Hace unos días, al pasar, volvía a leer por “redes sociales” (¡Esa nueva Esfinge!), uno de los mantras del momento, fruta de la estación: “hagámoslo por nuestros abuelitos”. Recordaba entonces la justificación de justificaciones con la que nos han encerrado en estos últimos tiempos. Ocurre con esta como con cualquiera de esas lamentables expresiones tan comunes entre nosotros, que guardan una hipocresía criolla muy cutre, típica de situaciones en que justificamos lo que hacemos en nombre de algo que no es realmente relevante para nosotros; que, en último trámite, no figura entre aquello que ponderamos y examinamos con pasión, que nos quita el sueño, nos mueve a los narcóticos, o nos engendra malestares en el cuerpo.

Aprovechando las magras horas de encierro, y a propósito de expresiones como la aludida, he considerado que no vendría mal un libre ejercicio nacional de franqueza respecto a ellas. Por mi parte, no estoy muy seguro de que estemos encerrados en nuestras casas porque, por un esputo de humanitaria compasión hacia los mayores, hayamos renunciado al cotidiano quehacer. No me atrevo a decir que simplemente a nadie le importen los ancianos, cosa que tampoco parece exagerada. Pero al menos me parece que aún no hemos determinado, de cara a nuestros mayores, quiénes somos; y que por ello tampoco hemos respondido correctamente nosotros por la idea que tenemos de  ellos. Reconozcámoslo con el pudor que nos merecería si algo de buenas maneras quedaran entre nosotros: hemos sido ingratos con los sueños de nuestros abuelos. No hemos sabido estar a su altura. No se trata, en cualquier caso, de ponernos pechoños. Pero no creo suscitar acalorados fruncimientos de ceño al decir que hay algo de deplorable en nuestro trato con los mayores.

Los ancianos pueden ser buenos amigos. Yo he tenido unos cuantos, y con el paso de mis cortos años, los voy prefiriendo. Con ellos se puede hablar más a lo amigo, ser íntimos y siúticos incluso, con gallardas gentilezas. Aprenden un buen humor muy sano, lleno de pequeños guiños de crueldad y risueña malicia, que también es sano para nosotros, espabilándonos. Ante todo, saben algo sobre la muerte, y con ella nos incomodan; cuestión que deberíamos agradecerles.

Quienes han gozado la oportunidad de tener entre sus ancianos preferidos a profesores, libreros o escritores, son privilegiados; sin contar los ancianos bien conservados de pura estirpe popular. He conocido entre los regadores de los parques comunales ancianos que, antaño, eran llamados “galantes”; nos hemos fumado incluso unos cuantos “puchos”. Para mí se trata de uno de mis ritos preferidos. Es como comulgar. Me acerco y les pido fuego, y  luego, con mi cigarro ya encendido, les lanzo algunas preguntas o bienandanzas. Conocí a m’estro Miguel en esas comuniones. Había sido “guapo”, “choro”, y conocía de galanterías. Era un placer hablar con él, aun cuando daba poco lugar a comentarios u adendas a sus devaneos… pero como decía, quienes tienen a escritores, profesores y libreros entre sus amigos ya mayores han recibido noble bendición de lo alto. Estos especímenes son de los más adorables.

 Entre mis amigos, por ejemplo, cuento a un viejo editor porteño. En su casa la que conduce es su esposa. Él es una pieza de museo, de esos viejos como niños, que ya sólo hacen lo que les gusta. Su mujer, una doña de trato encantador, es una gimnasta, lo hace todo con gracia y distinción. Me agradece que venga a “entretener” a su marido. Soy como el hijo de vecino que se presenta a realizar con él fechorías saludables a ojos de mamá. Ella no deja que mi octogenario amigo haga nada hasta su verdadero asalto, con vivo encanto. Es su día, su fiesta personal. Debe ser genial, como sólo la mujer sabe hacerlo. Prepara un café y saca galletas. Mientras tanto, nos hemos trasladado donde ella nos indicó; y allí, una vez sentados, mi amigo dispara su sinfonía. Es asunto mayor describir esa experiencia. Avanza por su biblioteca imaginaria como una cabra dando saltitos entre zarzas, mientras entrecierra los ojos y devanea. A veces no sé si está medio dormido o distraído, o si ha perdido el hilo. Apresurado y sin experiencia en los trotes de la alta conversación, desprevengo sus circunloquios, modo correcto en que se conversa con estas especies nobles: degustación de ideas, pasajes, ocurrencias, pequeñas observaciones, placeres y nostalgias en libre circulación. Al final de la jornada, estoy como se dice entre las gentes de a pie, satisfecho hasta el buche. Nos hemos reído a lo grande; y su mujer, que reaparece, lo mira maliciosa como sabiéndose dueña del acto que lo ha hecho tan feliz. A mí, me trata como a un tesoro. Yo les agradezco su amistad y parto fortalecido.

Eso sí, no hay que hacerse ideas sentimentales con los ancianos. Ellos no las tienen con nosotros. Y ya curados de sobreprotecciones, están dispuestos a que la suerte juegue sus bromas con nuestra juventud. Mi abuelo, por no ir más lejos, que no ostenta de gran maestro ni hombre ejemplar; e incluso, lejos de ello. Me decía hace unos meses que prefería morirse viviendo con su gente, que sobrevivir largo tiempo lejos de todos. Me lo decía con temple ligero. Así sin muchas congojas o pirotecnias afectivas. Tranquilo e incluso medio al “qué me importa a mí”, entre burlesco y desafiante. Estas confesiones suyas fueron asunto que me puso a tono con estas disquisiciones: “¿acaso no es natural esperar que sean justamente los ancianos quienes hayan meditado y experimentado más las voluptuosas turgencias de la muerte; y conforme con ello, acepten el pacto de solidaridad generacional por el que eligen la muerte para que nosotros vivamos?”. Miro a mi abuelo en ocasiones, mientras paseo por mi estancia momentánea en el sur, y recuerdo estos pensamientos.

Porque resulta que ahora debemos guardarnos en nuestras casas aduciendo causas humanitarias como la vida de los “abuelitos” sin contar otras enésimas razas que forman la “población vulnerable”. Y sería interesante indagar entonces cuántas de las personas que obedecen el mandato gubernamental de mantenerse en sus casas han visitado a sus ancianos en los últimos dos años. Cuántas guardan con ellos amistad, u otros lazos valiosos y robustos. A cuántas les parece relevante su vida. Pero prevengámonos de esa “vida” abstracta de los celestes pensamientos de “les philosophes”, como les llamaran Rivarol y el abate Barruel a los sabihondos de la libertad, la igualdad y otras yerbas semejantes. No nos referimos a esa, sino a esta vida que es su vida: un estilo, una historia, y una forma; con que los ancianos han sabido remar hasta muy lejos, en altamar, y desde donde nos hablan y nos miran.

Cuanto más observo el modo en que se conciben las formas y estilos de vida de la ancianidad, sus valores, sus atavismos, sus arrojos incluso y sus refrescantes desatinos, por parte de mis pares —las generaciones de “vanguardia”—, más experimento la certeza de que justificar formas soft de dictadura en nombre de los ancianos es de una hipocresía intragable. El grado de ominosas privaciones a las que nos vemos hoy por hoy expuestos no parecen corresponderse al estado de nuestros afectos reales para con los ancianos. Tiendo a pensar que muchos de ellos, so pena estar equivocándome —si realmente estuviéramos nosotros interesados en sus vidas, en trabar con ellos amistad, complicidades y mutuos placeres—, estarían bien dispuestos a morirse si lo mejor de ellos quedara con nosotros.

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