Todo lo acontecido

le teme a su palabra

Elias Canetti

la-pieza-tapa-pdf.jpgLa sospecha del poeta ha sido siempre la misma: detrás de la simple apariencia de las cosas se esconde otro universo, el alfabeto olvidado del origen, el alba de un renacimiento a nuevas impresiones. Hablamos del territorio del enigma. El poeta vendría ser, así, el sensor que anuncia el asalto o la insinuación de ese orbe que puja la membrana de lo real hasta abolir -o cuando menos desgastar- el pacto cotidiano que se tiene sobre las cosas mundanas, ceñidas por el racionalismo a una premisa elemental de causas y efectos. No sin emparentarse a la paranoia, el acto poético es hijo y deudor de una desconfianza y procesa una violenta revulsión del sentido convenido: está llamado a marcar nuevas pautas, violentar gramáticas, subvertir esquemas, re-signar el idioma, descamar la corteza de lo aparente para dar con ese lenguaje que destella bajo la opaca realidad pero que -por un mecanismo de conservación causado por el mismo lenguaje- se mantiene parcialmente velado en su mostración. He aquí la paradoja elemental de la poesía: el camino hacia esa belleza que no halla sus nombres sólo es posible mediante una operación que emplea los mismos nombres que aborrece, aunque alterando su relación. Para cazar lo que por definición permanece callado se debe usar una red linguística que inevitablemente nombra lo que no tiene nombre. Apenas da con su presa, el poeta establece, triunfal y derrotado, un nuevo orden que permanece abierto a una eventual convención o enmarcamiento de otras pautas. Es lo que hago ahora mismo: prologo, explico, califico y zurzo lo que Avero quiso dejar abierto, como un pájaro que sobrevuela el cielo del lenguaje.

La pieza a la que remite el título no es otra cosa que la escenificación o arquitectura de ese territorio donde habita el poeta, el claustro del misterio, la casa de las palabras y su inherente desasosiego; la alegoría de un espacio sólido, reducido pero infinito, donde deambula en círculos la conciencia que interpela su misma naturaleza como herramienta constituyente de eso que llamamos realidad. Semejante al aleph de Borges, es un punto limitado pero en expansión, insondable y coextensivo al todo. Bien mirado, el vocablo «pieza» remite aquí a dos acepciones que señalan esta -acaso ilusoria- contradicción. Por un lado la pieza como habitáculo, un espacio acabado de recogimiento y resguardo, sin fisuras; por el otro, la pieza como fragmento, un trozo, una parte o retazo de algo más grande, la hebra minúscula en el tejido del cosmos. La grieta que resquebraja las paredes de la pieza armada.

Mi habitación no tiene

descripción ni número,

solo un flujo que se escapa

por debajo de la puerta.

Fiel discípulo de Heidegger, Avero ahonda los entes seguros para orillar el Ser detrás de la materia, el fundamento primero, metafísico, que se define escurridizo e inefable pero posible y orientador desde su inminente postulación. Quiero decir que conceptos como la verdad, el amor, el existir, la identidad, el mundo como totalidad coherente y unificada -tópicos estructurantes de este poemario- no son, ciertamente, entidades positivas que puedan señalarse con el dedo; pero la posibilidad de postularlas, imaginarlas o intuirlas ya las vuelve partícipes del lenguaje y su ludopatía.

Según el Génesis bíblico, todo lo creado responde a una voluntad trascendental, increada, incausada, y con potestades absolutas. Nada conocemos de ese misterio. El propio mito católico de la creación es uno de los tantos ademanes narrativos por cohesionar la asombrosa diversidad del mundo bajo la égida de un Dios. Un Dios que precede al todo y emplea la palabra no solo para crear, sino también para separar y ordenar pacientemente el caos. Pero algo queda siempre por resolver en esta cosmogonía. ¿Cómo eran las cosas antes de ser nombradas? ¿Cómo imaginar ese mundo primitivo, sin distinciones, ni relaciones, ni oposiciones, ni atributos, donde la luz y la oscuridad danzaban encastradas una a la otra?

Si ese ideal es inaccesible y al parecer propiedad exclusiva de la divinidad, el creador debe aventurarse a la conquista de una mirada endiosada que intuye no en las cosas, sino entre las cosas, para romper las oposiciones clásicas y reestablecer, mediante un replegamiento feroz de lo real -simultáneo al devenir de la escritura-, un punto originario. Algo así como un Génesis en permanente actualización. El problema está en que ese retraimiento o «viaje a la semilla», como decía, ocurre mientras el poema se despliega, relativiza, desfigura y refigura la realidad. ¿Qué queda entonces? ¿Qué es lo que dice el poema, al fin y al cabo, de lo que desea decir? ¿Cuál es la apoyatura de sus palabras? ¿Qué clase de realidad describe? Tan solo hay abismo, crisis, resquebrajamiento, hundimiento, grisura, desamparo… Una pieza de paredes en tensión que vascula: se expande golpe a golpe, verso a verso, a la vez que resume, contrae y sintetiza el mundo. No solo se trata de nombrar otra vez las cosas, sino de incurrir en el exceso de renombrar a Dios empleando su propia herramienta («…dios que sale/ de los ascensores/ con la bolsa de pan/ y la botella de vino»). Una venganza deliciosa. El poema se desarrolla, digamos, desde la pulsión suicida de un lenguaje insatisfecho que se deshace para rehacerse y bautizar al todo mientras lo vuelve nada.

En el poema «Rango de existencia», por ejemplo, se establece un notable contrapunto desde el corazón mismo de la enunciación. Irrumpe allí un decir paralelo que, sin ofrecerse como paliativo, acude para desenterrar un significado alterno que subyace al discurso. Lo dicho se desvía rápidamente hacia otra referencia, corre -o más bien corrige- su sentido, reestablece las coordenadas; como si la tinta de lo escrito se sintiera incómoda y ramificara voluntariamente su recorrido para inmolar el mensaje anterior y así revelar las trazas de algo más urgente: sensaciones, reacciones, eventos, los «olvidados y no vistos cimientos» de la experiencia que son simultáneos a los de la experiencia dicha, pero que se han visto injustamente relegados u ocultados por la linealidad obligatoria de la sintaxis. La voz perfecta del primer verso queda tachada de autoritaria y frágil con la aparición de esa segunda locución. El lenguaje se abre interrogándose, minándose a sí mismo. La tesis queda perfectamente demostrada: las palabras nobles de la existencia están, por fuerza, dotadas de un «rango» abierto, por lo que deben, en honor a esa existencia, desnudar su arbitrariedad:

Nombrar paredes, bloques que se elevan.

Barro, golpes, taquicardia.

Nombrar puerta, pestillo y cerradura.

Desnuda, sexo, cenizas, sábanas.

Nombrar un techo empequeñeciendo noches.

Centinelas, cuervos, ilusiones, máscaras.

El poema, como se ve, ancla y funciona en medio de las tensiones, siempre a punto de rasgarse. Luego de ahondar en la grieta de los nombres y arañar sus paredes, el poeta acaba entregado a la palabra final que quiere ser la palabra pura del inicio: un resurgir. La vida no quiere ser dicha porque la vida no es palabra. Y entonces, la poesía se erige como mediadora con la tentativa de celebrar la paradoja de abolir las mediaciones: ser como un silencio póstumo a las cosas y a la vez semejante al de su víspera. Pensemos en el poema como la semilla que la realidad nos revela luego de ser quemada y barrida, un área de masa imponente, algo así como un agujero negro que lo traga todo; un espacio donde la palabra, al igual que la luz que cae en los dominios de ese vórtice, no puede salir de sí, aunque no pueda evitarlo. La poesía aúna la fuerza de esa succión con el empuje ciego de un escape. Cierre y apertura, luz y oscuridad, todo y nada, fin y comienzo. Me agrada imaginar que esta Pieza yace al fondo de ese agujero, y que Avero ha querido rescatar y volver tangible ese estado de fuga que articula lo aparentemente distinto, tejiendo relaciones inusitadas:

Hoy todos los desagües mueren

en la ventana sur,

veo el casamiento de los zorros

y el cielo de Teillier.

La pieza de Avero está agujereada, despedazada, es informe, mutable, inhóspita, y se estremece. Hogar y baldío. Los pasillos reptan, el ropero abre portales, las polillas roen los zapatos, las puertas entornadas sugieren raras dimensiones, visitantes como figuras kafkianas deambulan e insinúan algo siniestro. Se trata de las intermitencias de un yo que no logra identificarse como tal, ha perdido identidad porque desconfía de las identidades que lo rodean. Alguien señaló con acierto -creo que fue Héctor Libertella- que el yo es el más curioso de los pronombres, pues en él convive la «y» que suma con la «o» que separa. Copulación y disyunción. El yo, en efecto, se pierde mientras se forma y se forma perdiéndose, aunque en ocasiones no resista la tentación romántica de creerse centro del universo («todo giraba en torno a mi persona»).

El libro traza un extraño recorrido por las piezas de esa subjetividad que se aborrece y se busca. Un itinerario dantesco por los reinos de lo doméstico en el que intervienen las lecturas, los rituales, la música, el cine, las periodicidades del cuerpo, la angustia, los metabolismos de la luz y la nostalgia. Avero mira, se mira, pieza por pieza, recorre minuciosamente sus meandros con la paciencia y la desesperación de un orfebre que demuele sus materiales. Se pierde en derivaciones, seducido por la urgencia de hallar lo que de antemano sabe imposible. No teme a combinar elementos de la cultura pop con apellidos propios de la tradición literaria clásica y moderna. Es entendible, por otra parte, que aparezcan referencias a poetas como Teillier y Bukowski. De ambos toma esa mirada que fluctúa entre la degradación y el orgullo, la autocompasión y el heroísmo, el gesto de quienes se reconocen licuados por el torrente del mundo.

Entender la realidad como simple acumulación o circulación de objetos y eventos causa al poeta un hastío insoportable. Lo realmente atroz de la realidad no está en sospechar -como lo hizo Berkeley- en que las cosas no existen en tanto nadie las percibe; sino en constatar la inminencia de esa realidad pese a que nadie la interprete, la interrogue o le asigne un extra-campo, un afuera de lo real. Aquí aparece el tema de la ensoñación, el don de fabular o inventar la propia vida, como capacidad humana fundamental:

almohadas apilando

las ensoñaciones,

remolinos en la habitación.

«Debes entregarte al sueño».

En el sueño el sujeto ejerce su derecho a postular mundos posibles, a eyectarse más allá de la obscenidad epidérmica de los ciclos. Avero viene a dar cuenta de que ese afuera es, ciertamente, un adentro, porque un afuera plenamente externo -como el de las mercancías- anula toda participación, todo juicio, toda prédica, todo verso. La naturaleza fantasmal e inexistente de lo que se imagina termina por organizar y constituir aquello que existe. O mejor: aquello que existe, existe en tanto es pensado, sentido, atravesado por el lenguaje. Todo se vuelve arcilla para las manos informes del poeta. Debemos aclarar que en ese «entregarse al sueño» no está el deseo de escapar de la realidad, sino el imperativo de reencontrarla, de hallar una vía alternativa rumbo a su corazón. Si «el insomnio es una profanación», entrar a esta pieza implica profanar esa terca permanencia de la vigilia. Hay que volver a soñar. Y hoy soñar no es dormir: es despertar.

Un comentario en “Leonardo de León: Una pieza resquebrajada

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