El viejo conflicto entre la ficción y la realidad asalta al lector desde los primeros capítulos en El nervio óptico (publicado en Chile por Libros del Laurel, 2016) de María Gainza, afamada crítica de arte trasandina cuyo quehacer induce a difuminar las fronteras entre vida y obra. La protagonista de la novela también se llama María -nombre antiguo y coloquial que se emparenta tanto con el señorío como con la amargura-, mujer que se pasea por sus recuerdos con la misma fascinación y detenimiento que por una galería.

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Quizás puedan surgir las dudas, tras una primera lectura, sobre el género al cual pertenece esta particular obra, ¿crítica de arte, historia de la pintura, memorias familiares?; sin embargo, yo descarto la teoría del género híbrido inaugural por simplista y postulo que es una novela de autoficción que juega a seducir y confundir al lector con sus anacronías, sus alternancias de focalización y el tono intimista y didáctico empleado en la narración. Por lo anterior, por supuesto, es una historia inteligente en donde la narradora nos presenta con esmerado azar las once obras pictóricas que más la estremecen y cuyas trastiendas y leitmotiv colorean el escenario en donde ella prefiere presentar sus memorias, que ha logrado intrincar con las biografías de los once autores que admira, a la par que transcurre su vida en la decadencia de una aristócrata familia argentina.

El hilo conductor de esta novela es la memoria, pero diacrónica y no lineal, y se percibe cierta sugerencia en la relación no aparente entre las desinencias y desaciertos de artistas tales como Rotkho, Courbert o El Greco, con los desencuentros que van acumulándose y conformando la existencia de María, quien suele permanecer en la zona de confort de la contemplación pictórica para desapegarse emocionalmente de su propia vida; así, la traición y el abandono, que son patrones recurrentes de las personas que la tratan, son relegados a planos posteriores para privilegiar la descripción de las obras de arte que verdaderamente consiguen apasionarla, despertarla, conmoverla. María se comporta como una espectadora de los acontecimientos que le suceden, asumiendo un rol pasivo en su emocionalidad, a pesar de poseer una rica vida interior a la que sus relativos desdeñan o ignoran y sólo entrevén cuando ella les habla de arte. “No entendés nada, nena”, le acusa su hermano mayor. “Limitate a interpretar cuadros, porque para leer a las personas sos de madera”.

No obstante, su talento indiscutible para enseñar la historia del arte vuelve la obra adictiva. María se presenta como una maestra amena con un conocimiento vasto, obsesivo y crítico, mas su ausencia de ínfulas y su ridiculización de quienes las poseen impide que el relato pierda dinamismo o se encumbre a un ámbito tan especializado que sea inaccesible. “Mal administrada, la historia del arte puede ser letal como la estricnina”, nos comenta María. Los autores a los que hace referencia tienen el denominador común de ser sus favoritos, simplemente, pues lo mismo ella nos los introduce como si jamás los hubiésemos oído hablar que nos los desglosa como representantes de una idea única que genera en ella la compulsión de recuerdos entrelazados. Esto es más que evidente en el capítulo donde aparece Augusto Schiavoni, pintor argentino que ella incluye porque una de sus obras la retrata involuntaria y escalofriantemente, y que además resulta ser un hombre aficionado al espiritismo y lo sobrenatural.

Los personajes de la novela, mayormente familiares y amigos de María, no tienen tanta consistencia como la decena de autores cuyos detalles más improbables son relatados a profundidad. Finalmente, María nos confiesa que tiene un cáncer terminal. No insinúa nada más, pero entonces comprendemos su motivación para esta verdadera curatoría catártica. Con el juego de la autoficción, María ha organizado una exposición de sus recuerdos, aquellos que son el perfecto maridaje de obras que para ella son hitos trascendentales más que simple objetos de placer estético, y ha escrito para ellos los textos biográfico-anecdóticos del catálogo en que justifica poéticamente su elección:

“Sé que las razones por las que me acerqué a esta pintura no pasarían un examen de la academia, esa casa de los espíritus donde el mayor miedo es escapar, pero de última, ¿no son todas las buenas obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta «qué está pasando» en «qué me está pasando»? ¿No es toda teoría también autobiografía?”

mariagaina

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