Al tranquilo claro de luna, triste y bello,
Que hacen sonar los pájaros en los árboles,
Y sollozar extáticos a los surtidores,
Surtidores esbeltos entre los blancos mármoles.
Paul Verlaine
Ediciones Ruinas Circulares publicó hacia el año 2019 la primera entrega de la poeta María Sol Pastorino (Córdoba, 1979). Se trata de La surtidora, poemario correspondiente a la colección Torre de Babel de la mencionada editorial y prologado por la escritora Liliana Díaz Mindurry. La obra yace cifrada bajo un ejercicio de variación continua que emana de la presencia persistente del objeto homónimo: elemento que ha de contener la sustancia poética, es decir, aquella motivación primigenia de la escritura. Entonces, la poesía urdida es de naturaleza estrictamente metapoética. Al no abandonar los márgenes del hecho estético, sino que resguardado y preocupado por los mismos, el poema en La surtidora, antes que teoría, filosofía o pensamiento, es poema. Dicha tautología necesaria (hoy sometida a una inconsistente amnesia) aquí es desplegada con lucidez y agudo sentido retórico de lenguaje.
La pluma se desplaza entre una corporalidad sensitiva y el hecho estético del escribir. Ciertamente, este último evento, en tanto acontecer, es una consecuencia del primero. Cabría advertir entonces que ambos elementos anulan la hostilidad para con el verbo, dando paso a la palabra portadora de un eros soterrado en la lengua enunciadora. Se trata de ese “tocar la flor de loto en el estanque seco”. Así, todo pareciera empeñarse en enfrentar “la dificultad afectuosa del poema” ‒de aquella pieza corpórea que exhibe sus indispensables cavilaciones‒, al mismo tiempo de confrontar la “nuca y su rigidez alfabética”.
La poesía figura como agua natural que emana de la fuente: materia que surge instada por la experiencia vital de la voz y no desde la estructura misma: “Sustancias que no caben en la vitalidad de la surtidora” se confiesa en una de sus páginas, comprendiendo, por un lado, la importancia del hábitat de circunstancias foráneas y, por otro lado, delatando el acicate de la surtidora. Hablamos de experiencia vital en su sentido abstracto, como sinónimo de vivencia en genérico que causa en el elemento transversal la poesía:
Será otro día dice la surtidora.
Toma la bolsa y confía en los parques.
Al gestar una dependencia poiética con la experiencia, se constata una grafía laboriosa que entiende su origen en lo ajeno y no en lo propio para satisfacer una idea de autosuficiencia. Sobre este último principio, hay obras destacables que sin duda se han guiado bajo esa episteme, mas lo que cabe expresar es que la poética de la surtidora ‒comprendiéndola como una metáfora del propio quehacer creativo‒ no renuncia al componente de lo empírico, siendo este la llama que sustenta a la pluma y a su trazo contiguo en los campos de la hoja (“Días de página en blanco”). Asimismo, por consecuencia, Pastorino no abdica de la riqueza potencial que el lenguaje posee para la expresión retórica de las ideas. En fin, vale compendiar a una surtidora ‒una creadora‒ que, a pesar de sus inquietudes inherentemente metapoéticas, pretende “abrazar el bostezo muerto de sus padres”.
Aún con la experiencia emanada desde su naturalidad y dirigida a una grafía precisa, estas no bastarían para destacar a una obra literaria. A la luz de esto último, es que la consideración de una tradición literaria se torna imprescindible. La voz, entonces, delata:
Días de página en blanco
la surtidora detiene la máquina,
suelta la provisión de sustancias y se dispara.
Es un chorro en la sequía del margen
flores en el margen, miren
Orozco, Thénon, Mindurry.
Sin una gratuita vanidad por exhibir la experiencia en tanto potencial imaginativo (allende su correlato verídico: ese adjetivo tan a maltraer de “confesional” que ha derivado en tantos vagos significados), Pastorino admite sus pilares de influencia en la citada tríada de escritoras. La exploración entonces por la palabra poética no es un periplo cándido, sino que se corresponde a una labor de gabinete y observancia lingüística “que nos defiende de la fantasía”. Todo concluye en:
Ah, basta ya dice la surtidora,
casi de noche, casi de película,
a la vida se la mira igual.
E insistiendo en la misma idea de concentración laboriosa, el hablante dicta:
no digo que seamos inútiles operarios,
pero lo útil tampoco ayuda demasiado
en las pesadillas y combates
sobre la hora de vivir.
Lo que refuerza el cuidado sobre lo dicho, es la mención meticulosa de objetos que demarcan astutamente la experiencia nueva, táctil y renovada, por las aguas de la surtidora y su flujo constante y vital. El poema II es decidor al caso:
Se abre el día para la surtidora.
Sobre una maqueta de flotantes camina
en el círculo y las bendiciones que nadie ve.
Entre frutos exóticos cayendo sobre un mantel nómade,
céspedes que pisan entre jóvenes.
Tales bendiciones,
entre frutos que nadie ve.
Notamos cómo los objetos abren paso a la sensación. Así, el sonido y su tacto delatan que la poesía es voz, antes que palabra o concepto. Es en aquel sentido en que nuevamente nos enfrentamos a la riqueza de la materia del lenguaje, renunciando a la configuración de esterilidad:
Lo blando,
reino de rarezas y sus cualidades,
seres y cabezas,
la parte que escapa a la buena voluntad
alcanzan la corteza y sus cansancios.
Esa riqueza autosuficiente, a su vez, ha de comprender a la poesía como el reino de lo otro, donde los diversos valores verbales se subvierten y la subsistencia misma de dicho reinado se debe a relaciones con lo pretérito. En esa deuda las transvaloraciones aparecen. Los significados, al anular patrones de tipo instrumental y/o moral, devienen en cercanías contradictorias, si aún leemos la escritura bajo un lente estrictamente lógico (“Las llaves se desgatan en la comprensión”, se nos advierte con precisión). Así, en La surtidora, ocurren dos instancias de aquel trasvasije característico. En primer caso, se concibe al esfuerzo verdadero en el no esforzarse:
Empeño en escribir,
tarea que la surtidora realiza sin el menor esfuerzo.
Esta transvaloración semiótica por antinomia abarca a la escritura como un acto no germinado del esfuerzo (etimológicamente, “de la calidad de fuerza”), sino de la respiración e intuición. Acontece así la grafía sin advertencia, estableciendo implícitamente que el poema es anterior al poeta. Y entonces, pensar el origen en la experiencia vital siempre pretérita obliga a considerar la presencia de lo inconsciente que habita en el campo del acontecer (“Como la insistencia de la vida, hay que insistir dice la surtidora”). Todo aquello lo acoge la surtidora y, finalmente, todo es unidad que se forja en el mismo punto del plano escritural (“Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar”, nos recuerda Jorge Manrique), sin esfuerzo mediador:
Son los huesos y su armadura dice la surtidora.
Formaciones junto a las del in-consciente,
lo blando, la parte que se escapa a la buena voluntad
las pequeñas falanges y las manitas de la ternura,
que rodean el grosor de nuestros cuellos.
Este habitar de la pluma con entramados involuntarios y, por ende, no advertidos, conceden a la escritura su verdadero cariz de naturalidad, dotando al esfuerzo material su nulidad correspondiente tras la palabra que discurre irrefrenable. Así, los versos citados evocan al ejercicio noctívago de Escrito con un nictógrafo de Arturo Carrera:
asisto a su duración en lo instantáneo
SILENCIO DESORBITADO
su fiesta en lo opaco, en lo pleno, en lo plano
la atención lleva un blanco en la frente
lleva una capa de lirones
despiertos.
Tampoco se trata de un grado de arrebato, sino más bien de una conciencia sobre cómo los elementos fuera de la lógica intervienen inherentemente en el tejido del poema, camuflados, sin notarlos en el momento de concebir a este último. Así, acontece la primera transvaloración.
En otro sentido, cabría destacar, además, una transvaloración que se constata hacia el final de La surtidora y que en ningún caso se encuentra aislada de la primaria ya aludida. Se trata, consecuentemente, en otro trasvasije semiótico por antinomia: lo útil se torna inútil en el poema:
Lo útil del esfuerzo dice la surtidora,
tan inútil y bello,
las páginas que confunden el blanco,
las flores raras, ellas
en el margen,
sentencia el poema XXVIII. Se trata de la negación de una episteme utilitaria o con fines otros. El campo poético así no comete un acto contranatural, sino que se cobija decidido en su propia cosmogonía, en su propio mito creado. Es interesante entonces cierta actitud irónica que la surtidora guarda respecto de la episteme teórica, que observa al poema como materia para justificar sus preceptos, ignorando muchas veces el supuesto objeto de estudio:
Salud por los teóricos dice la surtidora.
Sus intenciones
Encienden las velitas del cumpleaños necrológico.
Ante la retórica vacua del teórico, la surtidora dice “salud”, ya que se trata de “bultos de tantos muertos [que] pesan en la razón”. Finalmente, se pregunta:
Qué balanza los soporta,
la balanza del lenguaje y sus agujas
a nadie señalan (hasta pronto).
Así, ambas transvaloraciones se corresponden y erigen un acto de defensa de la poesía.
La concentración del ser poético en una surtidora permite el escape de la emoción. La distancia en sí misma que encarna el objeto posibilita la enunciación acendrada, sin afecciones torpes ni superfluas. Las transvaloraciones exhiben una diestra reflexión sobre la materia verbal, válida en la siguiente contradicción: el efecto de concentrar el flujo poético en un elemento de emanar frecuente consigue, por un lado, atisbar un escribir que, diríamos, se basta a sí mismo, puesto que es de él a quien enuncia. Mas, por otro lado, se urde una dependencia con el hecho pretérito de la experiencia vital y la deuda literaria que permitirá, finalmente, originar la sustancia poética devenida en lenguaje. Estamos ante una tentativa de asir lo inasible por un segundo en la palabra, pero que se debe, a su vez, a sus propios eslabones.
