A pesar de ser difundida y parcialmente comentada, la poesía de Ennio Moltedo (1931-2012) sigue siendo un libro por leer. Es verdad que algunas lecturas han fijado su atención de modo bastante intensivo y unilateral en su producción última, sobre todo en su libro La noche (1999), viendo ahí una especie de “poética civil”, sino acaso derechamente política. Sin duda, la emergencia de una época pesa irremediablemente a la hora de vérselas con obras que son más complejas que la particularidad epocal desde donde se pretende fijar su interpretación. Pero, ciertamente, la extensa y variada obra de Moltedo no se agota ahí y menos se circunscribe a ese único ámbito de experiencia. Es una poesía que posee varios rostros que esperan ser entrevistos para dar cuenta de su sugestiva maestría verbal e imaginativa.

Por lo pronto, en esta breve nota, sólo deseo indagar de modo muy genérico en torno a un modo que la poesía de Moltedo posee de manera fascinante y compleja: su forma de articular la subjetividad que subyace en su enunciación, haciendo del poema un campo de exploración, reflexión y discurrir que toma lo mejor de su propio desenvolvimiento silente  y admirativo respecto del mundo. Y si bien esa articulación puede rastrearse en sinnúmero de poemas y con variantes temporales y estilísticas disímiles (como pueden ser los poemas iniciales de Cuidadores de1959 o Nunca de 1962), es posible volver una y otra vez a pensar que esta poesía adquiere una fuerza y hondura expresiva muy específica en buena parte de los poemas que integran Concreto Azul (1967), es decir, en la medianía de su desarrollo plenario y que para Moltedo puede ser apreciado como una singular consolidación de su estilo escritural. Advertir de qué manera el concepto de experiencia facilita o permite aquella aprehensión, posibilitando, además, que en esta “obra” sea apreciada un arraigo que hace de lo urbano un punto de fuga que se evidencie más allá de cualquier descripción naturalista o “territorial” tan al uso hoy por hoy, significa establecer las coordenadas de un tanteo imaginativo que posee a la memoria y a sus mecanismos como sostenedores de su expresión. Me parece que ahí existe un desafío lector lleno de posibilidades.

Ahora bien, ver cómo esa expresión formalizada como poema en prosa, mostraría el afán narrativo y fundacional de la experiencia en el marco de una subjetividad cambiante y autoconsciente de su crisis, no es nada de raro en la poesía de Moltedo: en ella se modula una memoria activa y en absoluto nostálgica que trae a lugar una fragmentación de imágenes al servicio del desentrañamiento de un “ahora”, buscando ahí un significado que justifique el entramado temporal de un arraigo que se advierte conflictivo y aún adverso. En ningún caso  la ilustración de una pérdida remota y menos en clave pasatista. Esto quizás conlleva a plantear la forma en que se operativiza retóricamente en la poesía de Moltedo y en especial en Concreto Azul. Esa manera de decir adquiere una configuración muy específica y que es asumido por el poema en prosa. En aquel sentido, este género discursivo puede entenderse como un género exploratorio e híbrido que posibilita una adecuación de la narración, volviendo a esta una verdadera expectativa de relatar aquella misma experiencia en tanto ofrece una manera de entender el poema como un “relato sincrético” de imágenes, vivencias, objetos y lugares. El poema como “rescate” de experiencias primigenias, como intento de transmitir al lector la vivencia perceptiva “de la primera vez” o la “primera mirada”. Es un esfuerzo ver el poema como el relato que recibe su primacía inicial de entusiasmo y asombro.    Bajo esta perspectiva cruza en Concreto Azul una atmósfera narrativa que va configurando sus elementos con cosas tomadas en el proceso de observación que el sujeto va teniendo al recorrer y recordar lugares y situaciones de la vivencia urbana, pero nunca de modo unilateral, es decir, nunca estableciendo las coordenadas definitivas de su sentido, abriendo siempre orificios impensados de significado que se filtran en la manera misma del poema, ya sea una imagen, ya sea un objeto, ya sea una palabra que sirve de leitmotiv y que organiza buena parte del enunciado: es como si en la narración del poema se volviera patente el asombro que nos desea transmitir esa sensación de “primera vez”: una primera vez justificada y legitimada por un mirar y por un deambular, como si se nos deseara transmitir en esta poesía la experiencia de colocarnos frente nuestro los objetos que nombra, evoca y enumera. En aquel sentido, varios son los poemas que aluden a este respecto, la referencia a una especie de nombrar mágico que, en toda su potencia simbólica, se encuentran llenos de sugerencia. Pienso, ahora, en un poema como “Frente al mar” que, me parece, permite  apreciar una genial síntesis entre descripción espacial y reflexión metapoética, síntesis que hace de la experiencia su punto equidistante para comprender el “ahora” más allá de cualquier queja alienada, o también para comprender la relación entre las cosas que el sujeto advierte en su devaneo en la periferia urbana. Dice el poema:

Frente al mar

a Hugo Zambelli

            Frente al mar he visto cosas poco comunes; por ejemplo, en pleno invierno, un alcatraz gigante, parado en medio de la playa, solo, y con los brazos cruzados sobre el pecho. Al acercarnos, el pájaro nos dio la espalda y comenzó a correr por la playa desierta; primero lentamente, con dificultad, luego más rápido, hasta alivianar su peso con las alas; hasta elevarse con gracia y perderse en el cielo.

Este pequeño poema en prosa es un desafío interpretativo: en primer término, el sujeto que enuncia acompañado por alguien, deambula por la playa en donde presencian el espectáculo de un ave —un alcatraz— que pesadamente levante vuelo hasta lograr su verdadera plenitud en el despliegue de sus aptitudes en el cielo. Si bien es un poema en apariencia, meramente descriptivo, su complejidad, entre otras cosas, radica en el intertexto al que hace alusión, pero no pasivamente, sino como respuesta y hasta como desafío. Ese intertexto es el poema “El albatros” de Charles Baudelaire. Ahora bien, debemos tener presente que en el poema del autor francés el ave que evoca, representa, se compara con el poeta con la intención de transmitir su insatisfacción frente al mundo que lo rodea, mundo que él puede ver de una manera diferente a como lo ven los humanos (los “marineros” en el poema). Una manera más objetiva mientras solitariamente observa a estos hombres en su tristeza y desdichas. Para lograr esta representación, Baudelaire hace uso de dos figuras poéticas: en el verso 8 dice: »Sus grandes alas blancas abaten tristemente como remos que arrastran sus cuerpos pegados». Esta comparación entre las alas y los remos, muestra cómo el ave, como símil del poeta, se siente inútil si no encuentra su »ambiente» donde puede ser él mismo. Un espacio donde pueda desplegarse sin miedos ni angustias hacia los marineros que, en este caso, representan a la humanidad que se dedica a destruir lentamente el mundo con sus errores e ignorancia. Por otro lado, el paralelismo sinonímico se hace presente en los versos 9-10 en los cuales se repite la misma idea para resaltar que cuando estos animales son bajados del cielo se tornan en seres débiles y tristes. En lo fundamental, el poema de Baudelaire puede ser visto como un texto que reflexiona acerca del lugar del poeta en la sociedad moderna: su incapacidad para emprender el vuelo y su relación problemática con sus semejantes.

En Moltedo, en cambio, no hay una queja, ni una admonición: hay más bien un espíritu de curiosidad ante el evento que implica encontrarse en un espacio urbano —una playa viñamarina, al borde de la vía férrea que podemos imaginar como la vieja caleta Abarca o la playa Acapulco donde se yergue el vetusto muelle Vergara— con un animal, un ave, un alcatraz que torpemente jadea entre sus alas para querer escabullirse. Pero en ningún momento hay con él una relación menesterosa. El sujeto del poema observa entre compasivo y admirado la tenacidad del ave que, al ser correteada por él y su acompañante, emprende el vuelo, logrando su plena gracia de alas extendidas en ese viaje que lo llevará a otras latitudes. Varias cosas pueden desprenderse de esto. En primer lugar, el espacio —la playa— como analogía de un espacio de posibilidad, está al borde o en la periferia de lo urbano, pero circunscrito a su ley. No en vano no es una playa de recreación, ni de turismo, es una playa de esas que se encuentran en el arrabal de la ciudad y que formaron parte de su desarrollo industrial y comercial. Sólo décadas más tarde, cuando esa industrialización fue desmantelada, aquellas playas asumieron como lugar de asueto o veraneo, teniendo las marcas del hierro oxidado del muelle Vergara como símbolo callado de un pasado casi ajeno. En segundo término, ese mismo espacio, habitado o más bien, cruzado en andas por el sujeto, su acompañante y el alcatraz, representan muy probablemente, por analogía, un mismo tipo de sujeto emparentado, es decir, existe la posibilidad de que sea un sujeto desdoblado que se contempla a sí mismo en el ave que corretea en la arena y que se identifica con su gracia en el vuelo. En tercer término ese sujeto, que puede desdoblarse, es alguien que reflexiona acerca de sí  mismo al evocar en la gracia voladora del animal, la gracia misma que él en tanto ser terrestre, ha perdido, pero que respecto a la relación establecida entre la necesidad y la libertad encarnada en la búsqueda hacia el aire, hacia el cielo, muestra un modo diferente de plantearse ante esa convocatoria terrestre de la periferia, pues en pleno vuelo, el ave será capaz de contemplarlo todo. En un poema como éste, apreciamos que la experiencia es restituida a pesar de la precariedad, en la posibilidad que implica la poesía. De esta forma se puede vislumbrar el despliegue de la experiencia: evoca y rememora más que lamentar o anhelar.

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