Para los hopi, una tribu de Arizona estudiada por Sapir y Worf, el tiempo era estático: no existían ni el presente, ni el pasado, ni el futuro. Así me gustaría que fueran estos cuadernos.
Escribir es darle de comer a la barracuda, soñar en ayunas con su boca dentada, pasar la piedra por el almirez. El mejor poema es aquel que se nos va de las manos hacia otra parte.
Me siento a ver Phantom (1922), la película de Murnau. Para mi gusto, está a la altura de otras más conocidas y agasajadas, como Nosferatu (1922), El último (1924) y Amanecer (1927). El fantasma de la mujer amada en el carruaje me recuerda al onirismo simbolista de Nerval. En el cine mudo las emociones nos llegan sin mediación del lenguaje, sólo a través del repertorio de gestos (ojos desorbitados, labios tirantes, dientes tensos igual que navajas), de la música y de la puesta en escena. Tiene el lenguaje no verbal una fuerza primitiva indomable, nos alcanza sin los edulcorantes de la palabra hablada. Primitivismo, sí, porque cualquier gesto contiene más paz o más violencia que todas las palabras. En el paraíso, Adán mata palomas apuntando sólo con el dedo índice.
El luminol es un producto usado en química forense para rastrear manchas de sangre, aunque estas hayan sido borradas a conciencia. Imaginar también un luminol para nuestros recuerdos.
No el infierno de ser Nada, sino el de ser Nadie. Esa es la idea que asume el protagonista de la película de Antonioni, El reportero, papel interpretado por Jack Nicholson. Este Nadie no es el talismán de la huida, como sucede en La Odisea cuando Ulises borra su identidad tras cegar al cíclope. Asumir la identidad de un muerto supone ahora instalarse en la perfecta soledad. Mr. Locke habita con su voluntariosa ironía un futuro en el que asiste a su propio Juicio Final en la piel de otro que ya ha sido condenado de antemano. Su destino es parecido al de Rimbaud.
Se habla mucho —el tópico es viejo— de la supervivencia del escritor en su obra literaria. ¿Siglos? ¿Milenios? ¿Cuánto tiempo será recordado por las generaciones venideras? Lo único cierto es que, cuando pase el tiempo, cualquier arqueólogo, profanador o curioso de tumbas dirá lo mismo al contemplar el cráneo del otrora inefable poeta:
—Sí, en efecto, por la posición de las vértebras cervicales puede afirmarse que este animal caminaba erguido.
Me he criado en una tierra en la que la palabra “delicado” era sospechosa y siempre se usaba con carga peyorativa. “Este niño es muy delicado con las comidas”, confesaban las madres malhumoradas a las amistades de la familia.
Escribir con tinta negra en las pizarras negras: en la seguridad de que nacemos borrados: ilegibles: nazarenos en un orfanato.
Heródoto cuenta que los escitas eran enterrados junto a sus caballos. Me llama la atención el fenómeno —más sociológico que literario— de esas novelas inconclusas editadas de inmediato después de la muerte de su autor. Todo parece más apetecible si está macerado en ese vinagre mórbido. Acaba de suceder con la novela de David Foster Wallace, El rey pálido, y ya pasó con 2666, de Roberto Bolaño. Se trata de ofrendas imposibles. Se pretende que el tiempo de los muertos prosiga en el de los vivos. Para ello, un editor o testaferro resucitan a un autor para que este mismo ofrende sobre su túmulo un texto inacabado. Incluso se atreven a intervenir en la estructuración y forma final del manuscrito, a la manera de un psicopompo al revés. Olvidan que ese caballo aún no era propiedad del escritor, que su montura no conservaba la forma de sus caderas; olvidan que sólo trotaba por las praderas rojas y humeantes de su imaginación.
¿Qué hacer con los tiempos muertos en que los hijos están dormidos? ¿A qué dedicarlos?
Mi padre tenía el dorso de la mano derecha quemado. Un accidente infantil —una brasas— le dejó una cicatriz permanente que él mostraba casi con orgullo. En La Odisea, Ericlea reconoce a Ulises por una cicatriz en el muslo. Ayer me quemé la mano en el horno: una línea fina y oscura rasgó mi piel en el instante en que toqué la bandeja metálica. La observo largo rato. En ella, a través de ella, he recordado y reconocido la cicatriz de mi padre, lo que hay en mí de él y que yo a veces no recuerdo o ignoro.
Murnau muere en un accidente de coche en 1931, antes del estreno de Tabú, cuyo rodaje acababa de finalizar. El auto lo conducía su chófer y amante filipino. (Todo su cine es una poética del golpe, de la sacudida). Barthes muere a consecuencia del atropello sufrido al cruzar una calle de París, a la altura del número 44 de la rue des Écoles. La furgoneta de una lavandería lo embiste cuando salía de comer con François Mitterrand. En el hospital le practican una traqueotomía y ya nunca vuelve a recobrar el habla. (Su labor crítica se resume en una operación de incisión y corte). Hoy he leído en el periódico que Theo Angelopoulos ha fallecido a los 77 años, arrollado por una motocicleta en Atenas. ¿Podría imaginarse el plano secuencia de un hombre empujado por una máquina muda y que no termina de precipitarse contra el suelo? ¿Tendrá razón Pasolini cuando sostiene que la realidad es un plano secuencia infinito? Caminamos en pos de la realidad y sus vísperas (Aquiles a lomos de la tortuga) por una secuela de aproximaciones.
Escribir significa bautizarse con tentaciones de hierro. La poesía, como el mejor pensamiento, se hace con imágenes: María Zambrano, Eliot, Cirlot, Juarroz, Lezama Lima, Wallace Stevens, Bashô… En El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, los personajes abren bien los ojos buscando los vestigios de la bicicleta robada, se pasean por un tumulto de bocinas, de manos, de herrumbre. El espectador remueve también con la mirada los objetos que va mostrando una cámara que se desliza parsimoniosa. La mirada une y desguaza, al mismo tiempo y cada vez.
Reconozco que tendría difícil escribir una novela de formación (Bildungsroman) al estilo clásico. La percepción de la belleza fue en mí una cualidad más bien tardía, adolescente y no infantil. Recuerdo que unos señoriales y elegantes pavos reales campaban a sus anchas por el corral de grava de mi tía, en Balboa. Yo, en lugar de detenerme a contemplar aquel arcoíris de plumas, agarraba un puñado de piedras y se las lanzaba con tanta saña como puntería.
Al final de su vida, Julio Cortázar, enfermo, le confiesa a Mario Muchnik, amigo y editor, que está cansado de su cuerpo. El dolor en las manos, los pies y las caderas me quita las ganas de leer; solo resisto holgadamente las páginas de El cuaderno gris de Josep Pla, su antirretoricismo, su frescura (el libro de Pla nace de la digestión del ocio, en tanto que El libro del desasosiego brota de la regurgitación del tedio). He pedido los diarios en portugués de Al Berto, pero me dicen que están agotados. Me paso los dedos por los labios; hago planes para ver a algunos amigos, pero los postergo indefinidamente; siento que el aire se estanca entre los párpados, algo como un agujero relleno de soda, un otoño clausurado en cucuruchos de cafeína (parezco un personaje de Mario Levrero).
—Este pulpo está malo; está muy duro —dijo ayer Óscar Barrero durante la comida.
Y advierto algo no masticable, que no se para ante las puertas, que se distrae en acetonas, que me vierte agua hirviendo en las rodillas. Me gustaría, como Pla, quedarme en la cama hasta muy tarde, pero solo consigo levantarme a las diez. Odio escribir de día porque entonces la escritura sigue idénticos preámbulos que la cocción de unas alubias. Quiero escribir de noche, pero me apoltrono en mi pleura, me hago cilantro y viejo, me avejento de esclusas, canarios muertos en la parva, y me adueño de un calostro seco, me entretengo con los postizos de la madre para ver si me nieva en la postrimería, y renuncio al soma, y le pregunto por sus males al casero. Todo lo que se rompe por el centro revela su verdad, su metralla absoluta, su oficina abierta solo en penumbra. Por eso desprecio todo lo que me esconde sus costados, el menú político, porque todo programa puede ser mordido por las fieras, porque todo códice es falso si no está escrito según el abecedario de las muelas.
(Me digo: el pasado es solo una tapia que no has de saltar, laja en la habitación del misionero. Contempla las rosas del jardín, esgrime cualquier excusa, imputa a otro los bienes que no posees, colapsa la mensajería, las lágrimas de Níobe, el muchacho que tose en los pasillos, la baba sorda y discípula, la sémola quemada. Quizás las rosas aún guarden un rostro verdadero para los valientes).
[De Cuidados paliativos, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2017]