Así como quien reza
sin un deseo de asceta: todo poema es de amor,
toda guerra es interior, toda palabra
está presa.
Mirta Rosenberg

Por Víctor Campos Donoso

Declaro una confesión: habita una sensación abrumadora en el acto de revisar algunas escrituras contemporáneas situadas en el campo de la poesía chilena. Ciertamente, un discurso de actitud incrédula pareciera posicionarse dentro de quien donase las palabras en el acto de la enunciación. Así, el escepticismo y sus más preclaras variantes han cimentado una discursividad acaso transversal a nuestros últimos días. Mas, lo que prefiguraba en aquel gesto como reverencia final a la dificultad del decir es, a estas alturas, un tópico. Y no es que el poeta no pueda o deba reflexionar sobre su propia materia (si se colige en su relación con un estado de lenguaje, aquella posibilidad de reflexión figuraría incluso como necesaria); solo explicito un modo que no necesariamente es sinónimo de una posición de pensamiento crítico por parte del escriba hacia su materia de trabajo. Insisto: el discurso de una crisis de habla, de una carencia de lenguaje, se ha convertido en un espacio de disputa común, al grado de trivializar –debido a algunos casos lamentables– su conjura.

Mas, allende de toda dizque-obsesión mal habida, aún es prudente hallar en algunos estantes poéticas que, atravesadas por una severidad del oficio autosuficiente, reclaman aquel verdadero espacio de agudo pensamiento. Sin lugar a dudas, se trata un tópico moderno develado con avaricia ya en las tierras de lo contemporáneo, mas no lo creo anulado todavía. Siempre es sano retornar a una máxima: “la poesía podrá tratar acaso las mismas ideas: lo que importa y muta es cómo dichas ideas son manifestadas”. Así, dejando de lado aquel consumo de banal articulación, cabe abrirse paso ante la verdadera creación que nos reclama justamente como lectores. Al caso, valdría tornar la cabeza hacia Santo oficio (Ediciones UDP, 2020) de Rosabetty Muñoz.

Me permitiré un ingreso arbitrario –ciertamente, como todo lo que nos convoca–. Hacia inicios de la década de los 70, en la Argentina, un joven Arturo Carrera publicaba lo que sería su ópera prima: Escrito con un nictógrafo (Sudamericana, 1972). La mención no es gratuita, ya que la obra posibilita una lectura metapoética desde la descomposición inspirativa que gestase el tiempo nocturno en el poeta. Aquella dinámica de develación (desmontaje) sería trazada, entonces, por el fragmento, por la palabra en tanto gota, en tanto residuo de una totalidad ya nublada. Algunos de sus primeros versos rezan:

Lo insensible vibra
lo insensible soporta la noche
brota flores en mitad de la noche
en mitad de la página
sobre la panza de la muerte
la orfandad lleva un blanco en la frente

E L  P O E M A  S E  A B R E
esa es tu fuerza

Quisiera realizar un detenimiento en los dos últimos versos. El cuidadoso tejido del libro se produce a partir de anotaciones nocturnas posibilitadas por el nictógrafo: se trata de un aparato que permite la escritura en lo oscuro. Entonces, allí, asistimos a una poética fragmentada que, crítica ante los procesos de escritura primigenia, disputa con el espacio nocturno el estatuto de la inspiración. Lo llamativo de este tipo de poética es que, allende la imposibilidad de asir una totalidad (de allí el nacimiento de la porción, de la cuota), se vislumbra lo sublime en destellos que lograron acaso provenir de aquella materia sensible y traspasar la frontera: “E L  P O E M A  S E  A B R E / esa es tu fuerza”. Y es aquella fuerza en la apertura que prevalece ante todo embate de suspicacia que revela lo poético del discurso.

Así, Santo oficio se nos presenta como un poemario estacionario que permite ejecutar una escritura a partir de poemas breves, gestados en la ornamentación del fragmento. Ya de por sí el empleo del lenguaje capta la atención. Reducido a un campo menor, una paradoja sensible ocurre en lo leído; y es que el corte versal se orienta tanto hacia una asfixia (sensación de lo seco) como a una operación de fluido escurriéndose (sucesión de lo líquido-graso). Ambas percepciones sensibles en tensión delatan una confección alejada de cualquier superficialidad y que ahondan en sus materias:

Perlas aguadas en el borde de las hojas.
Como si nada pasara
se urden          finísimas tramas.
Pero el acontecimiento definitivo
el drama
es esta materia
                        que se desmorona.

La conjugación intermedia de aquellos modos de lenguaje desemboca en una humedad osciladora y saturada. La palabra se desliza, a fin de cuentas, en un líquido lento:

Lejos, estalla el semen
constelaciones acuáticas
líquenes
flores de loto.

Hemos de comprender al poema como “fruto de la humedad / efluvios que espantan”. El verbo de Muñoz es el escurrir tensado entre palabra y silencio, entre puntuación y encabalgamiento, entre lo árido y lo mojado. Notamos, en el avanzar, que el corte versal recrea un ritmo sintomático de una errancia, de un vaivén incierto en la respiración. Allí, el corte enumerativo agita la nulidad de la exhalación –a sotto voce–:

Asiento   barriga   costillas   charchas.
Armaste un bloque
para proteger el orden doméstico.

Constatamos en el último verso la fuga de lo cotidiano (su sacralidad inocente) en lo escrito: primer pacto con un esquema mimético (al menos, con su presencia). Yace sí una disputa con el espacio de lo poético con lógica extraterrenal de simbiosis, sinestesia y símbolos. No, solo estamos “perdidos en la minucia presente” y “los astros nos ignoran”. La voz, entonces, no figura desentendida de mecánicas lógicas sino que, sobreexpuesta a ellas, bosqueja su decir macilento. Esa fuga contrasta y responde a la presencia de la fe (“aún palpita / esa lengua de fuego”). Así, el incendio/la erupción que figura en el poemario acontece como marca en la garganta de la hablante, pese a su recelo. El canto fragmentado es aún alteración de la superficie.

Entonces, bajo lo señalado, caemos en cuenta de que el origen de la bruma compartiría las propiedades del humo: batirse entre una humedad fría y otra humedad abrasadora. La ambigüedad urdida muta y se termina por desentender de los límites: “ausencia de límites / expansión”. La bruma en dicha expansión es la muralla intocable con la que la voz lidia en su condición existente. La voz es en tanto humo asediado la rodea.

Ante lo leído, notamos una materia resurgente que se nutre de su realidad más aledaña. Hay una poesía en estado vegetativo (filtraciones de lo real, huecos del enigma diario):

No contenta con dejar crecer la maleza

se armó esta enorme empalizada.

Así, lo cotidiano entra en la ontología de Santo oficio: se pontifica en tanto confrontación de lo visto: “Hay una adentro / que necesita ser creada”. Aquí yace una necesidad, mas no superlativa, sino constante que reclama leve inmovilidad. En esa negativa  no-categórica, se percibe el rastro de lo orgánico: lo orgánico que niega lo inanimado del cuerpo sometido al campo de la crisis. El lamento del deseo por el decir aquí manifiesto es señal de vida, pese al rictus marcado de la hablante:

Y se te preguntará el día último
¿qué hiciste con tu cuerpo?
Desearía decir
“fui feliz allí”.

[…]

Este es el tren del deseo
                        descarrilado. 

En la senda curva de estos poemas, reside una reformulación en la que habita el escepticismo necesario y suficiente para –a pesar de todo y paradójicamente– emplear la pluma y la ejecución de los versos:

Y qué del cuerpo que huele
como ahora
indeseable aroma desinfectante
útiles de aseo
necesarios enjuagues para ocultar
la verdad última:
                        nos descomponemos.

Los dos últimos versos son decidores, puesto que cabría leerlos como una contraparte naturalizada ante aquel lárico dictum: “… palabras / para ocultar quizás lo único verdadero / que respiramos y dejamos de respirar”. Así, la precariedad que silente rodea, invade nuestro mundo. No en vano se erige una leve sensación de estar vivos –no aura galvánica–: sensación imperceptible, cuidada, mas siempre honda hacia el descenso.

Portada de «Santo oficio» de Rosabetty Muñoz, editado por Ediciones UDP.

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