Por Micaela Paredes Barraza
Objeto material y simbólico, el libro como dispositivo transportable, transportador de sentidos y propiciador de experiencias tiene una historia de larga data, que comienza hace cinco mil años con sus predecesoras, las tablillas de arcilla halladas en las primeras bibliotecas en Medio Oriente —Nipur, Hatussa, Nínive—, sigue con los papiros hechos de junco y los pergaminos de cuero de animal, hasta que adquiere hace aproximadamente dos mil años la forma rectangular con páginas que ha perdurado hasta nuestros días —y la cual, según algunos profetas de la era digital, estaría en peligro de extinción. No lo cree así Irene Vallejo, autora de un estimulante y ameno ensayo de más de cuatrocientas páginas en el que se encarga de exponer y argumentar por qué el complejo recorrido histórico que ha hecho del libro un objeto fundamental para la continuidad y desarrollo de la esfera intelectual y de la vida misma está lejos de transformarse en una pieza de museo, y continuará acompañándonos a través de los avatares del tiempo.
El infinito en un junco, ganador de varios premios y récord de ventas en España, es un libro sobre los libros, sus prodigios y oscuridades. A través de las dos grandes secciones en que está dividido, “Grecia imagina el futuro” y “Los caminos de Roma”, así como de los breves capítulos y apartados que las componen, la autora conecta tiempos, espacios y culturas sin un afán sistematizador, sino más bien guiada por un espíritu literario que va tejiendo la trama de una historia —la del alma europea y sus alcances en el resto del mundo— organizada en temas y eventos que, si bien a nivel de macro estructura siguen un orden tendiente a la cronología, en realidad van y vuelven sobre sí mismos, dibujando una espiral.
Producto de una contundente investigación bibliográfica y un estimable bagaje cultural, pero con un lenguaje amable, un tono sensible y liviano, fácil de seguir para un público no especializado, este ensayo sumerge al lector en la historia de la cultura de Occidente cristalizada en el desarrollo del libro, la lectura y la escritura, convocando en un solo y continuo flujo una diversidad de fuentes históricas, literarias, académicas y de la cultura pop contemporánea. Algunos de los hilos centrales del discurrir que la autora desarrolla son la evolución del libro como dispositivo físico y cultural, su relación con la oralidad y la escritura, la manera en que su invención influyó para siempre en el funcionamiento de la memoria y el pensamiento; su papel determinante en la modelación de los paradigmas políticos, artísticos y espirituales de cada época; los mecanismos de poder y subversión que ha propiciado. En resumidas cuentas, la posibilidad que nos han dado los libros de construir tradición y a la vez de adaptarnos a la ley de cambio incesante que nos imponen las circunstancias externas e internas.
“Grecia piensa el futuro” está organizada en torno a dos eventos determinantes que van de la mano y encuentra su origen y puesta en marcha en la figura de Alejandro Magno y luego en la sucesión de Ptolomeos que continuaron con su proyecto: el primer intento de globalización, entendido como la unificación del mundo conocido en un solo gran territorio, y la creación de la Biblioteca de Alejandría, que constituyó un esfuerzo por hacer de ese espacio geográfico unificado también un espacio simbólico de poder aglutinante; una sola y gran cultura compartida por todos los integrantes del mundo helénico. Los hitos de esa historia de conquista territorial y espiritual, sus luces y sombras, van intercalándose con la vida y obra de autores clásicos —y de autoras renegadas—, referentes modernos —novelas y películas, principalmente— y la experiencia personal de la autora como lectora, quien desde su niñez reconoció en la literatura un espacio de refugio y autodescubrimiento.
La mezcla entre el lenguaje expositivo y argumentativo, la narración fabuladora en tercera persona y la confesión carismática en primera es una de las apuestas del libro, y una de las razones, a mi parecer, de su amplia acogida por parte de un universo lector no necesariamente interesado en la Antigüedad Clásica. El hilo conductor fluye con una naturalidad despojada de pretensiones académicas y pone a dialogar al pasado remoto con los desafíos de nuestro tiempo presente. La permanente comparación entre ciertas problemáticas del Mundo Antiguo y la tecnológica vida actual va ejemplificando y reforzando la tesis de que barbarie y civilización son dos posibilidades simultáneas de ser, que se niegan, determinan y justifican la una a la otra. Como lo resume la cita a la viñeta humorística de El Roto, “las civilizaciones envejecen; las barbaries se renuevan” y nosotros somos sus actores cotidianos.
Esta paradoja está en la base misma de la cultura, y el ejemplo más representativo que nos da Vallejo en la segunda parte del libro, “Los caminos de Roma”, es el origen de la ciudad misma, que llegó a ser el centro del mundo, seno del derecho y la civilización europea, habiéndose fundado en tres eventos aberrantes: un fratricidio —la muerte de Remo a manos de Rómulo—, el asilo de delincuentes y criminales fugitivos como primeros habitantes de la nueva ciudad amurallada, y el secuestro y violación masiva de mujeres por parte de esos primeros ciudadanos para la reproducción y crecimiento de la población. Y así como el Imperio Romano expandió y enriqueció su propia cultura mediante la apropiación cultural sin tapujos del esclavizado pueblo griego, Vallejo reconoce un gesto similar, mediante formas de sometimiento más refinadas, en el afán coleccionista y usurpador del actual Imperio del Norte a este del charco.
La ciencia y la tecnología avanzan, pero las disyuntivas y desafíos a los que se enfrenta la especie se repiten y renuevan. Representan, a fin de cuentas, las maneras que ha tenido cada época de vérselas con el mito del sentido y contribuir a su desarrollo. Así lo pondera Vallejo al establecer un paralelo entre el proceso de transformación radical de la experiencia que significó en su momento el paso de la oralidad a la escritura, y la actual transformación de lo que entendemos por conocimiento propiamente humano con el salto de la realidad material a la virtual. Así como en el siglo V a.C. para Sócrates el libro no pasaba de ser una ayuda de memoria, útil pero insuficiente —y hasta peligrosa— en tanto conocimiento inerte adquirido desde afuera y no elaborado en la propia experiencia, hoy en día el acceso masivo a fuentes infinitas de información y desinformación a través de internet, así como el desarrollo de la inteligencia artificial, plantean una serie de problemáticas para la adquisición de conocimiento y el desarrollo de la mente, cuyas consecuencias para futuras generaciones son apenas imaginables.
No solo en el ámbito de la técnica sino también y sobre todo dentro de la literatura es que Vallejo señala paralelos y traza genealogías: Hesíodo como el padre de la autoficción; Heráclito y sus intrincadas oscuridades como antecedente de la literatura moderna que encontramos en Proust, Joyce y Faulkner; Heródoto como iniciador no solo de la Historia sino del periodismo y la crónica de viajes al modo de Ryszard Kapuściński. No hay nada nuevo bajo el sol, y así como ayer la palabra escrita señaló el norte y transformó el destino de la comunidad humana, hoy el círculo se completa y la autora no se sorprende al enterarse del premio Nobel otorgado al cantante Bob Dylan, por el nuevo “futuro de la oralidad”.
La ponderación de la literatura y de los libros como objetos salvíficos que cambian destinos y ayudan a sobrevivir no es abordada solo desde una visión romántica y metafórica, sino bastante concreta, mediante ejemplos de casos en que la cercanía de un libro o el anhelo de escribir y dejar constancia de la propia experiencia fue el pilar que mantuvo a escritores con vida en situaciones extremas. Vallejo menciona, entre varios otros, al traductor holandés Nico Rost y su testimonio de los campos de concentración nazi en su libro Goethe en Dachau; la tarea de organización de la biblioteca para prisioneros que mantuvo con energías a Ricoeur durante su detención a manos del régimen de Vichy; el salvavidas que significó para Michel del Castillo contar con la Resurrección de Tolstoi durante su reclusión en Auschwitz.
Otra de las tesis que articula la reflexión de Vallejo es la formulada por Emmanuel Levinas, otro sobreviviente de los campos de concentración, que considera el acogimiento de la otredad como acción decisiva para iluminar la consciencia del sí mismo y del mundo. A través de los libros, otros y otras nos ayudan a comprender mejor nuestro propio camino. En este sentido, no deja de ser significativo que, así como Heródoto escribió la Historia de Grecia consignando el punto de vista de los enemigos persas y fenicios, sea una mujer —esa otra acallada e invisibilizada durante milenios— la que hoy nos cuente la historia de un mundo construido por y para los hombres. Vallejo asume la contradicción que encarna su amor, pasión y gratitud por un pasado en el que no hubiese tenido posibilidad de participar, lo cual me parece una de las fortalezas y aportaciones del libro. Lejos de tomar una posición combativa, de animadversión frente esa estructura social y de pensamiento patriarcal que excluyó sistemáticamente a las mujeres, y que aún hoy se niega a sucumbir, Vallejo abraza ese pasado con todas sus contradicciones y lo hace suyo, dándole una voz y una perspectiva otra —sensible, conciliadora, consciente.
En vez de desacreditar al otro, la autora se ocupa de rescatar a esas otras que en su momento no tuvieron espacio para el desarrollo de su obra y le da una vuelta de tuerca al relato que tenemos del pasado, revelando, por ejemplo, que la primera obra firmada fue de autoría de una mujer, Enheduanna, poeta y sacerdotisa que vivió y escribió mil quinientos años antes que Homero. También ofrece nombres que no llegaron a fijarse en los libros y de los que hoy apenas tenemos noticia: Corina, Telesila, Mirtis, Praxila, Eumetis o Cleobulina, Beo, Erina, Nóside, Mero, Ánite, Mosquina, Hédila, Filina, Melino, Cecilia Trebula, Julia Balbila, Damo, Teosebia. (1)
Muchas cosas quedarían por decir de El infinito en un junco —originalmente titulado Una misteriosa lealtad, en homenaje a Borges— libro inagotable en las ricas y variadas rutas que traza para acercarnos a esas voces que, desde un pasado en apariencia remoto y ajeno, guardan varias de las claves que nos permitirían leer mejor nuestro presente y el futuro posible, de haberlo.
(1) La obra de varias de estas poetas se encuentra reunida en la antología Poetisas griegas. Edición, traducción, introducción y notas de Alberto Bernabé Pajares y Helena Rodríguez Somolinos. Madrid: Ediciones Clásicas, 1994.