20)—, cuerpos incorpóreos que pululan, vagan, creen moverse y respirar y desde allí arrastran su penitencia, sus cadenas, y persisten. Muertos en vida, ánimas en pena, quienes, no obstante y a pesar de su sentencia, espiran, palpitan, parpadean, tartamudean, tiemblan, reptan —“Cuerpos reptando” (32)—, perduran en su aliento: “ser el temblor (….) que mientras temblemos estaremos a salvo” (27).
El invierno es, en este sentido, la franja-reducto de aquellos que han sido vencidos en vida, acallados por una fuerza superior. La oscuridad a la cual nos remite el espacio sureño, la atmósfera lúgubre, aciaga, asociada a la noche y a la estética de los sepulcros, tiene lugar mediante la referencia explícita a lo gótico, expresión a través de la cual se manifiesta la compleja distancia que se establece entre la naturaleza del ser y la realidad que lo circunda en tanto “lo real no es en modo alguno idéntico a lo natural” (Worringer: 1957: 55), brecha que condena al hombre gótico al estadio de una perturbación permanente, la exacerbación de una angustia metafísica que determina su percepción de la realidad y del paisaje, transformando este último en escenario fantasmagórico, tétrico, pavoroso, en el dominio colindante con lo fantástico, zona sombría y profundamente baldía en la cual subsisten y agonizan los muertos en su abandono: “El Sur es gótico, / es la grisácea lacustre / revestida de folclóricas mucosas / Una tierra de nadie / una zona silenciosa / que se yergue en la penumbra / sobre nuestros contusos cascos” (Rosas Wellman, 2019: 12). La figura del fantasma constituye el trazo mediante el cual se condensa esta condición, la de un ser inexistente, de un “proyecto de hombre” (22) que permanece en su no-materialización, la fantasmagoría de un gesto apenas perceptible, algo —alguien— que aparece, desaparece, se diluye, pero resiste, bajo el soplido de una tenue voz, de una leve respiración: “Eres un fantasma, me digo / fantasma que se extravía / en las efemérides del dios triste / un hombre viejo, jorobado / viendo en las brasas cómo se calcinan / crónicas sin valor” (39); “¿Y de qué fantasma / me estoy disfrazando? / Tan extraño / como las confesiones de tantos amantes / que nadie escucha” (32). En el fantasma de Rosas Wellmann confluyen los latidos del fantasma solitario de Óscar Hahn, de aquella entidad desterrada en vida que requiere de corporalidad para subsistir, para hacerse ver y sentir, para recuperar —o simular/creer recuperar— la carne —su dignidad— de la cual fue despojado. Fantasma en forma de funda, de camisa o de toalla en Mal de amor (1981) y la desesperación imperceptible en los versos de Hahn que en Rosas Wellmann se transfigura y se vuelve patente, expresa, manifestación de un pathos que no cesa en el mal de ser que aflige al sujeto, de un ser deslegitimado bajo toda condición. La fantasía y el sueño son, por consiguiente, el afluente al cual el sujeto recurre, mente y sentidos figurales de un yo espectral —un hilo de ser— que insiste en su existencia, persiste en el aire cual esporas: “necesito que la fantasía respire / necesito que respire / necesito que respire” (32).
En Rosas Wellmann, tal resistencia se levanta bajo la lucidez y claridad respecto de la fuerza responsable del ultraje mediante el cual se ha despojado al sujeto de su condición humana. El sistema, léase modernidad, capitalismo y modelo neoliberal, constituyen en esta poética —sin decirlo— el encuadre general y objeto lírico que provoca el enclaustramiento del sujeto y su confinamiento a la nada y el olvido. Guattari ha señalado a propósito del capitalismo que su “finalidad fundamental no es el control, sino la producción de subjetividad” (1998: 27), modelo que se ha impuesto y enraizado en pos de la desigualdad y el reacomodo de las jerarquías a través de un acentuado “disciplinamiento de las subjetividades”, como refiere Nelly Richard (2010: 35), y bajo lo cual son relegados al margen los “residuos de la construcción del orden”, (Bauman, 2005: 21), excedentes de un diseño que los dejó fuera, en el no-lugar de su propio limbo “donde los hombres no fueron hombres” (Rosas Wellmann, 2019: 29); vidas desperdiciadas, como apunta Bauman (2005), de las cuales el modelo se sirve. Tal claridad es referida tenue, pero certeramente en la escritura de Rosas Wellmann mediante versos que develan el conflicto bajo el cual se ha determinado y negado la existencia del yo, quien subsiste bajo “no exactamente un cielo protector” (Carrasco: 2003: 121), cercado por el horario, el sistema y las marcas de una inclemencia pretérita frente a la cual se levanta aunque sea un hilo de voz, la palabra propia, personal: “Qué pared / protege tu sueño / cuando la siesta / es un descanso agendado” (10); “y que pese al injusto augurio / no abandonaron sus chozas / aun cuando el frío los violentaba” (21); “pero sí es poesía –de vez en cuando– / poder borrarte / (a golpes) / No es poesía / convertir verdades / en enfermedades / (eso es política)” (25). Tal indolencia, de orden político-económica, ha investido a los sujetos desde antes de su existencia predeterminándolos, cual centro de condicionamiento en Un mundo feliz (Huxley, 1932), relegándolos desde siempre a los destinos más miserables y precarios, “boca cosida” (16), seres fichados antes de nacer y caer de cuajo en el universo distópico —no obstante, real— que los cercena y recluye: “Allí yerguen a escondidas / las postergadas crisálidas” (18); “Escorpiones del oscuro horóscopo / bauticen el humedal de cadáveres / y las añejadas desolaciones que arrastro / (…) mis entierros prematuros” (16).
Ciencia ficción, distopía contemporánea, mundo fantástico y enclave gótico confluyen sutilmente a lo largo de los poemas de Rosas Wellmann. En el marco de la estética gótica, un carácter primario lo constituye precisamente la fuerza y necesidad de expresión (Worringer, 1957: 87) del yo en razón de una búsqueda permanente y dolorida de salvación (65) ante el hondo vacío que constituye el entorno. En el presente poemario, tal fuerza de expresión se traduce, sin más, en la plasmación de una voz y una demanda de la que se hace cargo el hablante lírico desde sus primeras líneas y a través de la cual se evidencia, no obstante, la clausura que constituye el propio lenguaje —la cadena de significantes, la mordaza lacaniana (2009: 260)— versus la liberación de sus sentidos mediante las posibilidades de su canto: el inconsciente, sujeto reprimido que circula por medio del “desfiladero de la palabra”. La lengua poética en tanto transgresión y torcedura es, precisamente, el espacio de fuga por medio del cual el yo apresado emprende la resistencia y el escape que solo puede materializarse por medio del canto, del canto lírico, carmínico, en cuanto remite este a la esencia y origen de la palabra conjugada en lira. De esta forma, el hablante intenta amasar la palabra, bosquejarla, escribirla, abrirla en camino como vía de emancipación y restitución del sujeto; una palabra hecha melos, ciertamente melancólica, bajo la cual confluye la tradición —y sus muertos— propia del género:
Este es mi último nocturno
el que ensayé sin concierto
el que si intento tocarlo
te dejaré al descubierto
(…)
Nunca fue fácil componer
sin deprenderme de tu anhelo
¿Habrá un mutismo
cuando sea mi entierro?
Este es mi último nocturno
un ruido que escolta el silencio
lo escribí en tu aposento
en mi ilusoria reconquista
(…)
Este es mi último nocturno
el que en reiteración escuchaste
sin darte cuenta
de su crepúsculo disimulado (17)
En Canciones para los muertos (20), el canto es el hilo conductor que permite dialogar con el pasado, revivir a quienes “muertos o no, despiertos están / sin lápida ni estrofa” (21); restituir la voz y el clamor de quienes (se) perdieron en el camino: “Escribo canciones para los muertos / para aquellos desterrados del puerto / que abandonaron estos inviernos (…) Son ellos (…) que de tinta sus venas vaciaron / sin atestar en cartas / sus memorias infelices” (20). La palabra y el verso —versus, surco— constituyen, en este sentido, la hebra por medio de la cual el yo echa a andar, la materia que da forma y figura al sujeto hablante y posibilita su movilidad, lo absuelve del estancamiento. “La poesía / es un respirar en paz / para que los otros respiren”, formula Teillier en El poeta de este mundo (1971). En Rosas Wellmann, la poesía obedece también a este propósito: el respiro y el sueño como aquellos gestos imperceptibles a través de los cuales se mueve y vibra quietamente el sujeto, estremecimiento secreto y subversivo por donde este aguarda, se detiene, observa —“Oteando las fractales cámaras” (18)— y emprende subrepticiamente la huida. No obstante lo anterior y en el contrapunto teillierano, Rosas Wellmann abre su opera prima mediante el texto Poeta (7) —sin adjetivo, sin referencia— bajo el cual se consigna la desconfianza ante la expresión poética y del sujeto que escribe “dueño de una falsa receta” (7), “prisionero de lo lírico” (8) en tanto el sistema arremete sin descanso fijando al sujeto y su palabra, sometiendo esta a la “fosilización de los lenguajes” (14). Ante ello, el poeta no es más que un mero sobreviviente, el hilo de una voz que aún no se corta, pero que permanece alerta a punto de sucumbir: “[Con esta voz / hoy enflaquezco] (…) “[Con esta voz / hoy fracaso]” (…) “[Con esta voz / tartamudeo y torturo]” (40). En su defensa —y la del pueblo, la de todos los muertos—, tiene lugar en el sujeto la leve vibración de sus cuerdas vocales, la tenue agitación de su respirar, ese calambreo —“antiguos calambres” (33)—, esos resquemores que dan título a esta obra, la contracción del cuerpo atrapado y la punzada que imprime la inercia, el estatismo que lo rige y al cual es eternamente condenado, un Prometeo encadenado cuyo movimiento leve, insuficiente, limitado y defectuoso no logra redimirlo de su irrevocable sentencia: frente a la inercia, la clausura y el destierro carcome entonces la “eternidad como tortura” (14).
Valparaíso, Otoño de 2021
