PRESENTACIÓN DE MAURICE CHAPPAZ
Rafael-José Díaz
Vagabundo y sedentario, íntimo y expansivo, defensor de la integridad natural de su país natal y a la vez participante en la construcción del progreso (en este caso la Grande-Dixence, la mayor presa de gravedad del mundo, situada en el Val d’Hérens del cantón del Valais), iconoclasta y fervoroso recolector de tradiciones, propietario de viñedos, alpinista y defensor del bosque mítico de Finges, el suizo Maurice Chappaz, muerto en 2009 a los 93 años de edad, es una de esas figuras gigantescas que no se parecen a ninguna otra, que han ido labrando su obra entre la convicción y la duda mientras a su alrededor el mundo, que apenas supo escucharlas —si no es, como recuerda su amigo Philippe Jaccottet en Pour Maurice Chappaz, con algún disperso canto de júbilo en celebración de la vertiente más externa de su obra, su ecologismo—, se iba decantando por el más desolador y estéril de los olvidos: el olvido del ser, de la autenticidad, de la búsqueda de lo que alguna vez pudo llamarse el Weltinnenraum, el “espacio interior del mundo”.
Maurice Chappaz nació en Lausana en 1916 y falleció en Martigny, cantón del Valais, Suiza, el 15 de enero de 2009. Pasó su infancia entre Martigny y la abadía de Châble. Mientras hacía sus estudios de Letras, leyó a Paul Eluard, Max Jacob y Paul Claudel. Su primer poema, La Merveille de la Femme (La maravilla de la mujer, 1938), data de sus años de estudiante de Derecho en Ginebra. Los años de la guerra le dieron la oportunidad de entrar en contacto con grandes escritores suizos de lengua francesa como Ramuz, Crisinel, Matthey o Roud. Conoció a su futura esposa, la novelista S. Corinna Bille, en 1942. Es a ella a quien evoca en el relato lírico Grandes journées de printemps (Grandes viajes de primavera, 1944). Se trata de unos años difíciles, durante los cuales Chappaz sufre una crisis tanto ética como estética, perceptible en el Testament du Haut-Rhône (Testamento del Alto Rhone, 1953), la única obra de este periodo de cambio, y a lo largo de la cual agoniza, en cierto modo, la voz de la poesía pura. A partir de 1957 se estableció como viticultor en Veyras, lo que le permitirá mantener un permanente debate con la modernidad de su región, el Valais, denunciando la ideología de progreso que, según él, ha destruido la tierra ancestral y la cultura campesina. En Portrait des Valaisans en légende et en vérité (Retrato de valisanos en leyenda y en realidad, 1965) y Le Match Valais-Judée (El partido valisano-judío, 1968) reconstruye, a través de leyendas y de anécdotas, un paraíso ya perdido por la irresponsabilidad de los «responsables». En su correspondencia con el gran escritor Jean-Marc Lovay, mucho más joven que él (La Tentation de l’Orient, La tentación de Oriente, 1970), recuerda a menudo el Valais de su infancia, tal y como era antes de que apareciera el progreso. A esta idea de defensa de los valores rurales se une una tendencia, en cierto modo nómada, presente en sus numerosos viajes a Italia, Laponia y Nepal. Tras un viaje a Rusia, el último con S. Corinna Bille, que falleció en 1979, pasó temporadas en Pekín y en el Líbano. Sus reflexiones sobre la muerte, iniciadas en 1966 con Office des morts (Oficio de muertos), se continúan en 1984, en À rire et à mourir (A reír y a morir), un relato en varias voces, en el que evoca a personajes desaparecidos. De 1987 es Le Livre de C., un devastador y bellísimo testimonio en recuerdo de Bille.
La haute route (La alta ruta) es un libro singular en una trayectoria jalonada de libros singulares. Maurice Chappaz describe aquí su recorrido entre Chamonix y Zermatt, una de las rutas alpinas más conocidas y exigentes, sólo practicable en verano y cuya duración, si se hace en esquíes, como lo hizo Chappaz, está calculada en unos ocho o nueve días. El libro, escrito en una prosa chispeante, dinámica, desinhibida, parece escrito en permanente estado de exaltación, como si Chappaz hubiera llevado consigo un cuaderno para anotar sobre la nieve sus impresiones de alpinista. La alta ruta, que será publicada próximamente por la editorial Periférica en España, será el primer libro que pueda leerse de Maurice Chappaz en nuestro idioma.
Nada1 del alba
(Capítulo 10 de La alta ruta, de Maurice Chappaz)
Traducción de Rafael-José Díaz
[Los objetos, las plumas — entre el tabaco y la sombra]
Al principio era el desierto sin límite, sin dimensión.
La cabaña ronca; sus escaleras se tambalean, sus tazones con reflejos de nieve azul marcados C.A.S.2 tintinean, el lápiz de una mano a otra garabatea el diario de navegación, un cuchillo silba sobre virutas; el fuego irradia, algunas palabras se pasean, pocas frases; los rostros se ungen, nos pintamos narices y labios de vacas contra la erección solar; se deslizan, suenan correas; en el suelo crecen los sacos y se escucha el gran bostezo-reflexión del guarda acodado que evalúa la montaña.
El que ya no parte…
Las cantimploras que ha llenado, se yergue una pequeña población Hay una alacridad de los cuerpos que se han vaciado los intestinos sobre el precipicio en las chozas perforadas y que se han calentado con café hirviendo.
Atiborrados del porridge para guardias fronterizos.
Las bolsas han rozado las estrellas y las cornejas en el umbral.
Desde fuera, la cabaña (en la que arde una lámpara) es como una naranja. El insólito cubo de piedra nos ha soltado como un módulo espacial. Al aterrizar en un charco de lívido hielo, de un brinco entro en la noche. Pureza del cristal negro y repito: «Alabado seas, Nadie3». ¡Es decir, nadie! El nulo, el extranjero, el vacío y la sal sobre mi lengua. «¿Qué te llevarías si tuvieras que vivir en una isla? ―Me contentaría con ese único verso inagotable.»
Lánzate adonde no sabes.
¡Alabado seas, nadie!
La he olvidado y la luna se ha deslizado como un gato detrás de un pico.
Un piolet raspa una roca.
¡Como si cayéramos en el mar o en el río del aire! ¡A alta mar, alpinistas! Nuestros resoplidos, nuestras respiraciones se secan con cada ráfaga de viento mientras las alas de las cornejas no tocan nada, ni siquiera el viento. ¡Navajas de afeitar y seda! Las cornejas se balancean, pero no acarician. Están a mil centímetros de nuestra espalda, de nuestras cabezas. Se desvanecen de perfil, se cortan. La nieve cruje. Oigo el rumor familiar de los esquís, la fricción de las tablas en la nieve.
Un cigarrillo (el primero) responde a la violencia de la ausencia. ¿Quién está dentro de nosotros? Una mano hinchada protege la boca y la cerilla. No se huele el tabaco.
La noche carece de color.
Comenzamos a rodear una roca, a medir una pendiente de nieve. Los ojos aprenden de nuevo a contar. Veo renacer la profundidad, la altitud. Somos como pequeños San Pablo de piel de foca, y estamos en la piel de quien clama en las epístolas la anchura, la longitud, la profundidad del misterio4. ¡Qué verborrea la suya! Este enigma me hace soñar y lo siento, al enigma, al borde de los listones. Las cornejas, las impalpables, las huellas (las lacunosas), todo desaparece y engendra la gran intimidad de la montaña. Se delinean unos yacimientos imprevistos: los esquís zigzaguean entre escamas rocosas y montículos de nieve. Nuestra fuga se espesa. Cuando adivinamos el humo del cigarrillo, el día nace.
Olemos por primera vez el tabaco.
Me estremezco.
Destilo el tabaco y el frío.
Fumar es rezar. Le da sabor al alba. Los gigantes crecen dentro de Su Santidad la sombra.
[Monstruos en la aurora]
Las crestas dibujan una línea. Una gota de aceite sigue el horizonte, afirma un ribete, luego salen colores como moratones en una pierna, bajo la compresa de árnica amarilla, se marchitan, se disipan. El cielo se hiela con un poco menos de fuerza. Los hombres-bolsa se empaquetan, aspirados, de cuclillas en el corredor. Giran sobre sí mismos. Abrazan la hondonada. Se lanzan de nuevo en un arrebato.
No se ha visto pasar las estrellas. Un quinteto de estrellas se nos ha deslizado bajo los brazos:
¿Orión, Casiopea? ¿La Liebre?
Siento un frescor alrededor de los ojos. Engancho mi respiración a la piel de foca. Adapto suavemente mis miembros, desde la planta de los pies a los hombros, a la áspera ladera. Mandamos besos hacia lo alto de las cimas cada vez más claras. El cirio azul del cielo al levantar los ojos; pepita azul que brota. Mientras tanto, vemos cómo desaparece el agujero bajo nuestras piernas y cómo lejanas estrías de bosques acaban siendo tragadas en el valle que gira como un molino; pero, cuando nos restablecemos sobre una cresta, en la escotadura el cielo parece sumergirse, el abismo surgir.
Un témpano de espacio se me mueve en la boca.
Creo que siento el viento contra un musgo lejano bajo la cabaña…
Y el guarda cabezota detrás de un telescopio: «¡Nada, nada, ni siquiera un animal, nada más que las montañas-crucifijo, los cuatromiles-crucifijo!», es decir, que él se crucifica en la artemisia, pequeñas plantas glaciares, alcohólicas, que ha recogido en verano.
―¡Eh, guarda, eh!
Y luego es imposible buscar ni olfatear por debajo. El abismo de abajo está cerrado. Trepamos. Somos monstruos aislados, unidos a una cuerda.
Hemos alcanzado uno de los puntos de la montaña llamado en todos sitios el Hombro.
Recibimos de nuevo la visita de las pirámides, de las torres negruzcas, rojizas, el brusco abrazo de las caras.
Recibimos el choque de la vertical blanca.
He divisado muchas veces el sol chispeante al borde de las rocas. Las trompetas de los ángeles en el último juicio no sonarán de otro modo para escarnecer a los pueblos dormidos. De pronto un calor se desliza en la nieve.
[El ángel en la nieve ― el joven aventurero]
Estamos fríos. Tenemos la piel tensa: la sensualidad de todas las pendientes nos sorprende. ¡Algo rubio las roza, la cebada madura que emite una onda! Ese hilo ligero, esa brisa corre por los neveros siempre endurecidos, apenas más claros que madera de cembro. Luego toda la pendiente parece levantarse. Nos ponemos entonces las gafas de sol (de la resurrección).
La nieve es brillante; en la superficie, más frágil, más estirada que un bricelet5. Día y noche se transforma. Se derretirá en cada huella medio agua, medio harina, medio flor.
Rechazo el instante gris que me ha seguido hasta dentro de la aurora.
Olvido las hojas de corneja, las alas casi invisibles en el aire, una ensalada de brujo detrás del refugio Se siguen agitando en mí como un viejo sueño.
Mudo y cortante, este edén.
Los esquiadores chupan el glaciar, que produce una hilera de sombras como una alameda.
Un vacío de veinte metros: nos damos cuenta de que somos seguidos con una soledad siempre mantenida (hasta la futura cabaña) por un lozano, rosado, sonriente adolescente. Las montañas en mi época eran atravesadas por jóvenes alemanes que se lanzaban así sin decir palabra, irritando o tentando a las caravanas.
Con su audacia y sus caritas de minnesänger.
Duros alpinistas en ciernes.
El mundo se ha ido patinando fuera de la noche.
Y a las espaldas otras paredes se elevan, blancas.
1 En el original, Chappaz emplea la palabra española nada, que está presente en la obra de un autor como Pierre Jean Jouve, quien la tomó a su vez de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz.
2 Siglas del Club Alpino Suizo.
3 «Gelobt seist du, Niemand», verso del libro Die Niemandsrose (La rosa de nadie), de Paul Celan (1963).
4 Chappaz alude al siguiente pasaje de la Carta a los Efesios de San Pablo: «Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios». (Carta a los Efesios, 3 : 14-19, versión Reina Valera, 1960)
5 Los bricelets, especialidad de la Suiza francófona, son unos gofres muy finos y crujientes, dulces o salados, que se toman normalmente en la merienda o en el aperitivo.