El término “palabras ciegas” aparece tan sólo una vez en el monólogo fatal de Agua viva. Con esta única aparición, que a primeras podría pasar desapercibida entre tanta vorágine verbal, es posible condensar una idea tan ecléctica como esquiva: la naturaleza atractivamente accidentada de un libro inclasificable. Inaugurado con un grito, tal un brote vertiginoso de la palabra, Agua viva oscila entre la ensayística más apasionada, el apunte acaso metalingüístico y el testimonio psíquico; materias todas que dan cuenta de una estética exploratoria, como pocas con tal intensidad, de una psicología profundamente afectada por los sinuosos y maltrechos vaivenes del lenguaje y de la inspiración, o bien la manía explosiva de una mente entre la alucinación y la lucidez.
Injustas etiquetas han sido enarboladas en torno a este libro, aparecido por primera vez en 1973, cuyo título anterior figuraba como Objeto gritante —cuántas cosas dice cada nombre. Acaso la más atrevida caracterización ha sido la de “novela”. Sin embargo, hay que considerar que Agua viva es el epítome de una obra cuya búsqueda siempre ha tenido en sus bajeles el extrañamiento, ya sea en términos temáticos o estilísticos, y que alcanza en esta oportunidad el despliegue más asistemático de una prosa incesante, que acaricia cada límite que le es permitido. La mejor forma de acercarse a esta narrativa de carácter autobiográfico y filosófico, altamente segmentada e incoherente, es entrando, llevados por la corriente del texto, en aquellos vacíos y resquicios más pedregosos de la palabra humana. El lector debe ser transportado o, en otros términos, debe comprometer su conciencia imaginativa a costa de participar en el movimiento verbal y traslaticio de Agua viva.
A esta interacción se la ha denominado “estética de la recepción”; poco o nada nos dice este término, al menos para el tema al que va esta nota y cuyo título he ido atrasando deliberadamente.
Agua viva opera desde las fisuras, esto es, una escritura que está circundada por una abertura de sentidos, disímiles o disonantes entre los elementos del texto. Lo que más resalta en este ejercicio es la feraz autoconsciencia del hablante, tanto de la introspección como de sus facultades lingüísticas. Dice:
Entonces escribir es la manera de quien usa la palabra como un cebo, la palabra que pesca lo que no es la palabra. Cuando esa no-palabra —la entrelínea— muerde el cebo, algo se ha escrito. Cuando se ha pescado la entrelínea, se puede con alivio tirar la palabra. Pero ahí termina la analogía: la no-palabra, al morder el cebo, lo ha incorporado. Lo que salva entonces es escribir desinteresadamente.
Cuánto se desprende de estas palabras. Pues, claro, a través de una pulsión por la escritura (escribir desinteresadamente) convertida paulatinamente en aforismo, se accede a un encuentro furtivo, una pesca furtiva, en los extremos de la palabra, y más allá, una no-palabra que dice aquello escondido, desconocido, oculto, es decir, la sustancia de la entrelínea. La palabra pareciera, entonces, ser simplemente una envoltura, un instrumento desechable en cuanto la entrelínea marque la hora de su aparición.
Vemos, entonces, cómo es que la entrelínea opera en esta suerte de extensa improvisación, o lo que podríamos llamar el “desorden orgánico” de Agua viva, cuando nos dice: “De la falta de sentido nacerá un sentido”. De esta manera, la no-palabra no cierra ni concluye, es una sucesión, una continuación que busca la abertura de la materia de la palabra, donde encuentra su Ser, o su Es; en términos de Lispector: “Más allá del pensamiento no hay palabras: se Es”.
Es ampliamente sugestiva esta impersonalización del pronombre, que luego tomará prestada del inglés la partícula “it”, camino que exigiría páginas más extensas. Basta pensar en que la aproximación a la palabra, en Lispector, incorpora la posibilidad de un sentido más allá del entendimiento, levemente reflejado en el afluente imperturbable de la palabra. Una perspectiva que testimonia, de paso sea dicho, la derrota o la subordinación a un fondo incomprensible: “En el fondo de todo está el aleluya”. Es por esto que la animalidad aparece tan fuertemente en Agua viva —así como el erotismo—, por tratarse de un grito ancestral o de una llamada, en particular, abordada desde lo instintivo. La escritura no comienza, la no-palabra es un suceso cuyo hic et nunc es indeterminable. Agua viva versa en el instante, inaprensible, conmovido por una sensación súbita, tal vez una especie de trance. Si se tratara de comprender la idea de este instinto, esta no haría sino mutar. Como nos recuerda Karl Kraus: “La idea viene porque la tomo por la palabra”, o “Cuanto más de cerca se mira una palabra, tanto más se aleja”. Dice Lispector:
La palabra, contenedora de belleza extrema e íntima, cosa extrañamente familiar pero siempre remota.
Y, bueno, ante este contexto, ¿qué vendría a significar una palabra ciega? ¿Por qué esta particularidad tan intrínsecamente provocativa y a la vez toda una incógnita? La palabra ciega, en efecto, reproduce condenadamente el designio: “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”.
Carrasco, B., Viña del Mar, 021
Me gusta demasiado tus comentarios aunque debo reconocer que nececesito un diccionario al lado para poder investigar el sinónimo de algunas palabras felicitaciones
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