Por Ana María Riveros Soto
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
(Constantino Cavafis)
[…] escrita yaces
hecha de nada en un cuaderno muerto
en el que mi palabra desfallece.
(Enrique Lihn)
El martirio, la aflicción, el dolor, un paisaje oscuro, invernal e inclemente como único escenario concedido para la respiración del yo, un cielo cubierto por un sol negro, como versa Kristeva (1992), a partir del cual solo persiste –e insiste– la angustia y la melancolía. La lejanía, la soledad, el confinamiento extremo impuesto por las tierras sureñas, el frío, el resoplido de los árboles, la inminencia de la lluvia que nos relega hacia el dominio de un claustro interior tan opaco y gris como los nubarrones que nos observan y vigilan tras los ventanales, ventanas y rendijas; es la constancia de un invierno crudo, boscoso y apagado, de un cielo oscuro –a pleno día, a plena tarde– que se impone ante el sujeto como una cruz, su verdugo, el destierro hacia una muerte en vida, aquella dualidad que no se comprende, pero que insiste a su vez en el dominio de las palabras. La opera prima de Paula Cuevas Araya (Temuco, 1995), Otredad de tumba (Bogavantes, 2019), nos provee de estas claves que dan forma en su conjunto a una poética que no se agota precisamente –y bajo ningún caso– en la mención y descripción del paisaje mismo, sino que este se nos revela como una forma de comprensión e indagación de aquello que acontece y desaparece en la escritura, aquello que persiste, sobrevive y agoniza en el poema, en la búsqueda siempre interminable por develar los signos velados de este lenguaje; tal como lo enunció Teillier, aquel realismo secreto que nos acecha cuando atisbamos el bosque, el paisaje lárico, fronterizo, “como un signo que esconde otra realidad” (1999: 62), como un “depósito de significados y símbolos ocultos” (23).
La primera entrada: el martirio, el tormento al cual es relegado el sujeto poético producto de nacer y crecer en una provincia inescapable cuyo clima nos condena al frío, al silencio, a la angustia y soledad de una existencia que fluye –o se estanca– bajo invariable intemperie: “Mis huesos son los únicos / que crujen en la noche temporal, / mientras mi madre dice que es el viento / lo que eleva mi miedo” (2019: 10); “Los árboles resoplaban sus hojas / y formulaban una danza infernal en mis entrañas” (11); “Ojalá el frío fuera solo aquí afuera (…) sentir mi hielo curtido (…) Temuco gris, otra cárcel de espejo. / Yo gris, yo toda gris y menos de veinte otoños cargo” (14). En esta línea, la poesía de Paula Cuevas Araya recoge en esta, su primera entrega, marcas que nos conectan con las poéticas de autoras anclas de nuestra tradición lírica nacional y latinoamericana, entre ellas, Teresa Wilms Montt, Gabriela Mistral –versos mistralianos abren el poemario de Cuevas Araya a modo de epígrafe, gesto también efectuado en Albricia (1988) por Soledad Fariña–, Rosabetty Muñoz –en un arco espacio-temporal más próximo y de arraigo compartido–; y tras la cordillera, Alejandra Pizarnik y algunos pasajes de Alfonsina Storni; todas escrituras en las cuales confluyen claves asociadas a cierta oscuridad, la evocación de existencias sombrías y desoladas que acontecen en el poema determinadas por el llamado, inminencia y persistencia inextinguible de la muerte, compañera constante que trastoca y orienta el andar del yo, a quien amarra volviéndola sujeto doliente, abatida y quebrantada –“Sangro por la desaparición de mi calma”–(9), una voz femenina y existencial que solo puede enunciar, sentir –y huir, como nos evocan las lecturas de Wilms Montt y Pizarnik–, desde y hacia el dolor. La naturaleza y el paisaje constituyen, en este sentido, la expresión de una subjetividad que, en la escritura de Paula Cuevas Araya, se yergue no solo como manifestación y extensión de un padecimiento inmemorial y perenne, sino como motor, como fundamento mítico y primigenio a partir del cual se configura la sujeto, su existencia forjada y concebida dentro del dominio que imponen la noche, los días grises y el invierno:
Sobre la noche que rodea mis ojos por los costados
estaba ausente en carne, trémulas manos
y el alma como sombrero descosido.
Sombrero oscuro y tímido,
sombrero viejo,
sombrero muerte.
(…)
Y las hojas cayeron toda la noche,
cubriendo más que el firmamento
y sus estrellas fueron más hojas:
Hojas de tiempo, hojas falsedades,
ruda seca (11)
Mi sombra está poblando la ciudad.
Soy una noche,
la noche que se mira en el cemento (13)
INVIERNO
¿Sigues aquí?
¿Por qué no te derrites y evaporas junto a los sutiles chubascos
que caen como dagas en la tierra?
Maldita niña pulcra,
retuércete en ti misma (17)
El paisaje es, en Otredad de tumba, la comarca ineludible bajo la cual se levanta –y desciende: “Llegué a tu origen, vuelvo a visitarte” (7)– la sujeto hablante en el derrotero de su subsistencia, los círculos concéntricos que someten y condenan los días y noches de un yo que rehúye permanentemente de su condición geomorfológica y telúrica –“Desintégrame. Revienta mi cuerpo y ayúdame a ascender” (13)–, anclaje espacio-temporal del cual ella proviene y deriva, pena de un arraigo que la inmoviliza y confina a la tierra-tumba de la que se desprende y a la que vuelve incansablemente, sin alternativas para su fuga, su liberación: “y yo quedé aquí en el mismo frío sureño y pobre, (…) en la sangre de mi historia barrosa” (29). El martirio, la desgracia y el tormento confluyen, en este sentido, como pilares de un pesar y sentir inmemorial, arcaico, que se representan por medio del lenguaje, signos de un hablar sureño que se proyecta en la cotidianidad, en el cielo gris –y pavimento gris– cargado, sin más, de nubes negras. Mi abuela materna, nacida y criada en los campos lejanos de una península de Chiloé a inicios del 1900, reprodujo hasta el final de sus días tales vocablos, martirio, desgracia y tormento –aunque la vida con sus días fuese quizás para ella más luminosa millares de décadas después en los cerros porteños–, palabras que surgían como ventanales transparentes y constantes través de los cuales ella, con sus años, miraba el mundo y el mar. La poesía de Paula Cuevas Araya me permite reconocer, en este sentido, una red simbólica invisible propia del sujeto que habita estas tierras, a partir de las cuales se amasa una lengua moldeada por la lluvia, el frío, el barro, los días en penumbras, y que se traducen en un pesar permanente, en un sentimiento trágico de la vida –como refirió Unamuno (1913)–, la existencia humana concebida como tragedia –desgracia bajo la consigna sureña– y agonía frente a la irresolución permanente del deseo, conflicto irreductible, procesión inacabable –un “vía crucis constante” (16)– que deja en evidencia el dolor, la precariedad y la miseria. Bajo este signo, el sentimiento aciago que lo rige golpea, martilla incansablemente al yo machacando los sentidos y la razón, anverso y reverso de un solo ritmo sincronizado de aquello que otorga, a su vez, vida y muerte en la frontera: “florecen en mí sentires pesados, / que devoran / el silencio que me protege” (7); “Yo digo el nacer entre el tiempo que nos persigue, / porque así es ahora, / una lepra / un martirio” (29) “El silencio es el que atormenta / y la casa susurra una oración de santos oscuros” (10); “huellas escupidas por más miseria, / huellas de cuerpos enfermos, / suspiros de muerte gris (…) Y en el pabellón de la desgracia / una niña pide futuro” (12).
La muerte es el espacio desde el cual surge y hacia el cual confluyen los sentires y pesadumbres de la sujeto hablante, el origen y término de sus días y noches, su rumbo constante, consignado desde los albores de estos versos por medio del epígrafe que abre el poemario, proveniente de una estrofa de Mistral en Desolación (1922): “Y no llames la muerte por clemente, / pues en las carnes de blancura inmensa, / un jirón vivo quedará que siente / la piedra que te ahoga, / el gusano voraz que te destrenza”. La muerte siempre constante, oculta e insistente en medio de la vida, a la que ahoga y destrenza sin descanso, hiel que permanece y desciende sobre el rostro y cuerpo de una yo doliente, fuente de su padecimiento inmutable. Tal dualidad, muerte y vida, muerte en vida, vida en pena, constituye la frontera que constriñe a la sujeto lírico y que se trasunta certeramente, en Paula Cuevas Araya, en la problemática y aflicción perenne de toda escritura poética:
Yo soy la que vive
en medio de las palabras.
El silencio de ellas es el que me refleja.
(…)
soy las palabras que no digo, que no pronuncio
soy tinta en hojas secas.
Aquí está mi esencia,
aquí se impregna mi voz sorda (15)
Quién soy sino una pausa, este único momento escritural y purgante (16)
si entre el bullicio de tu vida
logras siquiera un instante escuchar
cómo te aúlla mi letra,
que se adelgaza para punzar el lápiz,
a ver si así
te pincha la memoria (28)
Existen mil universos
y cada uno guarda una escritura identitaria (33)
Te voy a extrañar.
Gracias por la metáfora,
por el disfraz de las palabras (32)
Para Steiner (2003), el poeta debe hacer surgir las palabras desde el borde de la muerte, límite que da cuenta de un ambivalente dominio: el del decir, que sitúa al yo en condición de insumisión y rivalidad frente a los dioses; y el del silencio, su soledad primigenia, refugio permanente. En este sentido, tanto la muerte como la palabra adquieren en la escritura de Paula Cuevas Araya este carácter biselado, fronterizo, su otredad como versa el título del poemario, en tanto constituyen rebeldía y pérdida a la vez, grito y silencio, revelación y repliegue, aquello que la palabra poética enuncia, pero no devela, permanece en tumba, por lo que solo podemos acceder a su excedente, aquel murmullo que como deseo fluye a lo largo de todo el poemario y que solo puede ser aprehendido a través de sus mordazas, verdaderos espejeos del yo: la misma muerte, la naturaleza y la palabra, condenas frente a las cuales no hay escapatoria, fundamento del martirio y el tormento: “Así este escozor infinito / que me destruirá si no rompo las frías murallas / de este laberinto en pena” (16). De este modo, tiene lugar en Otredad de tumba una problemática esencial en la cual convergen también las poéticas de Juan Luis Martínez y Enrique Lihn, entre otros autores; en Cuevas Araya, la dolorida certeza respecto del carácter insuficiente de la palabra poética, lo que se trasunta en la necesidad permanente y desconsolada por buscar el atisbo de aquello “que reside fuera del lenguaje” (Steiner, 2003: 56), en el silencio colindante, espacio de mutismo que relega al sujeto a los dominios de la muerte, de la tierra –barrosa–, su Hades, vuelta al origen donde “el círculo está completo” (59). En estos versos, la sujeto se desplaza a lo largo del poemario cual alma en pena, ese residuo de vida que prevalece en la muerte o su reverso, y que no constituye otra cosa que el mismo secreto / secreción (Block de Behar, 1994: 191) que emana del texto, aquello que la palabra no dice, no expresa, pero que persiste, merodea, la voz fallida que fluye en su ausencia cuales “seres fantasmagóricos jactándose / de su poder de espectro” (21). La palabra poética que “viene del silencio y regresa al silencio” (33), como sostiene Blanchot bajo evocación mallarmeana, solo constituye en consecuencia el espacio del centelleo, lo “indefinible” (Genovese, 2019: 40), “aquello que escapa a la nominación” (Blanchot, 1994: 103). La imposibilidad para escapar del invierno y de la muerte es entonces, en la poesía de Cuevas Araya, la imposibilidad para escapar del significante, mordaza y disfraz que constituye la palabra, “tropos, pavoneos de nada”, como refirió Enrique Lihn (1997: 46), condena y límite infranqueable del cual la hablante lírico tiene plena claridad, la imposibilidad para acceder a una revelación que no se produce y que la palabra y el poema, como tumba y paisaje –aquel “depósito de significados y símbolos ocultos”– mantienen invariablemente en reserva, origen de una amargura insondable tal como clama –gime– la voz poética: “Una vasta incomprensión entristece mi mirada” (30).
Valparaíso, Otoño de 2021
